Compañía: sátira sobre la vida en pareja, con la rutina y el deseo como fuerzas contrapuestas
Plagada de referencias a la vida típica de un hogar de clase media, la obra más famosa de Eduardo Rovner muestra, hoy más que nunca, cómo los mandatos se transforman, pero no desaparecen
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Autoría: Eduardo Rovner. Elenco: Pablo Cernadas, Mariana Litvin y Mariel Rueda. Escenografía y vestuario: Gisela Budesky. Luces: Miguel Ángel Madrid. Producción musical: Lucas Leyes. Dirección coreográfica: Teresa Duggan. Coaching actoral: Adriana Pérez Frossasco. Dirección: Alejandra Mistral. Duración: 70 minutos. Sala: El Extranjero, Valentín Gómez 3378. Funciones: lunes, a las 20.30 y jueves 21, a las 20.30. Nuestra opinión: buena.
Compañía es la obra más representada del muy representado Eduardo Rovner, autor de Volvió una noche, Viejas ilusiones (ambas también en cartel), Cuarteto y Noche de ronda, entre las más de 50 obras escritas por este multipremiado creador y docente, exdirector general del Teatro San Martín, que murió en 2019. Escrita en 1989, Compañía fue, además, el último trabajo del recordado Carlos Carella, con María Fiorentino y Linda Peretz, en 1996, dirigidos por Ismael Hasse.
Con puesta de la directora, psicodramatista y docente Alejandra Mistral (Las descartadas), lo que comienza como una típica obra realista se corre rápidamente hacia la comedia satírica y hasta, por momentos, negra. Aunque aparecen en escena dos referencias típicas de hogar de clase media (sillón con velador, la mesa puesta, un cuadro), el ambiente es oscuro, igual que el clásico musical rioplatense que se escucha, “Naranjo en flor”, pero en versión instrumental muy minimalista y distanciada del tango.
Ana (Mariana Litvin) teje un pullover mientras espera la llegada de Osvaldo (Pablo Cernadas), su marido desde hace 25 años. Nido vacío: los tres hijos ya no viven con ellos. Desde el inicio queda claro el choque de la rutina con el deseo, marcado hasta en el tipo de actuación: Ana es enérgica y se ampara en el sentido común y en las cosas como son; Osvaldo es dubitativo, balbuceante, soñador; “ve” otras capas de realidades a las que se puede acceder con solo permitírselo.
Esa noche, al llegar a su casa, este hombre “estándar” le contará a su mujer lo que le pasó por la tarde cuando el sol en la ventana de la oficina lo llamó a la calle y así, en dionisíaco estado, de paseo por el Rosedal de Palermo, conoce a la solitaria Magda (Mariel Rueda, nominada a los premios ACE 2023 por Las descartadas). Sin culpa, victimización ni hipocresía, con argumentos apabullantemente auténticos, Osvaldo cuenta lo sucedido ante el asombro e indignación de Ana. Esta curva alcanza la máxima tensión cuando llega a la casa Magda, con un vestuario estilo Frida Kahlo y en las manos una torta para festejar su cumpleaños.
A partir de ese momento, la obra cambia. La unión Osvaldo-Magda, blandiendo las agujas de tejer contra Ana, crea un clima angustiante, subrayado por la iluminación de Miguel Ángel Madrid. Pero estas alianzas rotan y después será Ana la que entable lazos con Magda, mientras -metáfora ostensible- Osvaldo cruza de un objeto al otro los hilos del ovillo de lana. La obra transita cada lado del triángulo, desde el estallido hasta el nuevo equilibrio del final. En este juego de tres patas, la que sobresale como dominante es Ana, esposa y madre, la tejedora capaz de soportar el embate y rearmar los vínculos.
La voz del autor aparece de modo extemporáneo en boca de Magda -el personaje que viene de afuera, es viuda, no es madre, está sola- cuando de cara al público reflexiona sobre qué significa “la compañía”: “Queremos estar acompañados. ¿Pero acompañados de qué? ¡De cosas! ¡De nadie! ¡Eso! ¡De nadie! ¡Si al final, cada uno de nosotros está solo!”, dice, para poner énfasis en la tesis de la obra que se mantiene como pregunta universal. Si bien el tejido social ha cambiado y la idea de familia ya no es la misma que a fines de los 80, las rutinas y sus mandatos se transforman pero no desaparecen.
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