Desde que era un pibe de Caballito que invitaba a sus amigos a escuchar el disco que acababa de comprarse, Hernán Cattáneo estuvo convencido del poder de la música. Se dedicó sin pausa a contagiar ese entusiasmo y a sostener su confianza en un estilo que entonces era nuevo y que con los años (las décadas) vería caer una carcasa de prejuicios.
La misma simpleza, complicidad y pasión del chico rubio y soñador que se gastaba hasta las monedas en el último vinilo sostuvieron la extraordinaria posibilidad de profesionalizarse, la carrera internacional que vino después, los máximos premios de una industria en apogeo, el éxito que aún hoy, a los 53, lo mantiene sin ceder bocado de su exquisitez entre los mejores del mundo. Es decir: la generosidad, el respeto y la humildad, más que diluirse, forjaron con los años sus señas de identidad. Por eso, cuando a comienzos de esta temporada muchos se preguntaban –y le preguntaban–, sin ahorrar dobles sentidos, qué iba a hacer un DJ en el Colón, desprovisto de irritación o fastidio, contestaba sencillamente: un show sinfónico de música electrónica.
"Tenemos que merecernos estar en el Teatro Colón". La primera presión era la propia. Que fuera una marca histórica (ser el primero siempre es estimulante) en un escenario tan relevante y simbólico le daría una nueva consagración y abriría la puerta a experiencias artísticas diferentes. Pero el desafío lo tenía entre el insomnio y la convicción. Si además de pruebas musicales tenía que rendir examen de buenas conductas, justo a él, un gentleman en todo sentido, la ocasión no podía intimidarlo.
Los malos agüeros se despejaron la primera noche de Connected, el espectáculo que montó con una orquesta de 50 instrumentos, músicos y cantantes invitados. Casi inmediatamente se cerró la grieta sobre el desembarco de nuevos públicos y sonidos en una sala que, por supuesto, hay que cuidar. "Nadie tiene que venir a quitarle el lugar a los artistas de la lírica y el ballet para los que fue creado este lugar; esta es solo una semana especial", recalcaba en febrero, cuando aún no estaba iniciada la temporada para los cuerpos estables. Esas cuatro funciones con entradas agotadas hicieron buena taquilla y ahuyentaron los fantasmas. Con la acústica pasó lo que tenía que pasar: fue una aliada. Una suerte de cancionero histórico del género maximizó lo melódico, perdió peso en lo rítmico e hizo despegar a una nave en viaje cinematográfico. Cattáneo y lo suyos habían encontrado a un buen copiloto: el director de orquesta Gerardo Gardelín tradujo esos sonidos ni tan raros ni tan nuevos al idioma de las cuerdas y los bronces, terminando de asegurar, así, un cauce afinado entre el underground y los hits, los temas propios y los de Chemical Brothers, Moby, Depeche Mode.
Este año, también, en el Palacio de la Legislatura, declararon al DJ personalidad destacada de la Cultura (de nuevo: el primero). Unas semanas más tarde, desde Ibiza, por WhatsApp, Cattáneo confirmaba antes que a nadie que tenía entre sus manos un premio –¡dos!– en los DJ Awards, especie de Oscar para este mundillo de beats, donde ya había ganado hace dieciocho veranos. Eso se llama vigencia. Y hacer aquello en lo que se cree durante 40 años todos los días de tu vida.
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