De vidas reales de astronautas hasta ‘La hoguera de las vanidades’, su trabajo en ‘Rolling Stone’ abrió nuevos caminos e influenció tanto al escritor como a la revista
A mediados de los 60, las pruebas de ácido de Ken Kesey y sus Merry Pranksters eran el centro neurálgico de la revolución psicodélica: fiestas desde el atardecer hasta la madrugada, en general en la Bay Area, que convocaban tanto a freaks como a los Hells Angels, y en las que se ofrecía LSD gratis en tubos plásticos y a veces tocaban en vivo los Grateful Dead. Una noche en 1966, Kesey y sus seguidores se encontraron con una figura extraña: un ex periodista de un diario oriundo de Virginia, gentil, y vestido de traje. El libro que Tom Wolfe escribiría acerca de Kesey y su órbita, The Electric Kool-Aid Acid Test, de 1968, se transformó en el primer gran relato de la contracultura de los 60. También fue clave para redefinir el periodismo, gracias a un estilo rápido y desorbitado que metía a los lectores de lleno en la acción. “Ni siquiera el mundo hip de Nueva York”, escribió Wolfe acerca de uno de los legendarios viajes de Kesey en un ómnibus, “estaba listo para el fenómeno de un par de personas cruzando Estados Unidos en un colectivo cubiertas con mandalas hechos de Day-Glo y poniendo cámaras de cine y micrófonos frente a cualquier cosa que se cruzaran en este jodido país, mientras Neal Cassady manejaba el bus a través de curvas como Super Hud...”.
Para ese entonces, Wolfe ya era uno de los escritores más importantes de las revistas de Estados Unidos, y su trabajo –que se lee menos como una no ficción convencional que como una novela que no podés abandonar– fue clave para establecer una forma emergente conocida como Nuevo Periodismo. Entre los muchos que se devoraron The Electric Kool-Aid Acid Test estaba el editor y director de Rolling Stone, Jann S. Wenner. “Yo había ido a algunos de esos Acid Tests, y me sorprendió lo verídico y bien informado que estaba el libro, y cómo había sido capaz de penetrar en ese mundo salvaje”, recuerda Wenner. En 1969, el joven y ambicioso editor abordó a Wolfe para preguntarle si tenía ganas de escribir para Rolling Stone.
La revista apenas tenía dos años; conseguir un escritor como Wolfe sería un gran golpe. Pero Wolfe resultó ser fan de Rolling Stone. “En una época en la que todo el mundo estaba diciendo que tenías que competir con la televisión y escribir corto”, recuerda Wolfe, “Jann te lo publicaba si lo que escribías estaba bueno”. Wenner y Wolfe empezaron a intercambiar cartas. “He estado disfrutando mucho Rolling Stone”, le escribió Wolfe a Wenner en un momento. “Estoy orgulloso de vos”, agregó. Fue el inicio de una relación de décadas con la revista y que llevaría la carrera y la obra de Wolfe a nuevos niveles.
Luego de un par de ideas de notas iniciales que no funcionaron (incluyendo un perfil de Jimi Hendrix), Wenner sugirió que Wolfe cubriera el lanzamiento del Apollo 17 en 1972, el último viaje con pasajeros a la Luna. Como todo lo que hasta entonces había salido acerca de las vidas de los astronautas había estado cuidadosamente coordinado y blanqueado por las relaciones públicas de la NASA, su mundo era una gran historia jamás contada. Wolfe se rodeó de astronautas. La mayoría no sabía nada de Rolling Stone, excepto Scott Carpenter, ligeramente más hip, pero la obstinación y la genuina curiosidad de Wolfe le abrían puertas. “Es el mejor impulso que podés tener en el periodismo, preguntarle a la gente qué está pasando en una determinada situación”, dice Wolfe.
La odisea espacial de Wolfe se convirtió en una serie de cuatro partes llamada “Post-Orbital Remorse”. Su primera entrega, “The Brotherhood of the Right Stuff”, salió en enero de 1973. Wolfe escribió desde la perspectiva colectiva de los astronautas que explicaban el costado salvaje de su historia: “Sólo Dios sabe cuánto se equivocó [la prensa] con nosotros. No sé cómo pudieron haber comprado la idea de que un par de pilotos de prueba y un par de pilotos de combate se podrían transformar en Merit Badgers programados tan pronto como les dan el título de astronautas”. Incluso los manuscritos de Wolfe eran obras de arte. Sus bocetos venían con sus propias ediciones escritas a mano, y a veces añadía comentarios en chistosos círculos.
“Post-Orbital Remorse” fue muy elogiado, incluso por los propios astronautas. En una carta que llegó a RS dirigida a Wolfe, Carpenter escribía: “Todo estuvo excelente. No me puedo imaginar cómo lo hiciste”. En 1979, cuando apareció The Right Stuff, la versión en libro de la serie, también incluyó un sutil homenaje a Rolling Stone: el retrato del intento de Chuck Yeager de romper la barrera de sonido estaba inspirado en el trabajo de Hunter S. Thompson, a quien Wolfe llama “el Mark Twain del siglo XX”.
Publicada en 1974, el texto “Funky Chic”, de Wolfe, ponía un ojo crítico sobre la contracultura, que para ese entonces se había aferrado a lo que Wolfe llamó la moda “de las sobras del ejército” –jeans, ponchos, camisas de trabajo– para probar que estaba conectada con los oprimidos: “Jamás hablé con un grupo de militantes negros, o militantes latinos, en ese sentido, que eventualmente no hubieran hecho comentarios negativos sobre la ropa de chicos pobres que sus aliados, los estudiantes de la clase media blanca, insistían en usar, ni sobre la manera en la que trataban de apropiarse de un lenguaje callejero o de negros, con todos los ‘man’, ‘cat’, ‘baby’, ‘brother’ o ‘baddest’...”.
La siguiente aventura de Wolfe para Rolling Stone sería la más audaz hasta entonces: una novela sobre su Nueva York contemporánea, racialmente dividida y caótica, a la manera de Vanity Fair, de Thackeray. Para asegurarse de que la terminaría, Wolfe quería publicarla de manera serializada en una revista, como Dickens y Thackeray un siglo antes. Esquire rechazó la idea, pero a Wenner le intrigaba, y aceptó publicar un capítulo de al menos 5.500 palabras en cada número durante más de un año.
La hoguera de las vanidades era un relato agudamente satírico acerca del escritor Sherman McCoy, de su calamitoso accidente, del frenesí y la voracidad de los medios distorsionados, y de un débil sistema judicial. Para asegurarse un colchón, Wolfe entregó los primeros tres capítulos de una, pero la revista publicó los tres en RS 426/427 (del 19 de julio al 2 de agosto de 1984). “Abrí el primer número y, Dios mío”, recuerda Wolfe. “Jann quería causar un revuelo.” Wolfe estaba obligado a apurarse. “Me acuerdo del estrés”, dice. “Está todo en tus manos, y no hay nada que nadie pueda hacer por vos.”
Para cumplir con sus fechas límite, Wolfe a veces trabajaba en las oficinas de Rolling Stone en la Quinta Avenida. Estaba entre los últimos en irse durante las noches de producción, cuando se quedaba retocando los capítulos, en los que estaba claro que Wolfe era más que capaz de incorporar su abordaje estilo Nuevo Periodismo en la ficción. Al describir el viaje en taxi de un personaje, escribió: “Había una ventana de vidrio corrediza entre ella y el conductor, a medio abrir, extremadamente rayada, y borrosa como una catarata. Era como estar sentado en un cartón de huevos”. La serie no era como nada que se hubiera visto en las revistas hasta entonces. Pero Wolfe, siempre perfeccionista, no estaba completamente satisfecho, y reescribió partes de La hoguera de las vanidades para la versión en libro de 1987, en la que McCoy se transformó en un vendedor de acciones.
Wolfe llevó esa misma diligencia a su trabajo más reciente para la revista, Ambush at Fort Bragg, que apareció en dos partes en 1996. La novella destruía el feroz mundo de los noticieros de televisión y lo que llegaban a hacer por una “primicia”, legítimamente o no. Como siempre, Wolfe sufría con su trabajo: “Tercer round... de mi batalla con el capítulo sobre el Whitney”, le escribió a Wenner en noviembre de 1995. “Creo que quizás éste puede funcionar.” La revista publicó fragmentos de dos de las novelas de Wolfe posteriores a La hoguera de las vanidades. Todo un hombre, de 1998 (que Wenner ayudó a editar), tejía otro relato sobre argucias corporativas y tensiones raciales, igualmente rico en personajes del lado oscuro de Estados Unidos, esta vez ambientado en la Georgia moderna. Publicada en 2004, y también anticipada en Rolling Stone, I Am Charlotte Simmons ofrecía el retrato de Wolfe de la vida de las élites universitarias a través de los ojos de una estudiante de primer año de la región Apalache; como es de esperar, Wolfe pasó un tiempo en universidades –“infiltrado”, bromeaba, queriendo decir que no se había puesto su traje blanco característico– para asegurarse de que lograría un retrato preciso de la vida de las fraternidades.
Wolfe dejó su marca en Rolling Stone de muchas formas: también fue la primera persona en contarle a Wenner acerca de un nuevo estilo de música que emergía del Bronx y se llamaba hip-hop. Pero sus contribuciones aseguraron la reputación de la revista como un espacio de periodismo revolucionario. Como reflexiona Wolfe: “Cuando lo pensás, la idea de que una revista basada en la música rock, ni más ni menos, venga con tanta cantidad de buen periodismo, es un gran logro. Jann estaba siempre dispuesto a hacer cosas irracionales en nombre del periodismo. Valió la pena de verdad.”
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