Con originalidad y atrevimiento juveniles
"Silvia Prieto" (Idem, Argentina/1999, color). Producción hablada en español presentada por Buena Vista Columbia. Intérpretes: Rosario Bléfari, Valeria Bertucelli, Gabriel Fernández Capello (Vicentico), Marcelo Zanelli, Susana Pampín, Luis Mancini y Mirtha Busnelli. Fotografía: Paula Grandio. Música: Gabriel Fernández Capello. Escenografía: Sebastián Orgambide y Alejandra Seeber. Montaje: Gustavo Codella. Guión, producción y dirección: Martín Rejtman. Duración: 92 minutos. Nuestra opinión: buena.
Respecto de la producción habitual del cine nacional, "Silvia Prieto" cuenta con algunas visibles ventajas. Aunque sus estampas curiosamente articuladas merodean en torno de temas tan comprometidos como la identidad o la búsqueda de un lugar en el mundo, ni se le ocurre ponerse solemne ni asumir la responsabilidad de un retrato generacional, que de todos modos proporciona.
El film hace suyos el desparpajo y la frescura de sus personajes; parece disfrutar, como ellos, de una libertad que le permite, inclusive, seguirlos por donde van, un poco a la deriva, expuestos a que el azar los aproxime, los distancie o los enlace con los hilos más tenues o más inesperados. Y además, muestra una preocupación tan manifiesta por la autenticidad de su dibujo que ahuyenta cualquier asomo de glamour, esa tentación a la que suelen rendirse hasta aquéllos que cultivan el más implacable naturalismo. (Aunque en el intento, justo es decirlo, sacrifica una buena dosis de prolijidad.) Todos los personajes son reconocibles: hablan con los tonos y los acentos de los jóvenes porteños de fin de siglo, cultivan un humor que se nutre tanto del desatino como del jugueteo con las palabras; algunos le sacan jugo al lugar común, otros disparan el diálogo hacia rumbos impredecibles exagerando la interpretación lineal de lo que ha dicho su interlocutor. Y en sus conductas, como en sus conversaciones, parece haber siempre algo de obsesivo. Más que en ningún otro, en Silvia Prieto, la primera, la que le pone voz al relato desde el principio, cuando cuenta que al cumplir 27 años decidió cambiar de vida, dejar la marihuana, buscarse un trabajo y comprarse un canario mudo (en otras palabras, tomar las riendas y manejar su tránsito por el mundo, vaya pretensión).
En un principio, el cuento va detrás de ella, la sigue en el cálculo preciso de los cafés servidos en sus jornadas como moza de bar, en el fraccionamiento de los pollos que guarda en la heladera (doce piezas cada uno, ni una más ni una menos), en el encuentro con su ex marido, que en seguida empieza a salir con una promotora callejera de jabón en polvo y abre el fragmentado retrato hacia otros personajes.
Con el primer sueldo, Silvia se va a Mar del Plata y conoce a un turista italiano que le deja -sin querer- un saco con la etiqueta de Armani y una preocupación: existe otra Silvia Prieto. Al final, cuando la casualidad, los objetos y los conflictos comunes hayan acomodado a los personajes de dos en dos y hasta se avecine una doble ceremonia de bodas, un epílogo documental hará la presentación de las otras Silvia Prieto, las de la realidad, que mal que le pesen al personaje de la película y a su tocaya inesperada (la siempre bienvenida Mirtha Busnelli), son unas cuantas y alcanzan a demostrar que bien caben identidades diversas -mundos diversos- bajo un mismo nombre.
Libertad y regocijo
La libertad -y también el gozo- que se percibe en el trabajo de Martín Rejtman como guionista y realizador produce un efecto contagioso una vez que se acepta que el cuento no está hecho para seguir pautas muy rígidas ni esquemas convencionales. Es cierto que no todos los apuntes de los que se nutre la película tienen la misma agudeza ni la misma eficacia. Pero es muy ingenioso -aunque no hace alardes- el tratamiento del lenguaje, lo mismo que la elección y el aprovechamiento de los escenarios, la atención prestada a la banda sonora (a pesar de ciertos desajustes técnicos) y la fresca desenvoltura del elenco, a cuya naturalidad debe el film bastante de su encanto.
Y, sobre todo, hay que agradecer el tono. Es casi una curiosidad que tanto atrevimiento juvenil y tanta originalidad vengan acompañados de la madurez suficiente como para haber sabido evitar pretensiones desmesuradas y tomarse las cosas un poco a la ligera.
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