El caso de De repente, el último verano (1959) fue singular de principio a fin. Un guion ajeno para un director guionista con la trayectoria y el prestigio de Joseph L. Mankiewicz –y luego del éxito de La malvada (1950)-, la presencia de una estrella como Elizabeth Taylor , envuelta en rumores de adulterio y traición luego del casamiento con Eddie Fisher en pleno duelo por la muerte de su marido anterior; la conflictiva conducta de Montgomery Clift, signada por las secuelas de un terrible accidente automovilístico y las adicciones al alcohol y las drogas, y las demandas de una actriz como Katharine Hepburn , tironeada entre la enfermedad de Spencer Tracy que lo mantenía cautivo en Estados Unidos y la urgencia de un rodaje en Londres que la sumiría en una dolorosa separación.
De alguna manera, esos extraños contratiempos y la sensación de una subterránea maldición que marcaba a la película incluso antes de comenzar el rodaje, sintonizaban con la historia gótica de Tennessee Williams, ambientada en la Nueva Orleans de sus recuerdos, en ese fantasmal universo creativo que ya había impregnado a Hollywood.
La obra de teatro de un acto, que contenía en sus diálogos lo mejor del dramaturgo sureño -dicho con la justa modestia por el mismo autor-, se había estrenado en enero de 1958 e inmediatamente se había convertido en "la producción off-Broadway más comentada de la temporada", como señala Anne Edwards en su biografía sobre Katharine Hepburn. "La obra trataba de temas demasiado tabúes para el cine, como una relación edípica, la homosexualidad, la neurocirugía y el canibalismo".
Pero nada de eso era extraño al universo de Williams, y su nombre ya había conseguido éxito en Hollywood desde comienzos de los 50 con Un tranvía llamado deseo. Esta obra demandaba ser adaptada sin tantas elusiones –recordemos que en la película de Elia Kazan la homosexualidad del marido de Blanche Dubois está suprimida- y la elección de Gore Vidal como guionista fue una garantía para ello. Con un estilo propio y en clara sintonía con la sensibilidad de Williams, su trabajo en el guion se convirtió en un quirúrgico homenaje al opresivo entorno del gótico sureño y a la ardiente complejidad de sus personajes.
Quienes encararon la arriesgada producción de la película fueron John Huston y Sam Spiegel, responsables de Horizon Pictures, empresa creada hacía apenas una década y ya aventurada en esa odisea. Kazan sonaba como el director más idóneo para el material, y hasta se contactó a George Cukor, pese a que había firmado contrato para filmar La adorable pecadora, con Marilyn Monroe e Yves Montand. Sin embargo, ninguno de esos nombres prosperó y fue toda una sorpresa cuando Joseph L. Mankiewicz resultó ser el elegido: si bien era un director independiente, no ligado por contrato estable a ningún estudio y con la suficiente libertad para sumarse a aquellos proyectos que le interesaran, el hecho de que no participara en el guion definitivo no era en absoluto un detalle.
Era la primera vez en once años que Mankiewicz filmaba un texto ajeno, pero el universo de Tennessee Williams le resultaba tan atractivo que decidió respetar su estructura original y no ensayar cambios sustanciales. "Lo respeté al máximo –afirmó en una entrevista citada por Carlos F. Heredero en su libro J.L. Mankiewicz-. Acepté hacerlo porque me pareció que, además de ser fascinante, trataba temas entonces prohibidos en la pantalla (...) Admiro a Tennessee Williams, une el drama y la poesía de forma asombrosa, así como lo real con lo irreal. Por lo tanto, sus obras hay que filmarlas como están escritas".
El interrogante que surgió entonces fue cómo serían las relaciones entre el recién elegido director y las estrellas que formaban parte del reparto. Elizabeth Taylor estaba en el pico de su fama y en el medio de un vendaval mediático. Viuda del productor Mike Todd hacía apenas un año –durante el rodaje de El gato sobre el tejado de zinc caliente, otra obra de Williams llevada al cine y dirigida en este caso por Richard Brooks- y casada recientemente con Eddie Fisher, marido de su amiga Debbie Reynolds, en medio de las insidiosas acusaciones de la prensa, Taylor teñía al proyecto de esa morbosa atención que acarrean todos los escándalos. Su poder en Hollywood le permitió imponer a Montgomery Clift como el indicado para interpretar al Doctor Cukrowicz, neurocirujano especialista en lobotomías que Williams concibió como la última ambición de la ciencia (de hecho, en las escenas iniciales de la película se lo ve como un ajustado alter ego del Doctor Frankenstein). Clift estaba sumido en la depresión posterior al trágico accidente automovilístico que lo había dejado con cicatrices en el rostro y una intensa dependencia de los calmantes. Pero Taylor ató su participación a la de él y los productores finalmente aceptaron.
En su puesta en escena contenida y equilibrada, capaz de entretejer en los entornos ascéticos del hospital psiquiátrico las amenazas sobre la cordura de la Catherine de Taylor, Mankiewicz aspiraba a un carácter fantasmagórico que emergiera de lo real, de las peceras que contenían a los internos, de los intensos interrogatorios, de la extraña luminosidad de los pasillos. La disciplina y perfecta atención de Taylor a las marcaciones fueron claves para sostener ese universo enrarecido. "Liz era una gran profesional, atenta siempre a las mínimas indicaciones –recordaba el director-. Cuando la ves ensayar una escena te das cuenta de que ha seguido al milímetro tus indicaciones, y que lo hace mecánicamente. Pero cuando se encienden las luces y escucha decir ‘acción’ se transforma en el personaje que has soñado, y te emociona. Adoro a Elizabeth Taylor. Nunca se ha hecho justicia a su gran talento".
Sin embargo, la presencia de Taylor en la película tenía una estricta condición: la inclusión de Clift en el reparto. Era lo que él necesitaba para mantenerse activo luego de su trágico accidente y su consiguiente depresión. Taylor y Clift eran entrañables amigos desde que protagonizaron Ambiciones que matan (1951) y la actriz se había convertido en su protectora y sostén en esos tiempos difíciles. Pero sus tardanzas en el rodaje y sus olvidos de la letra irritaban a Mankiewicz casi al límite del estallido. Además, debido a su delicado estado de salud, no podía ser asegurado si algo ocurría durante el rodaje.
Después de ver las primeras escenas, el productor Spiegel le sugirió a Taylor que en esas condiciones no podía seguir, que tendrían que reemplazarlo. "No sin antes pasar por encima de mi cadáver", fue la última palabra de la estrella. Katherine Hepburn también se vio sensibilizada por el estado del actor y los maltratos que la producción le dispensaba. Hospedada en una casita de campo cerca de los Estudios Shepperton donde se filmaba, solía invitarlo a pasar las tardes para que se distrajera. Pero no dio demasiado resultado y, para Kate, fue una nueva fuente de tensión en un rodaje cargado de infinitas turbulencias.
Cuando Katharine Hepburn aceptó interpretar a Violet Venable, la dama sureña inspirada en la madre del propio Williams, creyó que el rodaje sería en Hollywood. Sin embargo, el productor Sam Spiegel decidió filmar en Inglaterra, donde los costos eran muy inferiores, y trasladó a todo el equipo durante las semanas que duraría el rodaje. Hepburn debía separarse así de Spencer Tracy, quien ya tenía graves problemas respiratorios debido a un enfisema pulmonar y no podía viajar. A ese inicial disgusto se sumó la hostilidad que se fue gestando en el vínculo con Mankiewicz. La relación entre ambos en el pasado, durante los rodajes de Historias de Filadelfia (1940) y La mujer del año (1942) –en las que Mankiewicz había oficiado de productor-, había sido cordial. Pero, según consigna la biógrafa Anne Edwards, Mankiewicz había cometido una imperdonable traición: había modelado el carácter soberbio y excéntrico de la Margo de La malvada en rasgos y actitudes de Kate, a quien había observado cuando asistió a su camarín luego de un estreno teatral. "A Kate eso le pareció una violación de su intimidad y había evitado un encuentro con Mankiewicz desde el estreno de La malvada". No obstante, ese fue solo el comienzo: las hostilidades entre Hepburn y Mankiewicz crecieron hasta propiciar el clima de una guerra a lo largo del rodaje.
"La Hepburn jugaba a la gran diva y quería dirigirse ella misma, lo que no permití. Tuvo que hacer lo que yo le ordenaba y tuvimos serios encontronazos desde el principio". Las ideas de Mankiewicz estaban al servicio de situar la historia en un entorno decadente y claustrofóbico, concentrado en una neural oposición: la del mundo de la ciencia versus la del universo gótico del sur ancestral. Por ello no tuvo problemas en recrear el sur de Estados Unidos en los estudios británicos: los escenarios eran, por un lado, la mansión de Violet Venable, con su jardín que recuerda a un edén de pasiones y voracidades, y, por el otro, las instalaciones hospitalarias, donde vemos las ambiciones y los resultados de la neurocirugía experimental. Aterrorizada porque las confesiones de su sobrina Catherine manchen el recuerdo de su hijo Sebastian, Violet le exige al cirujano Cukrowicz una lobotomía que la deje en silencio para siempre. Violet es entonces frágil y monstruosa, atada a su hijo por cadenas que ni ella misma es capaz de reconocer. El estado mental de Violet era la clave de la historia, mucho más que el de Catherine, que es la paciente a ser operada. Esa madre adherida a un sueño de gloria y a un homenaje póstumo es la que concentra la atención de la obra de Williams y la cuerda que Mankiewicz quería tocar con extremo cuidado.
Hepburn y Mankiewicz no solo disentían en la forma de abordar la interpretación del personaje –rayano en la locura para Hepburn, con ciertos rasgos de arrogante excentricidad para el director-, sino que ella sentía que él se servía de la fotografía para hacer de Violet un personaje repugnante. Mankiewicz defendía con insistencia su postura: "cuando la señora Venable hablaba de su hijo, la fotografiábamos lo más joven y hermosa posible, y con Kate eso no era difícil, con la ayuda de lentes difusores. Al final recuerdo que rodamos un plano de sus manos, primero abriendo y luego cerrando el libro en blanco de los poemas de su hijo en aquel fatal verano, luego de que Catherine hubiera contado la verdad. Yo quería que sus manos fueran las de una anciana. Quería que se viera como una mujer vieja, quería mostrar que la destrucción de la leyenda de Sebastian diluía también su ilusión de verse joven. Creo que Kate se dio cuenta lo que quería hacer, quitar la lente difusora y someter su rostro a una luz dura, y no le gustó nada".
La ira de Kate no se hizo esperar. Cuando Mankiewicz gritó ‘corten’ en la última escena, Hepburn se dirigió a él cruzando todo el decorado. "¿Estás totalmente seguro de que no necesitarás de nuevo mis servicios?". "No, ya no hay que hacer más retomas", contestó el director. Entonces la actriz, frente a todo el equipo, se inclinó hacia adelante y le escupió en la cara. Luego se dio media vuelta y fue hasta la oficina de Spiegel, tocó la puerta y apenas abrió también le escupió en la cara. Años más tarde, luego de que el episodio se convirtiera en un divertido comentario en los corrillos de Hollywood y varios aseguraran que fue en solidaridad con Clift por el maltrato que había sufrido, Hepburn le dijo al entrevistador de televisión Dick Cavett: "No escupí por Monty Clift, escupí por cómo me habían tratado a mí. Cuando desapruebo algo es lo único que se me ocurre hacer. Sé que es un gesto más bien brusco, pero al menos deja en claro mis intenciones".
Muchos dicen que Katharine Hepburn nunca vio la película terminada. Ni quiso hablar nunca de ella, ni de su trabajo, ni de Mankiewicz. Para sorpresa de la Columbia, que se encargó de la distribución y solo aspiraba a conseguir una obra de cierto prestigio y no demasiados dividendos, la película fue un inesperado éxito. Hoy es considerada una de las mejores adaptaciones cinematográficas del espíritu gótico de Tennessee Williams y logró sortear con estilo e inteligencia la censura de la época. Sin hacer explícitos sus temas más controvertidos los hizo presentes en el relato, logrando un espiral de horror subterráneo que alcanza a materializarse en la extraordinaria escena final de mordidas y confesiones. Al año siguiente, Hepburn y Taylor fueron nominadas al Oscar en la misma categoría de mejor actriz. Mankiewicz había conseguido que ambas fueran el centro en la pantalla: la que sería su actriz ideal, y a la que volvería a encontrar en una nueva odisea como Cleopatra, y la que le había dejado en el rostro el imborrable recuerdo de su descontento.
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