Con el humor y la elocuencia que convirtió en su marca de autor, el realizador, uno de los más extraordinarios creadores de nuestro tiempo, dialogó con LA NACION sobre su nuevo largometraje, el 50º en su filmografía, y de su visión actual del mundo, a pocos días de cumplir 89 años
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Primero un traspié en el cálculo horario y luego una serie de imprevisibles cuestiones tecnológicas se interponen, como enemigos de poca monta, en una charla largamente anhelada, que debe ser todo menos víctima de tales tropiezos. Hasta que, finalmente, del otro lado la imagen pixelada se aclara, y sobre ese sofá verde aterciopelado tan amplio que aparece en la pantalla, justo por delante de una biblioteca pulcra y bien nutrida, se adivina una figura y sí, no hay dudas: el hombre de contextura pequeña y gafas de pasta que mira fijo a la cámara de su computadora -como preguntándose “¿esto funciona?”- desde el living de un departamento en el Upper East Side neoyorquino es, inequívocamente, Woody Allen.
Por si fuera necesaria una excusa para conversar con uno de los creadores más extraordinarios de nuestro tiempo, un narrador de las relaciones posmodernas y uno de los grandes maestros contemporáneos de la comedia, aquí la hay; al menos al comienzo: el estreno en nuestro país -el jueves 14 de noviembre- de Golpe de suerte en París (Coup de Chance), el film con el que Allen llega a la marca de las 50 películas con su nombre y el primero realizado enteramente en un idioma que no es el suyo -y que, además, no domina-: el francés.
En la historia, que poco tiene de carta de amor a la Ciudad Luz y es, en cambio, una intriga emparentada con aquellos grandes films de su etapa más reflexiva, como Interiores o La otra mujer, y con los más ominosos Match Point y El sueño de Cassandra -aunque con menos hondura-, Allen vuelve a hacer eso que mejor sabe: reducir a añicos las fachadas de las “vidas perfectas” y los “matrimonios idílicos” para demostrar que todo, pero todo, puede cambiar en un segundo, por un encuentro fortuito, por un capricho del azar.
A sus casi 89 [los cumplirá el 30 de este mes], el director sigue siendo un agudo observador que habla a las claras de todo lo que le apasiona -el cine, el arte en general- y que también deja entrever, con la inteligencia que le es propia y que siempre demandó de su audiencia, sus pareceres sobre otras cuestiones que en los últimos tiempos le volvieron esquiva la simpatía de una buena porción de su público -especialmente en los Estados Unidos, donde no filma desde 2019 y donde difícilmente vuelva a hacerlo en el corto plazo-. Entonces asegura que en su lista de remordimientos hay, entre otras cosas, “algunas relaciones”, que la política le interesa como ciudadano pero no como artista (”eso hay que dejárselo a la gente de la TV”) y que “jamás se pregunta” si hoy en día podría hacer un film como Manhattan (1979), en el que el protagonista, un hombre de 42 años -Isaac Davis, interpretado por él mismo-, mantiene un romance con Tracy, una jovencita de 17.
Damas y caballeros, desde el sillón verde en un living de la ciudad que lo vio nacer: Woody Allen.
-Acaba de hacer una película enteramente en francés, pero no habla el idioma. ¿Fue un desafío, como director, con lo importante que son para sus personajes las sutilezas y los matices del lenguaje?
-No fue tan difícil como se pensaría. Muchos de los actores hablaban inglés, así que podía hablar con ellos en inglés, pero más allá de eso, uno se da cuenta de esas sutilezas. Yo escribí los diálogos, así que me daba cuenta si lo estaban actuando bien. No me resultó difícil. Si tenía que dirigirlos, porque es algo que hago lo menos posible, lo hacía en inglés: esta palabra un poquito más rápido, aquella frase más lenta... Y lo entendían. Pero si no comprendían el inglés, podíamos entendernos de todos modos. El lenguaje, en realidad, nunca es el problema.
-¿Y cuál es el problema?
-El real problema es hacer una buena película. Un buen guion, elegir las tomas correctas y hacer que todo tenga el sentido correcto. El desafío de otro idioma no es la gran cosa, es un pequeño detalle que no es, en realidad, un problema.
-Usted ha retratado el alma humana en innumerables films. Pero particularmente estos últimos -y ciertamente Golpe de suerte en París- son una suerte de reflexión, que no tienen principio ni final. Como una meditación sobre las tragedias cotidianas de los seres humanos. ¿Qué aprendió, en todos estos años de hacer películas, acerca del alma humana?
-Bueno, lo que aprendí es que vivimos en un universo muy desconcertante y cruel. Nuestros dilemas en la vida son muy difíciles, muy duros. Y la gente los hace aún más difíciles. Son hoy más difíciles que antes, incluso. Somos estos pequeños seres humanos en un universo vasto que no tiene el menor sentimiento por nosotros, ni el menor interés en nosotros… Y nosotros podríamos unirnos, si quisiéramos, e intentar hacer nuestras vidas lo más confortables y significativas posibles. Pero, básicamente, eso no ocurre entre la mayoría de las personas. La mayoría de la gente hace la existencia en este mundo peor de lo que ya era.
“No busco ofender a nadie, pero si para ser auténtico con la historia y con los personajes, si lo que estos hacen ofenden a alguien, bueno, no puedo evitarlo”
-Usted solía interpretar al tipo neurótico, a un obsesivo con todos los maravillosos condimentos y clichés. ¿Se da cuenta de que, finalmente, con 50 películas en su haber, se transformó para muchas generaciones de espectadores en el gran psicoanalista del cine?
-¡No, por favor! ¡Espero que no! (risas). Yo no soy tan neurótico en mi vida real… Los interpreto en la pantalla o hago films sobre ellos porque eso lleva al conflicto y especialmente al humor, la exageración de esos personajes tiene humor o puede volverse muy dramática también. Pero en la vida real vivo una vida no-neurótica. Tengo familia, vivo con mi mujer y mis hijas en casa. Me levanto y trabajo. Después practico un poco con mi clarinete, sigo mirando deportes en TV. Mi vida es muy mundana y muy poco interesante. Pero en todos estos años he sido productivo, entonces he hecho muchas películas, algunas obras de teatro, algunos libros. Mi neurosis no invade mi vida, mis relaciones, mi productividad… Soy un tipo normal, de clase media. Eso creo yo.
-En un mundo que parece tomar todo de manera literal, en el que muchas cosas no se pueden decir hoy en día, ¿es más difícil para usted hacer comedias? ¿Es siquiera posible?
-Todo eso no tiene consecuencias para mí. Yo jamás pienso en eso. Por supuesto, es posible que, en el curso de hacer una película emerja algo que pueda resultar ofensivo para alguien. Eso jamás está hecho a propósito. Pero, además, rara vez sucede. Y definitivamente no pienso en eso. Si creo que algo es bueno y apropiado, lo hago. No busco ofender a nadie, pero si para ser auténtico con la historia y con los personajes, si lo que estos hacen ofenden a alguien, bueno, no puedo evitarlo. He sido muy afortunado, porque he hecho 50 películas y nadie ha venido realmente a decirme: “Uh, esa broma, esa situación o ese personaje es ofensivo, y nos sentiríamos mejor si lo quitaras”.
-¿Pero usted cree que podría hacer hoy una película como Manhattan, por ejemplo?
-Jamás pienso en eso. Nunca se me ocurre. Hay tantos problemas reales a la hora de hacer una película: estructurales, de diálogo, de la motivación y la psicología de los personajes, que ni se me ocurre detenerme en eso. Me siento tan agradecido de que alguien lea el guion de mi película y de que filme, que eso es en todo lo que pienso.
Placeres culposos
Además de la literalidad y la corrección política como adversarios del humor -cuestiones que claramente el director elige erradicar de su cosmovisión-, hay otro signo de los tiempos contra el que Allen batalla más explícitamente, al menos desde su obra: la antipatía por el pasado. Así, en sus films sigue contando historias y creando personajes (del guitarrista de jazz fascinado con Django Reinhardt que tan bien encarnó Sean Penn en Dulce y melancólico al inolvidable Gil Pender de Owen Wilson en Medianoche en París, entre tantísimos) que se nutren de la magia del ayer, como avanzando a tientas de la mano de la melancolía. “Debo reconocer que la nostalgia es muy seductora y agradable”, asiente, “pero te atrapa. Yo sé que no podés quedarte estancado pensando en lo hermoso que fue; qué maravillosa era la música, qué linda era la vida... Porque es una trampa. Sin embargo, es una trampa muy placentera y es muy difícil de evitar. El mundo real es muy terrible, pero en las películas podés crear otra cosa, no estás preso del presente, podés viajar en el tiempo, podés ir a otro país. Con las películas podés hacer cualquier cosa. Las películas son nuestra chance de crear sentimientos muy agradables, solo hay que ser cuidadoso, porque podés quedar fácilmente atrapado en los brazos de la nostalgia y no es fácil zafarse de ella. La nostalgia es un placer culposo”, asegura. “Casi tanto como comer helado”.
-Hablando de nostalgia, ¿qué cosas extraña en su vida cotidiana?
-Extraño tantas cosas, que podría hablar horas de eso. Extraño los tiempos en que tenía un cuerpo atlético y podía levantarme temprano y jugar al béisbol todo el día, desde las ocho de la mañana hasta el atardecer. Extraño mucho eso. También los barrios en los que crecí, donde había muchos, muchos cines, y yo podía caminar de una cuadra a la otra y a la otra, y elegir entre muchos films maravillosos que proyectaban, que eran apropiados para gente joven y eran un escapismo para tantos de nosotros. Extraño la música con la que crecí; no soy un gran fan de la música de hoy pero ciertamente extraño la de aquellos tiempos. Extraño poder comer y beber todo lo que se me antoja y después salir a jugar y a hacer deporte sin dudarlo siquiera un momento; extraño comer una pizza y un helado y estar dos minutos después en la segunda base, jugando béisbol. Extraño un millón de cosas, la mayoría son de mi niñez. Por supuesto, también hubo cosas horribles en mi infancia, como la escuela (ríe). Eso ciertamente no lo extraño… Pero hay tanto que sí extraño, y tengo el privilegio de poder recrearlo en las películas. Por eso, de nuevo, es un hermoso sentimiento poder actuar ese impulso nostálgico.
-Hoy su país amaneció con un nuevo presidente [esta entrevista se realizó el miércoles 6 de noviembre, mientras Kamala Harris reconocía su derrota ante Donald Trump]. ¿A usted le sigue importando la política? ¿Vota?
-Sí, sí. Mi mujer y yo nos levantamos muy temprano este martes, 5.45 de la mañana, para estar en nuestros centros de votación bien temprano, antes de que se llenaran de gente. Yo soy demócrata, siempre he sido un demócrata y voto como tal. A mí me interesa la política como ciudadano, pero no especialmente como artista. Nunca he hecho películas al respecto, ni he escrito libros ni historias. En el sentido creativo, no me interesa para la política. Eso hay que dejárselo a la gente de la TV, que hace las cosas de inmediato, mientras la cosa está hirviendo. Si pasa algo, hay alguna una crisis, pueden hasta hacer humor con eso esa misma noche y todo el mundo lo verá. Desde lo creativo, eso no es lo que me interesa. Pero como ciudadano, desde luego, tengo el interés normal en la política.
“Una máquina podrá escribir libros o hacer películas, pero no podrá jamás ponerle sentimiento. Me resulta inconcebible”
-En 1987, usted se presentó en el Senado norteamericano para pelear contra la coloración de las películas antiguas, y argumentó que había que defender la pureza de los films. Ahora tenemos la inteligencia artificial, que muchos creadores ven como una amenaza. ¿Qué piensa de eso? ¿Es un enemigo aún mayor de los que el cine enfrenta hasta ahora?
-Tengo sentimientos encontrados. En muchas películas, la inteligencia artificial es un milagro. Eso es genial. Pero a nivel creativo está el debate de hasta qué punto la IA puede crear algo tan significativo como puede hacerlo un ser humano; una obra, una película, un libro… Quizás llegue a eso, no lo sabemos. Pero ciertamente hoy no ocurre. No hay máquina alguna que pueda escribir algo desde cero sin la ayuda de un humano. Y no hay máquina que pueda escribir algo como Eugene O’Neill, o Tennessee Williams, o Dostoievksi. Es difícil de imaginar que algo que inicialmente salió de una fuente humana pueda, por sí solo, como máquina, generar el alma del arte, sin que un ser humano le infunda esa alma. Sin embargo, para otros campos, como la medicina, la IA es grandiosa y va a derivar en muchos logros grandiosos. Pero creo que no tiene nada que ver con el poeta, ni con el compositor, o el músico… Cuando alguien toca un instrumento, pone sentimiento. Una persona sopla un clarinete y suena maravilloso. Lo hace otra persona, y está bien, pero no hay genio en ello. Entonces, no puedo imaginar que una máquina logre eso. Una máquina podrá escribir libros o hacer películas, pero no podrá jamás ponerle sentimiento. Me resulta inconcebible.
-A los casi 89 años de vida, ¿tiene remordimientos? ¿De qué se lamenta?
-Tengo tantos remordimientos que estaríamos acá el día entero si comenzara con la lista… (risas). Tengo remordimientos profesionales, de familia, con mis relaciones, ¡hasta geográficos! (risas). Esto no quiere decir que no he sido feliz con muchas cosas en mi vida, porque también hay muchas cuestiones que no lamento. Pero ciertamente hay muchas, muchas, muchas que sí. Diría que una gran parte de ellas tienen que ver con lo profesional, con lo artístico. Pero también tengo muchas a nivel personal y romántico o amoroso. Tengo remordimientos de todo tipo. Hasta alimenticios (risas).
-La famosa línea en Casablanca dice: “Siempre tendremos París”. Usted ha vuelto a filmar a esa ciudad, que parece cobijarlo muy bien, y sigue filmando en Europa. La pregunta es: ¿siempre tendremos Nueva York, Sr. Allen?
-Sí. Ahora mismo, Nueva York está pasando por un mal momento, pero me resulta imposible imaginar que Nueva York, tal como Buenos Aires, o Roma, o París, no estarán por siempre. Aún cuando este sea un momento difícil, Nueva York es demasiado imponente como cultura, como ciudad, como locación emblemática. No puede desaparecer. Por eso, sí, como en la película: siempre tendremos Nueva York.
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