Zelig: la fábula del camaleónico personaje que obsesionó a Woody Allen pero fue ninguneada por Hollywood
A 40 años de su estreno, este falso documental representa una de las películas más valoradas por el director neoyorkino
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Si bien en los años 80 Woody Allen ya era un director consagrado, su obra estaba signada por ciertas tensiones internas y una clara resistencia a los encasillamientos. Primero había sido escritor de monólogos para las estrellas de la TV como Bob Hope, luego cómico del stand up neoyorkino, casi al mismo tiempo columnista en The New Yorker, y luego actor y guionista en éxitos de taquilla como ¿Qué pasa Pussycat? (1965), con un elenco de notables que incluía a Peter O’Toole y Romy Schneider. Y esas múltiples personalidades habían inspirado su comedia dentro y fuera de la pantalla, por ello sus primeras películas se apropiaron de su personaje neurótico y enclenque para hacerlo el epicentro de un cine que le debía mucho a la comedia muda y a la sátira de los géneros tradicionales. Robó, huyó y lo pescaron (1969) no fue solo su ópera prima como director, fue su primera incursión en el mockumentary antes siquiera de que ese término se pusiera de moda con el falso documental-rock This is Spinal Tap (1984) de Rob Reiner. Allen llevaba a la pantalla el cruce de lo improbable, el registro serio del documental y el periplo desgraciado de un aspirante a ladrón cuyo fracaso delictivo era una fuente inagotable de carcajadas.
Zelig sigificó el regreso a aquel espíritu con una clara madurez. Después de ese cine de los comienzos, nutrido de parodias y citas cinéfilas con películas como Bananas (1971) o La última noche de Boris Gruschenko (1975), Allen pasó a concebir un hito en la comedia como Annie Hall (1977), película que propició el renacimiento de la comedia romántica en los años 80. El judaísmo, el psicoanálisis y Marshall McLuhan eran los mojones de una historia de amor que cruzaba de Nueva York a Los Ángeles y sorteaba convivencia y separaciones como parte de una dinámica de conquista y pérdida.
Con Annie Hall llegó el éxito, los Oscars, y también la necesidad de explorar otras vertientes de su arte que emergían de su admiración por directores como Ingmar Bergman o Federico Fellini, y que dieron lugar a obras de cierto desconcierto entre sus admiradores y cierta sospecha de autoindulgencia entre sus críticos. Interiores (1978) y Recuerdos (1980) marcaron el final de los 70, un sacudón para aquella etiqueta de comediante y la urgencia de nuevos rumbos. Woody Allen se debía un balance temprano de su carrera: llegaba el cierre de su contrato con United Artists, estudio que le había dado libertad de acción y el control de su obra. La salida del productor Arthur Kim para fundar Orion Pictures hizo que lo siguiera con la misma promesa de autonomía en la producción y presupuestos ajustados para garantizar el éxito de la inversión.
Uno de los primeros proyectos que Allen tenía en la cabeza cuando llegó a Orion se había inspirado en una serie de especiales históricos presentados por su amigo Dick Cavett en la televisión. La estrategia de aquellos programas consistía en insertar la imagen del presentador en el material de archivo, convirtiéndolo en un narrador perspicaz de los grandes acontecimientos de la Historia. Zelig fue entonces un germen que debió demorarse para su concreción hasta tanto el proceso técnico se pudiera ajustar lo suficiente para que funcionara en el cine. Así, mientras esperaba que le presupuestaran la película, Allen ofreció al sello Orion Comedia sexual de una noche de verano (1982), una relectura de a comedia shakesperiana con cierta influencia de Sonrisas de una noche de verano (1955), uno de los primeros triunfos internacionales de Bergman, su sueco admirado. Ambientada a comienzos del siglo XX y con un juego de intercambio de parejas, suponía una ligera reflexión sobre el cortejo amoroso y la comedia del malentendido, tradición de aires franceses que había hecho célebre al comediógrafo Marivaux. “Pensé que resultaría divertido meter a varias personas en una casa de campo para celebrar el verano”, revelaba a Eric Lax en una de las entrevistas que dieron forma al libro Woody Allen: la biografía. Mientras tanto, Allen daba forma a ese guion tan anhelado: la historia de un hombre-camaleón.
Sin atributos
La premisa de Zelig tiene origen en la experiencia juvenil del propio Allen, en sus raíces judías y en la amenaza del antisemitismo que había sido una constante de su humor. Leonard Zelig es un hombre que anhela fundirse con la masa para escapar de la mirada que singulariza y excluye. “La referencia judía, en Woody Allen, nos remite a un estado más general del desheredado respecto del mundo”, señalaba entonces el crítico Jean-Michel Frodon. Y esa condición polimorfa de Zelig, que lo llevaba a convertirse en negro entre los negros, indio entre los indios, o incluso a asimilarse a las masas devotas de Adolf Hitler en pleno auge del nazismo, era una estrategia de supervivencia. “La verdadera razón por la que quería hacer la película -revelaba el director a Richard Schickel en Woody Allen por sí mismo- era mostrar a una persona que parecía tener el don de la ubicuidad, capaz de integrarse en cualquier grupo gracias a su necesidad permanente de agradar a los demás”.
El rodaje de Zelig fue breve y expeditivo, ya que la etapa más compleja de su confección consistía en la integración de la silueta de Leonard Zelig, interpretado por el propio Allen, en el material de archivo. Allen le reservó el papel del otro personaje importante de la historia, la psicóloga Eudora Fletcher -nombre inspirado en una de sus maestras de primaria-, a Mia Farrow, a quien ya había dirigido por primera vez en Comedia sexual de una noche de verano. La colaboración entre ambos fue esencial a lo largo de toda la década y concluyó a comienzos de los años 90 con la explosión del affaire Soon-Yi Previn y las denuncias de abuso sexual contra Allen.
Además de las escenas que incluían a Farrow como la profesional que intentaba dilucidar la patología del pobre hombre camaleón, el material producido para la película fueron varias entrevistas con personalidades de la cultura y la intelectualidad del momento, como Susan Sontag o Saul Bellow, que referían a la extraña condición del pobre Leonard. Ese material se filmó con cámaras, lentes y equipos de sonido de los años 20 para garantizar su integración al archivo histórico con el que contaban y se usó el color en esos fragmentos como parodia al estilo de la reciente Reds (1981), la película política de Warren Beatty (donde aparecía Diane Keaton, anterior estrella del cine de Allen).
El gran artífice de la estética de Zelig fue Gordon Willis, célebre director de fotografía de los años 70, con hitos en su haber como El padrino (1972) o Asesinos S.A.(1974), quien ya había trabajado con Allen en varias de sus películas desde Annie Hall. “Todos tuvimos que esforzarnos para que el metraje filmado pareciera un documental filmado en aquella época”, explicaba Allen en declaraciones a Schickel. “Desde el montajista Sandy Morse hasta Gordon Willis, todos trabajamos con ahínco para que el resultado fuera bueno, y aprendimos a hacerlo durante el proceso. A medida que avanzábamos me di cuenta de que no necesitaba la participación de actores sino que era mejor utilizar las imágenes de las personas reales”. Personalidades como Josephine Baker, Al Capone, Charlie Chaplin, F. Scott Fitzgerald, Charles Lindbergh y el Papa Pío XI aparecían interactuando con el desorientado Leonard Zelig, quien transitaba de una época a otra transformando su cuerpo y su pensamiento para pasar a integrarse al entorno. La leyenda del cine mudo, Lillian Gish, aparecía en una escena y lo retó reiteradamente a Willis por la baja intensidad de la iluminación. Mientras todo el equipo esperaba impaciente, la actriz le daba precisas instrucciones al director de fotografía sobre cómo volver a iluminar la escena. Finalmente Willis cumplió, pero la escena nunca llegó a la versión final de la película. “Hubo un punto en el que pensé que nunca íbamos a terminar, pensé que me iba a volver loco”, recordaba Willis. “Nunca me había esforzado tanto en hacer que algo difícil pareciera tan simple”.
Para la voz del narrador, inicialmente Allen eligió al actor y director inglés John Gielgud, quien llegó a grabar toda la voz en off de la película. Sin embargo, al oír la grabación, Allen consideró que sonaba demasiado solemne, quitando parte del gesto irónico que buscaba, y entonces decidió reemplazarlo por Patrick Horgan, también británico. Dick Hyman fue el compositor de las seis canciones originales para la película, todas con títulos alusivos a la condición camaleónica del personaje: “Ojos de reptil”, “Días de camaleón”, “Leonard, el lagarto”, “Haciéndose el camaleón”, “El concierto del hombre cambiante” y “Puedes ser seis personas, pero te amo”. Las referencias a la condición de “hombre sin atributos” quedaron establecidas en esa lógica de integración permanente que define al personaje, en tanto al silenciar cualquier distinción en virtud de la uniformidad es aceptado en todos los grupos. Hay allí una posición política que sostiene Allen, en referencia a cómo las doctrinas totalitarias apelan a individuos aterrorizados por ser identificados como amenaza. De hecho en la película, un miembro del Ku Klux Klan sentencia: “Un judío capaz de convertirse en negro o en indio es una triple amenaza”.
La ninguneada de la Academia
Mientras Allen concluía el montaje de Zelig, y afrontaba los desafíos de integrar los materiales producidos en épocas tan diferentes, completó otra de sus películas en blanco y negro para la Orion: Broadway Danny Rose, sobre sus años de comediante de stand up, estrenada finalmente en 1984. Los contratiempos que ocasionó el trabajo con el archivo llevaron a Allen y su equipo a solicitar la asistencia de técnicos especializados del laboratorio DuArt (emblema del revelado en los años 30), que por entonces estaban retirados de la profesión. Y para ajustar la apariencia añeja del material filmado, Gordon Willis llegó a sumergir los negativos en la ducha y a pisotearlos en el suelo para conseguir el deterioro necesario. Por ese monumental trabajo, el director de fotografía recibió su primera nominación a un premio de la Academia, que repetiría luego en los 90 por El padrino III, sin nunca conseguirlo (sí lo recibió por su trayectoria).
“¿Qué cabe decir de un sistema en el que un cineasta de la talla de Gordon Willis recibe a lo largo de su brillante carrera, reconocida en el mundo entero, una única nominación de segunda categoría por Zelig?”, se preguntaba Allen en ese momento, según cita su biógrafo Eric Lax. “Desde luego Zelig constituyó una hazaña técnica que le debe mucho a él, a los laboratorios y al montaje. Pero él ha realizado una fotografía soberbia en otras películas como El padrino o Manhattan y no recibió ninguna nominación. ¿Cómo se puede tener algún sentimiento positivo por la Academia, cómo se le puede conceder alguna credibilidad a todo ese montaje? Para mí es muy difícil aceptar mucho de lo que alaban y mucho de lo que ignoran”. Por entonces la relación de Allen con la industria de Hollywood y el establishment crítico de los Estados Unidos no era muy auspiciosa, siendo ya celebrado en Europa y siempre cuestionado en su propio país. Zelig recibió solo dos nominaciones a los Oscar, como mejor dirección de fotografía y como mejor vestuario, aunque no ganó ninguna de ellas.
La película se estrenó el 15 de julio de 1983 en la ciudad de Nueva York. Allen siempre la consideró, junto con La rosa púrpura del Cairo (1985), una de sus mejores películas. Entonces la maravilla técnica acaparó la atención, pero Zelig es una película que aboga por la tolerancia y la aceptación de la diferencia, al mismo tiempo que explora como ninguna otra la identidad judía del director. La condición mágica de Leonard Zelig, la dificultad de hallar mediante la ciencia el secreto de su perpetua transformación, revela que su mutación se origina en el territorio de las emociones. Por ello el amor de Eudora Fletcher lo rescata de la Alemania Nazi, de la errancia propia de los indeseados, pero también de su existencia tan solo como imagen. Zelig ha sido en su momento, y hoy lo sigue siendo, una mirada lúcida y divertida sobre la tentación de pertenecer para sentirse aceptado, para esquivar lo que distingue a los perseguidos y los inadaptados.
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