Se podría decir que el destino de una obra maestra está marcado de antemano. Lo prueba la historia de Pacto de sangre , la extraordinaria película de Billy Wilder estrenada hace exactamente setenta y cinco años y basada en una historia que Charles Brackett, un colaborador habitual del director, había calificado lisa y llanamente como "repugnante". Ese encendido desdén empujó a Joseph Sistrom, reputado productor de la Paramount, a convocar a Raymond Chandler, un escritor que tenía en ese entonces 54 años y recién había publicado su primera novela (The Big Sleep) a los 51. El apresurado (y a todas luces fallido) diagnóstico de Brackett terminó por allanarle el camino a un colega con menos experiencia en guiones cinematográficos que también despreciaba a James Cain, el autor del relato en ocho entregas publicado por la revista Liberty en el que se basó la película: "Es casi pornográfico", dijo alguna vez de ese novelista, hoy célebre, que ya había probado su eficacia con El cartero siempre llama dos veces, una historia cuyo atractivo para el mundo del cine quedó patentado en tres películas, las que dirigieron con ese mismo título Tay Garnett en 1945 y Bob Rafelson en 1980; y la magnífica Obsesión (1942), de Luchino Visconti.
La trama argumental de Pacto de sangre (Double Indemnity en el original) es simple: una mujer fuerte y atractiva seduce a un agente de seguros y juntos deciden matar al marido de ella para cobrar la doble indemnización del título en inglés. Todo lo que fue determinante para la película pasó en la etapa previa al rodaje, cuando dos personalidades completamente diferentes, la del director y la del guionista, se cruzaron y se sacaron chispas. El resultado de ese choque de fuerzas creativas fue, sin dudas, encomiable. Para filmar este largometraje que Woody Allen señaló como "el mejor que se haya hecho jamás", Wilder debió enfrentarse con el restrictivo código Hays, creado por la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos (MPAA) para determinar si un film era considerado "moralmente aceptable". Se le exigía, entre otras cosas, un final ejemplar para los dos protagonistas involucrados en el crimen. Y el director efectivamente filmó la ejecución del personaje de Fred MacMurray en la cámara de gas. Pero luego decidió eliminarla del montaje final, a pesar de que la productora había invertido una buena suma para recrear la sala donde los testigos presenciaban la agonía y muerte de Walter Neff. Se dice, incluso, que gente de la Paramount había viajado a San Quintín para conocer de primera mano el diseño de la cámara donde se ejecutaba a los reclusos (condenados mayormente a morir por asfixia).
Una relación tormentosa
Antiguo gigoló judío de origen austríaco, Wilder había empezado su carrera como guionista en Berlín. Luego de huir del nazismo colaboró en el guión de Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch, y pronto sumó su nombre al de otros tantos inmigrantes que escribieron la historia grande del cine negro: Fritz Lang, Michael Curtiz, Robert Siodmak, Otto Preminger, Jacques Torneur... Igual que todos ellos, Wilder valoraba especialmente la libertad y la falta de pretensiones de los estadounidenses, pero detestaba su culto por el dinero, algo que se ocupó de reflejar más de una vez en su filmografía.
Pacto de sangre aborda ese sentimiento de alienación a partir de la creación de un ambiente oscuro, ambiguo, cargado de personajes cegados por una ambición que los conduce casi siempre al abismo. Para los protagonistas, la decisión de ser las caras visibles de un relato tan lúgubre no fue fácil de tomar. MacMurray supo de entrada el salto al vacío que representaba pasar de los habituales jóvenes amables, activos y bonachones en mangas de camisa con los que había pisado en firme en Hollywood a ponerle el cuerpo a ese hombre patológicamente obsesionado por una mujer y una suma de dinero. Lo mismo le ocurrió a Barbara Stanwyck, aun cuando tenía todo para el papel que le tocó: encanto, erotismo, misterio, personalidad. No fue fácil convencerla -pensaba que interpretar a una asesina podía arruinar su carrera-, pero terminó por adueñarse completamente del rol de la perversa Phyllis Dietrichson, femme fatal categórica y ejemplo acabado de la moldura clásica de los personajes femeninos del noir. Como Lauren Bacall en El sueño eterno o Ava Gardner en Los asesinos, Stanwyck consiguió delinear muy bien a ese tipo de mujer resuelta y dominante que había nacido en la ficción a partir del proceso de emancipación femenino de posguerra.
Más allá de la brillante performance de la actriz, las notables líneas de diálogo ideadas por Chandler fueron fundamentales para fortalecer la película. Es probable que la inspiración del escritor haya levantado vuelo después de la conclusión inesperada de una negociación salarial a la que había llegado con pocas exigencias: en su primera reunión con los directivos de la Paramount, Chandler abrió el juego pidiendo 1.000 dólares. Le contestaron que le darián 750 y él replicó enojado que no movería un solo dedo por menos de lo que había solicitado. Hasta que se enteró que le hablaban de 750 por semana y que el trabajo de escritura duraría por lo menos tres meses. Su trabajo, en todo caso, fue decisivo: toda la película está puntuada por el relato en off de de la voz de Neff (MacMurray), cuyos comentarios tienen el mismo tono seco, persimista y sarcástico que caracterizan a los monólogos del detective Philip Marlowe de los policiales de Chandler.
El ritmo acelerado de los punzantes diálogos entre los dos protagonistas, en cambio, es una marca registrada de Wilder. Es el complemento virtuoso de esas dos vertientes el que de algún modo apuntala el poderío y la solidez de Pacto de sangre, apoyados en un trabajo en equipo que, sin embargo, fue complicadísimo en los hechos. Chandler planteó una serie de requisitos para avanzar con el trabajo que le hubieran puesto los pelos de punta hasta al interlocutor más paciente: no quería que Wilder abriera puertas o ventanas del lugar que compartían para trabajar sin pedirle permiso, prefería evitar meticulosamente las interrupciones -incluso para ir al baño-, exigía que el director no usara sombreros ni mucho menos gorras de béisbol y no permitía que hubiera ni una gota de alcohol cerca, dado que seguía a pies juntillas las restricciones que le habían recomendado en Alcohólicos Anónimos.
Pero su impecable criterio para llevar adelante algunos cambios importantes respecto de la historia original de Cain fue clave para que la película funcionara como una máquina muy aceitada. Empezando por el uso de la voz en off como equivalente de la prosa en primera persona, siguiendo por la utilización de extensos flashbacks organizados alrededor del personaje de Stanwyck y rematando con el sagaz reemplazo de un suicidio en alta mar de la pareja protagónica por un final menos efectista y más amargo.
Wilder también dio en el clavo imponiendo un tipo de actuación naturalista pero sugestiva y eligiendo un estilo visual muy sofisticado que Joseph F. Seitz tradujo con talento e imaginación en una fotografía en blanco y negro llena de matices. También colaboraron los decorados que creó Hal Pereira: las oficinas de la compañía de seguros Pacific All-Risk, hechas a imagen y semejanza de las de la central de la Paramount Pictures en Nueva York, y el supermercado en el que tiene lugar una escena muy famosa, construido con el modelo de una conocida tienda de Hollywood, el Jerry's Market de Melrose (una curiosidad: los productos que aparecen en ese supermercado ficticio eran reales; como se rodó en época de racionamiento, hubo que contratar a vigilantes de seguridad para que evitaran los robos).
Con el experimentado Edward G. Robinson como tercera pata de un elenco mínimo pero explosivo, Pacto de sangre deslumbró a la crítica de la época, especialmente a la francesa, que destacó su tono fatalista y la sensación de malestar que atravesaba la película, generó descendencia -la más evidente, Body Heat (1981), de Lawrence Kasdan- y demostró taxativamente que una buena intriga quizás dependa menos del final que de un buen desarrollo. Después de verla, nada menos que Alfred Hitchcock declaró que las dos palabras más importantes del cine eran, a partir de ese momento, "Billy" y "Wilder".
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