Copenhague: por qué es considerada un pilar en la dramaturgia contemporánea
Volvió la obra de Michael Frayn que muestra el encuentro sublime entre dos científicos; su primera versión argentina, dirigida por Carlos Gandolfo en el Teatro San Martín, es inolvidable
Era el 11 de abril de 2002 y todavía podían escucharse los ecos de los cacerolazos del año anterior; el helicóptero sobre el techo de la Casa Rosada era una sensación escrita en el cuerpo y en la retina más que un recuerdo lejano contado a las jóvenes generaciones. La crisis económica había hecho todos los estragos propios de su recurrente accionar y los muertos en Plaza de Mayo aun dolían vívidamente. En el medio de ese panorama trágicamente agitado, el Teatro San Martín estrenaba Copenhague, una nueva obra de Michael Frayn, un autor que Buenos Aires ya conocía pero en otra faceta, una más cómica. Aquí, con este texto, asomaba un clásico absolutamente renovado: un autor que se erguía como uno de los grandes referentes del teatro político europeo de finales del siglo XX y que fue traído a la Argentina por la visión estratégica del entonces director del Complejo Teatral de Buenos Aires, Kive Staiff.
Del entretenimiento inteligente a la ética política. Así podría definirse en buena medida el tránsito que este artista realiza teniendo al año 1998 como gran punto de inflexión. A Frayn lo habíamos conocido en el teatro comercial por algunas de sus comedias satíricas y paródicas, cargadas de muchísimo humor e inteligencia. En 1984 debutó en los escenarios porteños cuando pudo verse en el teatro Metropólitan una versión de Noisses Off, una comedia disparatada sobre un elenco de actores que no logra estrenar de manera decorosa una comedia. Este texto se volvió a montar, también con el nombre de Entretelones, en Buenos Aires en el verano de 2018. En 2000 nos volvimos a encontrar pero en el teatro Broadway con un texto de Frayn, esta vez Alarma, otra obra que lo inscribe como autor dentro de la comedia (siempre crítica, un tanto negra, más próxima a la sátira y la parodia que al humor por el humor en sí).
Pero mientras todo esto ocurría en Buenos Aires, Michael Frayn ya había mostrado su otra cara, una que parecía más afín a toda su trayectoria que a su desempeño meramente escénico. Recordemos que su concepción de la escritura está muy próxima a la del intelectual más que a la del hábil jugador del lenguaje, aunque de él entienda mucho (gracias, probablemente, a su formación académica bajo la guía del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein). En 1998 había estrenado en el Royal National Theatre una de sus obras cumbre: Copenhague, la que aquí conocimos apenas cuatro años después en el Teatro San Martín, bajo la dirección del genial Carlos Gandolfo, y que contó con la presencia de tres grandes de la escena nacional: Alicia Berdaxagar, Juan Carlos Gené y Alberto Segado. Tiempo después, muy poco tiempo después pero esta vez bajo la dirección de Hugo Urquijo, volvimos a encontrarlo a Segado en el mismo Teatro San Martín interpretando otro de los grandes textos de Frayn, Democracia, obra con la que acaba de erguirse como ese gran referente del teatro político contemporáneo, con una concepción acerca de la potencia del lenguaje para nombrar la realidad y, por sobre todo, ponerla en crisis. Esta concepción del lenguaje, heredada y trabajada seguramente en términos académicos con su maestro Wittgenstein, es la que lleva adelante en su trabajo periodístico, tanto en The Guardian como en The Observer.
Probablemente esa conjugación de escritor y periodista haya llevado a que Frayn conciba, con diferentes estéticas y por muy distintas vías, esta teatralidad cargada de política. A través de sujetos históricos reales parece querer repensar el presente, a veces con acontecimientos tomados de la propia historia reciente (como en el caso de Democracia) o a través de acontecimientos ficcionales, pero con personajes históricos, que permiten pensar y reflexionar sobre la realidad. Y dentro de los tópicos en torno a los que gira esta última producción de Frayn, la ética podría ser uno de los más grandes y relevantes.
En Copenhague se discute de ética, la ética que hay en el acto científico y en su búsqueda de la verdad. Cuando estrenó Copenhague en Nueva York, cuenta Frayn en una entrevista para la Revista Teatro en 2006, se encontró con el hijo de Werner Heisenberg, uno de los protagonistas de la obra, uno de los científicos en cuestión, y fue él quien le dio una gran lección. Le señaló que el personaje que había creado no se parecía en nada a su propio padre, pero que entendía que hubiera tenido que humanizarlo para volverlo más accesible al público. Así fue que entendió que ese rigor histórico que muchas veces se le exige al periodismo, en la ficción se lo puede relajar en búsqueda de otros patrones: volver pensable al personaje, hacerlo comprensible y favorecer la identificación en los temas sobre los que la obra pretende discutir.
Niels Bohr y Werner Heisenberg se encuentran en la capital de Dinamarca. Ambos son dos grandes científicos y discutirán acerca de la fusión del átomo y la mecánica cuántica. Recibirán el Premio Nobel y serán reconocidos como dos grandes eminencias. Pero también sus nombres quedarán asociados a Hiroshima y Nagasaki aunque no sean responsables del horror al que la humanidad llegará a partir de sus hallazgos.
Ese encuentro ficcional de personajes históricos es la herramienta con la que Frayn nos permite entrar un terreno tan sensible y prolífico como es la discusión sobre las consecuencias que pueden tener nuestros actos, así como también la tan mentada responsabilidad individual en los actos que tienen consecuencias colectivas.
Esta temporada teatral porteña nos ofrece la posibilidad de volver a encontrarnos con este texto tan precisamente escrito.Es exactamente enfrente de donde fuera estrenado originalmente, en el Centro Cultural de la Cooperación (los viernes, a las 20.30 y los sábados, a las 22), y tiene a Patricio Contreras, Alejandra Darín y Sergio Griffo sobre el escenario guiados por la mano de Mariano Dossena, quien dialogó con la nacion.
-¿Cómo surge el proyecto de volver a montar Copenhague, un texto que fue tan exitoso en su momento?
-Sergio Griffo, uno de los actores de esta versión, y Laura Ceratti, la productora, tenían los derechos de este texto para Argentina y fueron ellos quienes me convocaron. Luego se sumaron Patricio Contreras y Alejandra Darín y todos los otros rubros técnicos. Yo había visto la versión del San Martín con esos monstruos de actores y me resultó sumamente atractivo enfrentar el desafío de hacer una nueva lectura escénica de una propuesta que había sido tan vista. Soy un seguidor de lo que se conoce como "teatro de texto" y me resultó muy orgánico enfrentarme a este material.
-¿Deduzco por lo que decís que no te asusta el hecho de que haya sido una propuesta tan exitosa y, probablemente, recordada?
-Para nada. Es más, a esta altura podría decir que es casi una marca de mi propio teatro. No es esta la primera vez que me toca montar un texto que había sido montado unos años antes y de manera muy exitosa. Y eso es en buena medida un desafío que creo que me seduce mucho, ya que lo que finalmente hago es una versión que tiene que ver con lo que a mí el texto me dice, sumado al hecho de que ese texto a su vez dialoga con el tiempo del montaje, y no con el tiempo en el que fue escrito o con aquel en el que lo mostró y se lo recuerda. El caso de Copenhague en ese sentido es muy sintomático, ya que si bien pasó poco más de una década desde el estreno de la mano de Gandolfo, el mundo ha cambiado mucho en estos años y esos cambios siguen siendo en parte por los avances que produjeron estos dos científicos. El tema de internet es probablemente el ejemplo más obvio y notorio.
-¿Qué te parece, en este sentido, que tiene hoy para decir Copenhague?
-Depende mucho de lo que leas en ella, pero a mí me gustó pensarla en términos muy shakespearenos, por su ubicación en Dinamarca, la tierra natal de Hamlet, pero también porque refiere permanentemente a la oscuridad del alma humana, tanto para lo positivo como para lo negativo. Estos dos genios crearon la física cuántica y con ello las armas para el mal, pero también para el bien y el desarrollo del que hoy disfrutamos tanto. Están inmersos dentro de las creaciones de herramientas destructivas, pero también de tecnología que permite comprender y curar, por mencionar solo un área de su desarrollo. En este sentido el texto nos muestra cómo una decisión puede cambiar la historia de la humanidad.
-¿Cuál fue el principal desafío que te presentó el texto?
-No fue un desafío únicamente para mí como director sino también para todo el elenco. Tuvimos que estudiar física cuántica, algo que por lo general los artistas no conocemos, o no en términos de formación específica. Así fue que buscamos alguien que nos ayude y encontramos en Juan Carlos Imbrogno, un profesor muy importante en esta materia, la ayuda para desgranar este texto porque necesitábamos poder habitar ese vocabulario, y entender que conforma una poética que es la poética de la física. Dejar de mirar esas palabras como algo tan extraño y ajeno a nosotros y poder pensarlo en términos creativos e íntimos. Que los actores puedan decir esas palabras que envuelven profundas y complejas ideas de una manera más auténtica. El único modo de lograrlo era entender, aunque sea en parte, lo que hay allí como potencia.
-¿Cómo podrías definir la puesta en escena?
-Intenté que sea una puesta que aluda a lo cuántico, sin un espacio definido. Esto es algo que ya la propia trama te permite. Ellos se encuentran después de muertos y reviven ese encuentro real de 1941, y lo reviven una y otra vez. Por ello se me presentó la idea de lo circular en primera medida, por la circularidad de la repetición del encuentro, pero también por los átomos y los electrones girando alrededor suyo. Entonces ellos se encuentran en el núcleo del átomo. Desde ahí fueron tomadas todas las decisiones escénicas, tanto en lo visual como en lo sonoro. Si bien el texto es muy concreto; el espacio, podría decirse, es más onírico. Cuando Imbrogno vio el tratamiento del espacio nos dijo algo que nos encantó: es una puesta que tiene algo de diálogo con el átomo de oxígeno, que es la mínima partícula del oxígeno, que a su vez es la vida misma, lo que se necesita para vivir. Y creo que en el fondo es de eso de lo que habla Copenhague: de la vida misma.