Más allá de las tomas, una mirada a la discusión por el proyecto de reforma educativa y algunas ideas para responder las preguntas de fondo: ¿para qué sirve la escuela secundaria hoy, y qué se puede hacer para mejorarla?
Fines de agosto, cuando la espuma de las PASO empezó a bajar, el Gobierno porteño presentó un proyecto de reforma de la escuela secundaria que comenzaría a implementarse en 17 escuelas desde 2018, para extenderse más tarde a todas las secundarias de la ciudad. Lo llamó “Secundaria del Futuro”. El proyecto planteaba un nuevo paradigma de estudiante, “un ciudadano del siglo XXI, talentoso, creativo, crítico, cooperativo, emprendedor, alfabetizado digitalmente y con capacidad de adaptación”. Además, integraba las materias en cuatro áreas de conocimiento –Ciencias Sociales, Científico-tecnológica, Comunicación y Expresión y las orientaciones– y anunciaba “el fin de las clases magistrales”, que reemplazaría por espacios de “trabajo autónomo y colaborativo”. El cambio más radical estaba reservado para los alumnos del último año, que ahora estaría dedicado a pasantías no rentadas en empresas e instituciones y al desarrollo de habilidades y proyectos de emprendedurismo.
La mecha prendió rápido: los centros de estudiantes de las escuelas porteñas se pusieron en alerta y rechazaron la idea de pasantías obligatorias. A mitad de septiembre, en la ciudad había más de 20 secundarios tomados y los dirigentes estudiantiles explicaban en el prime time por qué rechazan la reforma. Soledad Acuña, la ministra de Educación de la Ciudad, acusó al kirchnerismo de estar “detrás de las tomas”. Algunos directivos y padres denunciaron a los chicos por usurpación del espacio público, mientras que los estudiantes de la escuela técnica Fernando Fader revocaban y pintaban las aulas de su escuela.
Sin embargo, no había demasiada información sobre la reforma en sí: lo que circulaba era un PowerPoint que resumía en 13 puntos el “sistema educativo actual”, planteaba las “5 A del aprendizaje” (Aprendizaje integrado, significativo, incentivado, colaborativo y desafiante) y daba pocas precisiones sobre las metas, los tiempos y, sobre todo, los modos (pedagógicos y presupuestarios) en que esta “secundaria del futuro” se convertiría en la secundaria del presente en menos de seis meses.
La reforma parte de un diagnóstico: la mitad de los estudiantes no termina la secundaria en tiempo y forma. No hay mucha discusión sobre la necesidad de reformar el nivel medio, no sólo para adaptarlo a los nuevos modos de ser y trabajar sino también para sostener la escolarización de chicos y chicas que en muchos casos son primera generación de estudiantes secundarios. Las diferencias aparecen en cómo hacer esos cambios: los docentes y estudiantes reclaman, en principio, participar de la discusión.
Pedro Núñez, doctor en Ciencias Sociales y autor de varios libros sobre la escuela secundaria y la militancia juvenil, observa: “Es un documento demasiado general, con un nivel de abstracción que dificulta pensar de qué manera se va a trabajar en cada escuela”. Según Núñez, para que una reforma tenga posibilidad de transformar de verdad la cotidianidad escolar hay que trabajarla con tiempo y de manera integrada con otros aspectos de la vida de los jóvenes: no es posible incrementar la tasa de egreso, por ejemplo, si no se desarrollan políticas de cuidado infantil, porque hay muchos chicos que son padres o madres y no tienen dónde dejar a sus hijos. “Cuando planteamos que la secundaria es para todos y es obligatoria, tenemos que pensar dónde estaban antes los chicos que no iban a la secundaria: en el mercado de trabajo, cuidando a su familia. Lo que no estamos discutiendo es para qué se quiere la secundaria”, advierte. “Creo que pensar una secundaria solamente vinculada a formar para el mundo del trabajo es un error, porque el modo de trabajo también es muy dinámico y las habilidades y capacidades que los chicos y chicas pueden ganar hoy pueden ser canjeables en el mercado de trabajo mañana, pero no necesariamente dentro de dos o tres años.”
Para Débora Kozak, rectora del Normal 1, el problema principal está en que siempre los cambios son parches, pero el sistema nunca se toca. “La escuela sigue siendo una organización verticalista y que lucha por no ser autoritaria”, explica, “pero su estructura, sobre todo en secundario, está regulada por un horario fragmentado, extrema rotación de docentes, rigidez de tiempos y espacios y el exceso de grupos por cada profesor, lo que hace imposible construir otro tipo de relaciones vinculares y de enseñanza”.
Con el conflicto ya en curso, entre mediados y fines de septiembre el Ministerio de Educación porteño convocó al diálogo a los estudiantes y distribuyó un grupo de documentos que incluían cartas compromiso sobre infraestructura y recursos tecnológicos, una propuesta de formación para docentes, algunos ejemplos de materiales didácticos y un “documento respaldatorio” que plantea la “secundaria del futuro” como una profundización de la NES, la Nueva Escuela Secundaria, la anterior reforma diseñada por la Ciudad, que todavía no está del todo aplicada y que responde a los lineamientos del Consejo Federal de Educación.
Entre los compromisos en infraestructura figura el pintado de aulas, la instalación de cerraduras, el equipamiento con pupitres y escritorios nuevos. Para Manuel Becerra, profesor de Historia en el Domingo Faustino Sarmiento de Retiro, es una confesión involuntaria del estado de abandono en el que están muchas de las 143 secundarias de la Ciudad, que alcanzan una matrícula de casi 85.000 alumnos. “De entrada necesitamos infraestructura y mejores salarios”, dice Becerra, que coincide en que la secundaria requiere transformaciones, pero insiste en la necesidad de que el Estado se haga cargo de su parte. “Lo de organizar por áreas en vez de por materias es perfectamente conversable. Pero no lo podés ordenar con un dedo y decir ‘arreglensé’. Si querés organizar materias por áreas y por problemas hay que rentar docentes para que se reúnan fuera de clase para planificar y poner capacitadores. Para tender a cierta innovación pedagógica se necesita apoyo del Estado.”
"Una pasantía optativa puede servir", dice Mariana Larrondo. "Pero no podés obligarlos a trabajar, sobre todo porque muchos ya son trabajadores."
En la “secundaria del futuro” las clases se dividirían en un 30/70: una parte breve en la que el docente introduce los contenidos y una más extensa de trabajo “autónomo y colaborativo” para que los alumnos aprendan “investigando, explorando y descubriendo”, con los docentes como “facilitadores y orientadores” y la mediación de la tecnología. Becerra cree que este planteo muestra un desconocimiento de lo que pasa en las escuelas. “Obvio que el tiempo de una clase se puede dividir, pero de qué manera se puede sostener eso todo el año si un día llegás al aula y un alumno te pregunta: ‘Profesor, ¿vio el último video de Santiago Maldonado?’. En el aula pasan cosas, los pibes tienen voluntad propia, se distraen, hacen detonar la clase. Decir ‘va a ser 70% 30%’ es propio de alguien que piensa que el aula funciona con un chip”, dice Becerra.
La investigadora y especialista en políticas educativas Guillermina Tiramonti es muy crítica del estado actual de la escuela secundaria y está convencida de que la reacción de los estudiantes estuvo cruzada por intereses políticos asociados a las elecciones. Para ella, la gran ventaja de la reforma es que ayuda a articular escuela y mundo de trabajo, básicamente para los chicos de familias más pobres. “En general estos chicos vienen de un mundo que tiene poca familiaridad y ninguna vinculación con el mundo formal del trabajo. Y el primer trabajo se consigue siempre por vinculaciones”, explica. “Una práctica permitiría construir esos vínculos.”
Tiramonti advierte que las escuelas están formando chicos para un mundo que ya no existe y propone tomar medidas lo antes posible. “Los datos cantan: la mitad de los chicos siguen fuera de la escuela, porque si bien hay una tasa de escolarización alta, sólo la mitad termina, y de los que se quedan la mitad termina sin poder leer comprensivamente. El modelo pedagógico de la escuela es un modelo perimido.”
El futuro es nebuloso. A fines de septiembre, los estudiantes levantaron las tomas con el pedido de que la reforma se prorrogue un año, y dos asesores tutelares de un grupo de padres y alumnos presentaron un amparo para frenar el proyecto. Sin embargo, en octubre el ministro de Educación de la Nación, Alejandro Finocchiaro, dijo a Clarín que la reforma “se va a implementar igual”, mientras que el Gobierno porteño convocaba a madres y padres a charlas informativas y a directivos a reuniones de trabajo.
La ciudad de Buenos Aires siempre fue un terreno hostil a las reformas: en los 90 fue el único distrito, junto con Neuquén, que resistió la aplicación de la Ley Federal de Educación del menemismo. “Acá no se implementó el polimodal pero tampoco hubo una modernización curricular, o la hubo por oleadas”, explica Marina Larrondo, doctora en Ciencias Sociales, que lleva años estudiando los movimientos estudiantiles y las políticas educativas. “Hay una mezcla que va de escuelas que tienen programas nuevos a escuelas donde todavía está el programa del bachillerato de Bartolomé Mitre.”
El movimiento estudiantil se le plantó al Gobierno porteño varias veces en los últimos años, con reclamos asociados al estado de abandono de los edificios, los cambios de planes de estudio, etc. Las tomas no son una novedad ni un invento de los estudiantes de la ciudad: Larrondo recuerda una película de 1972 con Luis Sandrini, El profesor tirabombas, en el que un jovencísimo Oscar Martínez era parte de una huelga estudiantil que terminaba con el colegio tomado. Lo que es nuevo en estas tomas, sugiere, es cierto contenido ritual. “Se reitera la toma como una legitimación de liderazgos de los pibes y como una experiencia más de la escuela. Lo inédito es el apoyo de los padres, algo que no había ocurrido en 30 años de democracia.”
Esta vez, el principal reclamo era contra las pasantías y la virtual disolución del espacio de cursada del último año. Larrondo cree que el problema no son las pasantías en sí, sino que se hayan planteado como obligatorias, aunque desde el Ministerio luego relativizaron la obligatoriedad. Tampoco cree que sean el único modo de adquirir competencias para el trabajo. “Las escuelas de elite tienen el doble de horas de clase. Los que reciben una mejor educación están más horas en la escuela, no menos. Tienen idioma, deporte, arte y también programas donde trabajan o simulan que trabajan. En todas esas instancias se ponen en juego competencias laborales. Una pasantía bien hecha, siempre que sea optativa, puede servir y a los chicos les puede resultar interesante, pero no podés obligarlos a salir de la escuela para aprobar su último año. No podés obligarlos a que trabajen, sobre todo porque muchos ya son trabajadores.”
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