Vladimir es una propuesta errática sobre la contracara de la explosión creativa
El thriller psicológico de Martín Riwnyj llega este jueves a las salas con una sólida actuación de Daniel Aráoz
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Vladimir (Argentina/2023). Dirección y guion: Martín Riwnyj. Fotografía: Joaquín Silvatici. Edición: Leo López, Esteban Rivero. Música: Pablo Trilnik, Eduardo Gómez Bidondo. Elenco: Daniel Aráoz, Carlos Belloso, Marcelo Melingo, Germán Baudino, María Eugenia Rigon, Mimí Ardú, Mariela Pizzo. Distribuidora: Batata Films. Duración: 72 minutos. Nuestra opinión: regular.
Vladimir, el nuevo largometraje del realizador y artista plástico Martín Riwnyj, muestra cómo la tragedia funciona muchas veces como motor para la catarsis creativa en un período de estancamiento. El personaje del título que interpreta Daniel Aráoz es un pintor sumido en un estado de confusión y angustia cuando muere Raulito (Enrique Dumont), su mejor amigo, pérdida con la que lidia sin la capacidad de encontrar los recursos adecuados.
“Atrás queda todo y nada a la vez”, proclama en un tramo del film, como manera de graficar otra de las narrativas: cuando estamos en el caos, no hay disfrute de los instantes escurridizos y mucho menos consciencia de su naturaleza efímera. La idea que plantea Riwnji -también guionista del largometraje- resulta inicialmente atractiva. El cineasta no solo se adentra en el mundo del arte con una mirada asertiva sobre los tormentos que sobrevuelan el momento en el que se pone el pincel sobre el lienzo, sino que también lo hace a través de un personaje cuya metamorfosis está signada por el pavor al fin de una era.
Al comienzo del film, Vladimir es un individuo que goza de una vida en compañía de su mejor amigo, de las palmadas en la espalda, de esa falsa sensación de éxito perpetuo. Todo se quiebra cuando la muerte se le presenta como una alarma que lo empuja a replantearse el sentido de su cotidianidad y, en gran medida, de su vocación. En esas secuencias, Vladimir esgrime una historia de transformación atractiva, sobre todo cuando su protagonista se vuelca a la creación para poder expulsar miedos y ansiedades.
Sin embargo, la película empieza a correrse de su eje con la entrada de una figura femenina, un misterio que lo circunda y una pretensión de erigirse como un thriller psicológico –género que ni domina ni reconvierte– ya que nunca llega a adentrarse en sus pormenores. Por el contrario, la artificialidad de los diálogos y de ciertas interpretaciones la llevan a un terreno más experimental, con secuencias inconexas y algo solemnes, sin un hilo conductor que le de forma a ese viaje del protagonista al centro de las tinieblas.
Cuando la película funciona, es gracias a Daniel Aráoz, quien tiene en sus manos la difícil tarea de transmitir la desesperanza de su personaje y, al mismo tiempo, la ferocidad con la que se entrega al arte, con el corazón en la mano, ávido por encontrar consuelo en el dolor (en este punto, hay un coqueteo con la comedia negra no del todo logrado). De haberse centrado más en el resultado de los impulsos creativos de Vladimir, el largometraje hubiese hallado un terreno firme para cerrar los diferentes conceptos que va arrojando a lo largo de la historia (entre ellos, la violencia subrepticia, el poder que brinda el autodescubrimiento en pleno desamparo), pero en muchas ocasiones algunos caprichos visuales le ganan la pulseada a lo que era un punto de partida interesante sobre el hombre, la obra y la inspiración detrás de esta.
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