Nadie mejor que la “esfinge sueca” -enigmática, inalcanzable- para conferir dignidad y androginia de alto vuelo a una monarca singular, que vestía como un hombre y no obedecía ni reglas ni convenciones; los entretelones de La reina Cristina, una joya del cine clásico, a casi 90 años de su estreno
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La figura galopa velozmente hasta llegar a un castillo y, con total desenvoltura, se baja del caballo y corre con premura, ladeada por dos perros gran daneses de gran tamaño. Su cara esquiva las miradas, velada por un sombrero -y por la pícara posición de la cámara-, pero por su aspecto conjeturamos que se trata de un avezado jinete varón. La historia de esta película, después de todo, transcurre en el siglo XVII, años en los que las señoras y señoritas de la aristocracia estaban confinadas a la falda, y si montaban, lo hacían “a la amazona”, sentadas de lado. Pero la suposición, descubriremos en unos segundos, resulta un error inducido por el director Rouben Mamoulian, que así siembra la primera semilla de la ambigüedad que irradiará su protagonista a lo largo de la trama. No, el hábil caballero no es tal: se nos revela ¡por fin! en un níveo rostro de “belleza existencial”.
Cualquier antología de películas de temática sáfica revelará que, durante buena parte del siglo XX, el lesbianismo estuvo fuera de consideración para Hollywood. Aún así, existieron contadas excepciones que lograron colar el tópico tempranamente, de manera soslayada, sorteando la censura. Una de ellas, de las primeras en esa industria, fue La reina Cristina, producción que está cumpliendo nueve décadas en estos días. Dirigida por un consistente artesano del séptimo arte, Rouben Mamoulian, cuenta con la gran Greta Garbo como protagonista, dueña de una belleza misteriosa capaz de encender las más locas pasiones, y que privadamente incursionó en todos los frentes amatorios (ya ampliaremos).
Cabe recordar que, a diferencia de lo que ocurrió con otras estrellas del cine mudo, la llegada del sonoro magnificó la fama de la “esfinge sueca”, como le decían a esta nórdica de orígenes humildes, hija de padres campesinos, que había sido descubierta en Estocolmo por el director Mauritz Stiller, su mentor y pareja por un tiempo. Fue él quien la llevó a Estados Unidos, donde Greta devino inmensa estrella. Y cosa increíble para la época: lo hizo sin dejarse domesticar por los estudios. De hecho, para garantizar su permanencia, los popes de Metro Goldwyn Mayer accedieron -a regañadientes- a un contrato inusualmente favorable para la actriz, donde no solo le otorgaban un salario altísimo sino, además, control sobre su propia carrera.
A cambio de exclusividad, la regia, recia Greta podía escoger sus directores, su equipo de producción y sus papeles, inclinándose por roles de mujeres fuertes, decididas, atormentadas: Mata Hari, Ana Karenina, Margarita Gautier, la propia reina Cristina. Por contrato, también le estaba permitido tomarse prolongados descansos entre los rodajes, y ahorrarse el calvario de las agotadoras promociones, asunto especialmente importante para ella, tímida y huidiza diva que pasaba olímpicamente de firmar autógrafos, responder cartas de seguidores, dar entrevistas. Devotos fans se tomaron el trabajo de sumar cuántas dio a lo largo de su vida: 14 en total, contabilizan en una web dedicada a honrar la memoria GG, “aunque solo 11 estén corroboradas”.
Cristina de Suecia: una biografía condensada
Durante el rodaje de La reina Cristina, entonces, la divina Garbo ya estaba cómodamente instalada en el Olimpo del cine, y se atrevió con un personaje osado, que le calzaba como guante de seda. Nadie mejor que ella -enigmática, inalcanzable- para conferir dignidad monárquica y androginia de alto vuelo a una soberana realmente singular, que vestía como un hombre y no obedecía ni reglas ni convenciones. O sea, Cristina de Suecia, que efectivamente existió en el plano terrenal, en el siglo XVII.
Según cuenta la historia, el padre de tan noble dama, Gustavo II Adolfo de Suecia, murió en batalla durante la Guerra de los Treinta Años, uno de los conflictos más devastadores que sufrió Europa. Por su condición de hija única, Cristina fue proclamada reina cuando todavía era una niña, a los seis años. O acaso debiéramos decir “rey” para no contradecir la expresa voluntad de la soberana, que mantuvo el título en masculino mientras estuvo en funciones. Un detalle extravagante no ha pasado inadvertido entre quienes la definen como “una mujer dotada de alma masculina” por sus aficiones varoniles, abiertamente a contramano de las convenciones de su tiempo: divertirse con el estrépito de los cañones; usar pantalones; montar a caballo como un hombre y no “a la amazona”, es decir, sentada de lado; maldecir a los gritos; derribar jabalíes al galope.
Muy lista y aplicada, a Cristina la tenía sin cuidado que la acusaran de poco coqueta, de falta de femineidad. Más bien le preocupaba estudiar de sol a sol filosofía, matemáticas, artes, geografía, lenguas extrajeras. Dedicación que rindió frutos: la reina resultó ser una excelente diplomática. Pero abdicó a los 27, en 1654, harta de las intrigas palaciegas y del constante cotilleo en torno a su vida privada. Sucede que, aunque candidatos no le faltaban, su transgresora majestad se negaba rotundamente a casarse para asegurar un sucesor al trono. Supuestamente, por sus preferencias sentimentales: si bien la historia oficial la declara célibe, se habría enredado íntimamente con varias doncellas de la corte, profesando especial devoción por la bella condesa Ebba Sparre, amiga y confidente con la que siguió intercambiándose cartas apasionadas tras renunciar a su posición, girar por las Europas, instalarse definitivamente en Roma.
Una versión hollywoodense
De más está decir que la Metro-Goldwyn-Mayer de los años 30 del siglo pasado no tenía la menor intención de ofrecer como protagonista fílmica a una reina lesbiana. De eso no se hablaba en el cine y, por su parte, el león autócrata del estudio, Louis B. Mayer, parecía ser bastante alérgico a cualquier forma de disidencia. De allí que Mamoulian y compañía apelaran a la astucia para envolver en ambigüedad a la soberana, plantando sutiles pistas a lo largo de la película. Bueno, sutiles en su mayoría...
En una de las escenas más comentadas de este film, la condesa Ebba Sparre (interpretada por la actriz Elizabeth Young) visita los aposentos de la reina, que la recibe encantada y, con total naturalidad, le da un dulce beso en la boca. Acto seguido, en un ataque de celos, Ebba le recrimina que le dedique tan poco tiempo, y la monarca le promete una escapada de tres días -con sus noches- ni bien liquide ciertos asuntos de estado. Más adelante, sin embargo, la joven traiciona los amorosos sentimientos de Cristina: en los pasillos del palacio, le confiesa a un pretendiente que la reina es una pesada, demasiado absorbente.
La soberana escucha de refilón las desagradables palabras de la condesa y, tras confrontarla, huye al trote para calmar su cuore partido. Una tormenta de nieve la obliga a buscar refugio en una posada, donde la confunden con un muchacho y termina compartiendo habitación con otro viajero en apuros. El hombre en cuestión es Don Antonio de la Prada (John Gilbert), embajador hispánico no del todo espabilado: recién descubre que ella es mujer cuando se quita los pantalones para irse a la cama. El flechazo es obvio e instantáneo: ambos dan curso a la pasión, tienen su noche de ensueño. Y a la mañana siguiente, vemos a Cristina pasearse por el cuarto acariciando el aparador campestre, abrazando el dosel de la cama. “¿Qué haces?”, le pregunta él. Y ella, sabiendo que no podrá continuar el affaire, le responde que está “memorizándolo todo”. Quiere retener esos instantes fugaces de inesperada dicha.
Para la crítica cinematográfica, se trata de uno de los momentos más conmovedores de Garbo en pantalla grande. Para los historiadores, una licencia artística demasiado hollywoodense; una de las tantas que se toma esta cinta al narrar los últimos años de Cristina en el arriesgado ejercicio del poder, cuando intenta llevar la paz a un país desagarrado por la guerra.
Este film se rodó en poco más de dos meses. En la marquesina, un apellido a secas: Garbo, ya en la cúspide del estrellato. Solo el año previo había estrenado Gran hotel, de Edmund Goulding, y Mata Hari y Como tú me deseas, ambas de George Fitzmaurice. La película quedaría como uno de los inolvidables trabajos de la legendaria Divina, ícono irresistible para las plateas masculina y femenina que se rendían -cada vez- frente a la contenida perfección de sus interpretaciones y a su belleza clásica y altiva.
En la variedad está el gusto de la diva
Como quedó dicho, Hollywood mantuvo la homosexualidad femenina en el closet durante largas décadas: ese tabú comenzó a superarse en la industria después de mediados del siglo XX. Pero sí hubo raros casos de producciones que dieron la nota sáfica sin alardes, de manera tangencial, dejando su impronta. Por caso, la célebre Marruecos (1930), de Josef von Sternberg, donde la incorregible Marlene Dietrich -vestida de frac- le estampaba un beso a una mujer en un bar, buscando despertar los celos del apolíneo Gary Cooper. Esta actriz y cantante, como es sabido, también se divertía jugando con la ambivalencia en su vida personal. En ese afán alegre y desprejuiciado, sin etiquetas, habría tenido a la propia Garbo entre sus sábanas, según trascendió cuando empezaron a destaparse secretos de alcoba hollywoodenses. Que también pusieron al descubiertos los variados, aunque más discretos, intereses sexuales de Garbo.
Porque a pesar del hermetismo que la nórdica mantenía en torno a su vida personal, la lista de romances y affaires que se le endilga actualmente a Greta es extensa y diversificada, producto -en algunos casos- de especulaciones. En esa nómina aparecen nombres como Louise Brooks, Josephine Baker, Orson Wells, Tallulah Bankhead, el director de orquesta Leopold Stokowski. También una actriz sueca llamada Mimi Pollak, presunta novia de juventud, que conoció en la escuela de teatro, con la que siguió en contacto por carta durante añares. Algunas de esas misivas han trascendido: “Tus palabras han despertando una tormenta de anhelo dentro de mí”, le escribe Greta a “Mimosa”, añadiendo que la vida lejos de ella “es lenta, aburrida, agotadora”.
GG dejó una marca duradera en su descubridor, Mauritz Stiller, que murió en noviembre de 28 abrazado a la imagen que el fotógrafo Arnold Genthe les tomó juntos a poco de llegar a Nueva York, según presenció y relató el cineasta Victor Sjöström. Su co-star en La reina Cristina, John Gilbert, fue otra de sus relaciones más públicas y afianzadas: el galán del mudo -que vio su apagarse lentamente su luz con la llegada del sonoro- continuó siendo amigo de Greta aún después de que ella casi lo plantara en el altar.
Así las cosas, no fue menos verdadero que nuestra estrella melancólica y reservada se recreó con la poeta y seductora serial Mercedes de Acosta, más conocida en los corrillos de la industria por sus historias con bellas actrices que por los méritos de sus versos. La donjuanesca Mercedes, que vestía en estricto blanco y negro, atrajo a Greta con sus aires de aristócrata, su conocimiento de religiones orientales y su talento para otros placeres no tan espirituales. Pero se volvió un tanto posesiva y Garbo, abrumada, cortó el amorío. Tampoco hay dudas sobre el apego especial de GG por Salka Viertel, actriz y escritora a la que impuso como guionista en muchas de sus películas; entre ellas, La reina Cristina.
Un equipo a su medida
Garbo -que tenía voz y voto en aspectos centrales de la producción- no solo le aseguró banca a Viertel sino que, además, eligió con acierto a Mamoulian para capitanear el film. Suya también la selección del director de fotografía, asegurándole el puesto a un colaborador habitual, William Daniels, que ya había probado iluminar sus facciones -y su espíritu- como nadie en cintas como La dama misteriosa (1928), Anna Christie (1930), Gran hotel (1932), entre otros títulos que la elevaron a la cumbre.
Además, por sugerencia de la propia diva, fue fichado un talentoso muchacho inglés, de porte elegante y excelente dicción, un tal Laurence Olivier, que no había conseguido aún dar el batacazo en Hollywood (después se desquitó haciendo el Heathcliff de la exitosa Cumbres Borrascosas). A pedido de Mamoulian, Greta hizo la salvedad de probar si había química frente a cámara. Para ensayar se eligió la escena más tierna del drama histórico; él llegó con ropajes de época; ella estaba en pijama. Se hizo un intento, y otro, y otro, pero no hubo caso: la pasión no surgía entre ellos.
A falta de chispas (salvo las de los cigarrillos de GG, que fumaba sin cesar), en un rapto de frustración, el director habría espetado: “Por el amor de Dios y de María santísima, ¿¡acaso no hay nadie que pueda hacer vibrar a esta mujer!?”. Frente a lo cual, alguien del equipo técnico ofreció tímidamente, en un susurro: “John Gilbert”. Actor en declive, sí, pero ex prometido de la diva, que de este modo devino el embajador español que le vuela -por una noche- la corona a la reina Cristina.
Al respecto: muchas décadas más tarde, un reportero quiso constatar con Olivier si era verdad aquel rumor de que lo habían despedido de La reina Cristina. Sin que se le cayeran los anillos, el ya consagrado brit, pese a su fama de soberbio, lo confirmó: “Simplemente no estuve a la altura. No fui lo suficientemente bueno para Garbo”.
Desapareció una noche…
Al igual que la monarca a la que le cedió para siempre su fotogénico rostro de fina osamenta, Greta Garbo ni tuvo hijos ni se casó. Como Cristina, también renunció a su puesto estelar en 1941. En el apogeo de la fama, se retiró voluntariamente del cine, sin fanfarria, y se negó siempre a las tentadoras y reiteradas ofertas posteriores de cineastas tan prestigiosos como Luchino Visconti. Tenía 36 años cuando decidió que ya había sido suficiente, cuando abandonó para siempre los espejismos de un Hollywood que cada vez soportaba menos. De hecho, cuando los sabios varones de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas -que jamás premiaron su arte- le ofrecieron la estatuilla honorífica, en 1955, Garbo ni se presentó a la gala para recibir este premio consuelo.
Ya estaba instalada en su apartamento de Nueva York, haciendo honor a aquella frase tan difundida que pronunció en personaje, en Gran hotel, donde la ficción parecía imitar a la realidad: “I wanna be alone” (“Quiero estar sola”). Hasta su muerte, en 1990, vivió sola en Manhattan, sin ostentación, austera, salvo por los Kandinsky y Renoir que colgaban de las paredes de su piso, con impresionante vista del tráfico marítimo del East River, que acaso le recordara a su Suecia natal. Lejos de apagarse su fama, esa forma de esfumarse completó su estatus de leyenda incombustible, destinada a ser perpetuamente redescubierta y admirada durante las siguientes décadas. ¡Larga vida tuvo la reina!
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