Volvió el mejor Altman
"Gosford Park, crimen a la medianoche" ("Gosford Park", EE.UU./2001, color). Presentada por Distribution Company. Dirección: Robert Altman. Con Michael Gambon, Kristin Scott Thomas, Maggie Smith, Helen Mirren, Emily Watson, Charles Dance, Alan Bates, Derek Jacobi, Jeremy Northam, Bob Balaban, Kelly MacDonald, Eileen Atkins, Clive Owen, Ryan Philippe, Stephen Fry, Richard E. Grant, Camila Rutherford. Guión: Julian Fellowes, sobre una idea de Robert Altman y Bob Balaban. Fotografía: Andrew Dunn. Música: Patrick Doyle. Diseño de producción: Stephen Altman. Edición: Tim Squyres. Duración: 137 minutos.
Nuestra opinión: muy bueno.
Como siempre, conviene no dejarse llevar por las primeras impresiones. ¿Qué hace Robert Altman en el territorio de Merchant-Ivory?, podría preguntarse el espectador al principio, cuando comprende que está entre aristócratas ingleses de los años 30 y que hay a la vista una cacería en Gosford Park, la suntuosa y muy británica propiedad de un caballero con más fortuna que linaje.
Tampoco es aconsejable trazar paralelos inmediatos con las intrigas detectivescas a lo Agatha Christie por más que desde el comienzo asomen por ahí intrigantes frasquitos con la palabra "veneno" escrita en la etiqueta ni porque se vea venir con el avance de las acciones que en algún momento alguien va a terminar asesinando al personaje que -por acción o por omisión- ha hecho más "méritos" para merecerlo.
Podrá haber coincidencias o proximidades, pero la mirada y la intención son bien diferentes. Aunque registra peculiaridades, estilos y comportamientos de la aristocracia inglesa, Altman no se propone el retrato nostálgico, refinado y un poco crítico de una clase social, sino el examen de las relaciones entre dos mundos -el de los señores y el de los criados-, seguramente en busca de resonancias que juzga bien actuales aunque no abunden ya los mayordomos ni las gobernantas. También en este caso es aconsejable obviar las interpretaciones literales. En cuanto al clásico esquema del misterioso homicidio en torno del cual gira una ronda de posibles responsables es, en todo caso, secundario, y hasta podría estimárselo prescindible salvo que se lo acepte como recurso dramático para fortalecer la línea narrativa o como pretexto para que Altman se ría un poco de ciertos clisés del género. Al veterano cineasta le gusta decir que en este film se cruzan el ácido retrato social de Jean Renoir ("La regla del juego") con los diez indiecitos de la creadora de Poirot. Habría que añadir también algo de su "Nashville" (o de "Una boda", o de "Ciudad de ángeles"), porque aquí vuelve a mostrar su admirable maestría para superponer y concertar historias, tramas y personajes diversos sin descuidar la precisión de los retratos ni la continuidad de los acontecimientos.
Sarcasmo y sutileza
Quizá menos despiadado que otras veces, pero siempre corrosivo y probablemente más sutil, Altman sabe descubrir la interioridad de sus criaturas en su apariencia o en sus actitudes. Así, en el desfile de los numerosos personajes -vertiginoso al principio y siempre tan múltiple en sus ángulos de observación que conviene seguirlo con mucha atención y hasta justifica una segunda visión del film- no se desatiende a ninguno. Con lo que por un lado queda demostrado que la nitidez del dibujo de un personaje nada tiene que ver con el tiempo que se le concede en pantalla y, por otro, explica por qué razón tantos grandes actores se desviven por trabajar con Altman.
Aquí se trata de un seleccionado de grandes figuras del cine británico, entre los que apenas se hacen un lugar Bob Balaban y Ryan Philippe como un productor norteamericano de cine y su valet, respectivamente. Este toque de Hollywood -explicado mediante la introducción de un personaje real, Ivor Novello (Jeremy Northam), galán-cantor de moda en aquel tiempo y vinculado a la familia de los anfitriones- le sirve al director para contar con un punto de vista cultural bien ajeno a la encopetada tradición británica y para lanzar sus acostumbrados dardos irónicos a la meca del cine.
Importa, se ha dicho, el entramado del vínculo entre amos y servidumbre, pero los ojos y los oídos son siempre los de los criados. Como reflejos distorsionados, ellos, que repiten en los ritos de su opaco mundo subterráneo los rangos de sus señores y hasta heredan transitoriamente sus apellidos, son los testigos, los que observan y participan subsidiariamente del fastuoso mundo de los de arriba y están al tanto de las mentiras, las especulaciones, las conveniencias y las traiciones que se cuecen entre ellos.
En el centro del selecto carrusel de codicia está, claro, sir William, el anfitrión, a quien casi todos desprecian y casi todos necesitan porque es el dueño del dinero y del poder. Sus cuñados lo acosan con propuestas de negocios inviables, su hermana (la impagable lady Constance de Maggie Smith) lo tolera por temor a perder su mensualidad, y a su esposa y a su hija tampoco parecen movilizarlas motivos más altruistas.
Escaleras abajo, también rigen las jerarquías, y no faltan las riñas internas: no por hacer suya la mirada de los servidores Altman los idealiza. Las lealtades cruzan a ratos las fronteras de clase, aunque nadie confunda los roles: "No es nadie", dicen la hija del dueño de casa y su amante-chantajista cuando advierten la presencia de un criado. Más tarde, la adusta ama de llaves (Helen Mirren, siempre admirable) declara en un tono entre altivo y amargo: "Soy la criada perfecta; no tengo vida".
Unos y otros suman varias docenas de personajes, de los que ya se sabe lo suficiente cuando se produce el asesinato; tanto como para conjeturar culpabilidades y motivaciones. Pero saldrá un poco decepcionado quien vaya a buscar aquí una intriga detectivesca, porque no es el nudo argumental lo que más interesa (ni lo que deja más materia de reflexión), sino el cuadro general: las pequeñas observaciones, los detalles reveladores en los que Altman ha puesto el ojo irónico para aproximarse al complejo entramado del orden social y para curiosear cómo cada uno intenta a su manera hacerse un sitio en esa trama.
No hace falta decir, por tratarse de un film suyo, que el humor abunda en sarcasmos; que la textura sonora (con su superposición de diálogos improvisados) es decisiva para dotar de verdad a la representación; que la orquestación de la multiplicidad de elementos deslumbra por su fluidez (más allá de algún desnivel entre la primera parte y la segunda, en la que cierto desvío melodramático parece estar de más), y que el elenco entero es como uno de esos organismos sinfónicos de precisión en los que jamás distrae una nota falsa.
Tampoco hace falta subrayar lo reconfortante que resulta comprobar que a estas alturas de su vida -acaba de cumplir 77- Altman conserva intacta su mordacidad, a la que los años han sumado cierta dosis de sabia, humana conmiseración.
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