Crítica de Oppenheimer: un relato abrumador disimulado detrás de un seductor marco visual
El retrato del padre de la bomba atómica se extiende a lo largo de tres horas de farragosas explicaciones y discursos políticos alrededor un momento clave de la historia del siglo XX
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Oppenheimer (Estados Unidos/2023). Dirección y guion: Christopher Nolan. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Música: Ludwig Göransson. Edición: Jennifer Lame. Elenco: Cillian Murphy, Matt Damon, Robert Downey, Jr., Emily Blunt, Florence Pugh, Jason Clarke, Kenneth Branagh. Distribuidora: UIP. Duración: 180 minutos. Nuestra opinión: buena.
Desde los tiempos de El origen y, sobre todo, de Interestelar, Christopher Nolan nos viene hablando de su apasionamiento por las ciencias duras. Convertir en héroe moderno y víctima de las intrigas políticas a un gran protagonista de ese mundo, J. Robert Oppenheimer (1904-1967), es la nueva obsesión del realizador británico. A él le dedica su película más larga: un relato abrumador, disimulado detrás de un seductor marco visual, sobre el triunfo y la caída del “padre fundador” de la bomba atómica que sufre más de una vez el peso sofocante de sus tres largas horas.
En la visión de Nolan, Oppenheimer es un “Prometeo americano”, un científico del siglo XX que también se animó a robarle el fuego a los dioses para concederlo como ofrenda al género humano. Pero el protagonista de este relato es ante todo un teórico. Y por esa condición nunca terminará de entender algunas consecuencias de su comportamiento o, en todo caso, por qué los demás no aplican a sus hallazgos el mismo impulso virtuoso que lo inspiró. Desde esta posición, Nolan hace una interpretación ingenua, casi naíf, de cómo un gran hallazgo científico puede provocar incontables daños cuando cae bajo la manipulación política.
De entrada, Nolan vuelve como en Interestelar a plantear conjeturas y especulaciones sobre la vida temprana y el mundo conceptual de Oppenheimer en el tiempo de su formación como científico, con ilustraciones propias de algún documental científico. Pero en un salto abrupto la película se transforma en un gran manifiesto testimonial y político que retoma 30 años después una agenda parecida a la del JFK de Oliver Stone. Un mapa extendido de intrigas, conspiraciones, sospechas, paranoias, lealtades y delaciones en el apasionante tramo histórico que conecta los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial con el comienzo de la Guerra Fría.
Esa continuidad, como en un juego de espejos, queda a la vista en los dos episodios paralelos que Nolan registra como claves en la vida de Oppenheimer: primero, la conducción del Proyecto Manhattan, el complejo y ultrasecreto armado del plan que culminó con el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, y luego (en blanco y negro) todo el compromiso posterior en el desarrollo de una tecnología que permitiría redoblar ese poder, en ese caso con la Unión Soviética como blanco.
En uno de ellos asoma un vínculo bastante virtuoso con un alto jefe militar (el siempre convincente Matt Damon) que sabe tratar a los científicos porque se formó en ese mundo. En el otro aparece el gran villano del relato, el almirante Strauss (otro gran retrato de Robert Downey Jr.), empeñado desde su ambición política y un conflicto de egos en la destrucción sistemática de la imagen de Oppenheimer.
A través de ambos episodios, Nolan nos mostrará sin demasiadas sutilezas la tensión entre la clarividencia científica de Oppenheimer y sus sentimientos culposos, sobre todo alrededor de su relación afectiva con la militante comunista Jean Tatlock (una muy desaprovechada Florence Pugh). Ese episodio, como todo el resto, se incorpora al relato a través de interminables (y a menudo tediosas) sesiones discursivas que transcurren en aulas, oficinas públicas y salones parlamentarios, ocupados por nombres y apellidos de la historia real que se superponen, mezclan y confunden más de una vez, como en un interminable laberinto.
El mejor Nolan aparece solo por momentos. Cuando narra casi en tiempo real el primer ensayo de la bomba atómica con intensidad, suspenso genuino, energía, economía de palabras y una potencia visual que nos recuerda algunos grandes momentos de Dunkerque. Todo lo demás es una extensa muestra de la habilidad que siempre se le reconoció al realizador para volcar en imágenes su retórica. Esta vez nos dice que el decisivo momento histórico protagonizado por Oppenheimer merece nuestra atención. Y que el gran invento de su atribulado héroe, en manos equivocadas, puede resultar devastador.
Para hacerlo recurre una y otra vez a lo largo de 180 minutos a la misma explicación, enunciada de muchas maneras, con el acompañamiento de un insistente comentario musical que subraya todavía más esos dichos. Solo en un momento, cuando Gary Oldman aparece fugazmente como Harry Truman e insinúa distraídamente hasta dónde puede llegar ese tipo de amenaza frente a la cara de pasmo de Oppenheimer (la única expresión que encuentra Cillian Murphy para personificarlo), la gran pregunta que propone Nolan queda expuesta en toda su magnitud, sin la farragosa dialéctica que domina todo lo demás.
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