La escritora habla del año más agitado de su carrera y de su fanatismo por Bruce Springsteen y Nick Cave
Sentada en el sillón de su casa en Parque Chacabuco, con su gata Emily cerca, Mariana Enriquez pasa lista a los acontecimientos que marcaron el año más agitado de su carrera literaria. Publicó Este es el mar, una nouvelle en la que su erudición en materia de rock, acumulada en décadas de fan y periodista (dos categorías que en su caso no se excluyen), se conjuga con el género fantástico. El libro -incluido en los 10 mejores de 2017, según Rolling Stone- cuenta la historia de Helena y de las Luminosas, suertes de hadas que convierten en leyendas a músicos elegidos. Por otro lado, Anagrama reeditó Los peligros de fumar en la cama, libro de cuentos que se había publicado hace ocho años, lo que avivó la circulación de estas historias de terror breves e inmensas. Las cosas que perdimos en el fuego, su colección de cuentos más reciente, se sigue traduciendo –hasta hoy, a 22 idiomas– y la llevó por el mundo. Durante 2017 viajó a París, Barcelona, Venecia, Bogotá, Nueva York, Lyon, Madrid, Gales, Montevideo, Lisboa, Londres y Edimburgo, donde participó de un intercambio entre escritores americanos y escoceses.
¿Se disfrutan esos viajes en la vida real?
Es raro, disfrutás y a la vez no, porque exigen preparación, exponer y hablar en otro idioma, esas cosas. Yo me escapo mucho, a veces hasta un poco irrespetuosamente, de la parte más institucional de los festivales y eventos. Cumplo con los compromisos hasta donde considero que está bueno y es necesario: voy a las mesas de mis amigos y a algunas otras que me interesen, hago lo mío y después trato de salir un poco a recorrer las ciudades. Porque la verdad es que la cuestión pública y social alrededor de la literatura me parece un poco ploma. Estoy en un momento de saturación de opiniones y de palabras, y no tengo ganas de escuchar tanto sobre nada.
En el medio salió Este es el mar. ¿Tenías una intención de reivindicar el lugar de las fans en el rock?
Totalmente. Pero primero apareció la idea: el Enjambre, las Luminosas, esos seres que se pueden rastrear desde la mitología griega hasta hoy, esa tradición de mujeres que acompañan a Baco, que matan a Orfeo –que es casi la primera estrella de rock–, las mujeres que se desmayaban en los conciertos de Liszt... Seres inspiradores y también un poco peligrosos. Me imaginé cómo van cambiando de forma a lo largo de cada época, y pensé: ¿qué pasaría si las chicas de los conciertos de Elvis, de los Beatles, de los Stones, de Nirvana, de Zeppelin, de Manic Street Preachers, de los Strokes, siempre fueran las mismas, con diferentes looks según la época? Después, en una instancia posterior, con la escritura ya avanzada, me di cuenta por qué estaba escribiendo lo que estaba escribiendo. Pensé en la feminidad en el rock, y en que fue bastante borrada por el periodismo y la crítica, que siempre leyó las cosas desde un lugar más racional, más técnica, más de varón. Toda la parte narrativa, mitológica, estética, sentimental del rock, todo eso fue despreciado. Y es una pena: sin las chicas que gritaban por Elvis, Elvis no hubiera existido, porque no existe sin su movimiento de caderas y sin la provocación sexual.
“La feminidad en el rock fue borrada por el periodismo y la crítica.”
¿En qué medida el lugar de la fan del rock es también un lugar de creación?
Yo descreo por completo que el lugar de la mujer que acompaña e inspira no sea creativo. Anita Pallenberg les enseñó a vestirse a los Rolling Stones, ¿y hay alguien que todavía crea que no importa cómo se vestían, que daba igual si hubieran seguido usando esos trajecitos chotos en vez de convertirse en esas especies de faunos, de dioses paganos? Cobain sin Courtney Love también hubiera sido otro: esa masculinidad de un hombre sensible –feminista, si querés–, no termina de cerrar sin pensar en el amor que tenía por una mujer fuerte, drogona y power como Courtney. Helena, la protagonista de la novela, también responde a esa tradición: es una escritora, una creadora, ella es la responsable de escribirle el mito a James. Y es algo que las fans del rock vienen haciendo desde casi siempre. Bueno, ya no tanto, porque el rock ya no existe como lo conocimos.
¿No existe para vos o murió definitivamente?
Puede que sea una mezcla de las dos cosas. Obviamente, el rock está relacionado con una energía juvenil; cuanto más joven sos, más te rompen la cabeza ciertas cosas. Y después todo empieza a ser un poco redundante. Pero también es cierto que hay algo de la figura del rockstar tal como fue hasta los 90 que dejó de existir. Los rockeros de hoy ya no son esas figuras totalizadoras, porque ya no todos compartimos los canales por donde ocurre la masividad, todo se diversificó. Por otro lado, el rock dejó de ser la cultura juvenil hegemónica. El pop latino, el pop de chicas, el hip hop, hay un montón de otras expresiones que hoy son por lo menos igual de relevantes. Esa es la diferencia que también traté de captar en el libro, y por eso James es “la última gran leyenda del rock”.
¿Cuándo fue la última vez que te sentiste completamente fan?
La locura más grande como fan fue irme a Cuba a ver a Manic Street Preachers, la primera banda de rock que tocó en la isla autorizada por el régimen. Era 2001. 2001 en Argentina, imaginate: yo tenía unos pocos mangos y me gasté todo. Hoy, algo de eso me sigue pasando con ciertos artistas. Creo que mi último momento papelón fue cuando vino Springsteen. No grité tanto, eso ya no me pasa mucho, pero me compré la remera, me compré el vasito, y lloré, lloré bastante. Supongo que si Nick Cave viniera a tocar acá, sería igual: estaría en el horno, como una adolescente.
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