Una comedia romántica atípica
"Embriagado de amor" ("Punch-drunk love", Estados Unidos/2002). Guión y dirección: Paul Thomas Anderson. Con Adam Sandler, Emily Watson, Philip Seymour Hoffman y Luis Guzmán. Fotografía: Robert Elswit. Edición: Leslie Jones. Música: Jon Brion. Diseño de producción: William Arnold. Presentada por Columbia Pictures. Duración: 95 minutos. Para mayores de 13 años.
Nuestra opinión: muy buena
Si algún espectador quedó perplejo frente a los principales referentes de la nueva comedia independiente norteamericana como "¿Quieres ser John Malkovich?" y "Ladrón de orquídeas", ambas de Spike Jonze; o "Tres es multitud" y "Los excéntricos Tenenbaum", firmadas por Wes Anderson, es muy probable que la desconcertante nueva propuesta de Paul Thomas Anderson lo deje directamente atónito.
Si ese mismo espectador se sintió perturbado por los personaje de Björk en "Bailarina en la oscuridad" o de Johnny Depp en "El hombre manos de tijera" -por nombrar a dos criaturas extremas e inaccesibles- el Barry Egar que aquí compone Adam Sandler puede incluso resultar irritante.
¿Estamos entonces ante una película fallida? En absoluto. Para sintetizarla en términos psicoanalíticos, se trata de una historia maníaco-depresiva sobre un personaje al límite de la salud mental. Entre la sátira despiadada y el cuento de hadas naïve y edulcorado, Anderson (ganador por este film del premio al mejor director en el último Festival de Cannes) construye un agridulce retrato de un hombre disfuncional por donde se lo mire (patético, solitario, fóbico, ansioso y con súbitos arranques violentos) que se enamora de Lena (Emily Watson), una inglesa divorciada que trabaja con una de sus siete tiránicas hermanas.
Regreso a las fuentes
"Embriagado de amor" es una comedia romántica que no adscribe a ninguna de las convenciones ni gratificaciones del género más transitado por Hollywood. Anderson se aleja del gigantismo de buenas películas como "Boogie nights, juegos de placer" y "Magnolia" para regresar a la estructura más contenida y descriptiva de su opera prima, "Vivir del azar", en la que retrató a los jugadores profesionales de póquer.
Cada una de las impactantes escenas de "Embriagado de amor" (un brutal choque automovilístico, la insólita aparición de un piano en la calle, la llamada a una hot-line, el baile en un supermercado, la fiesta de una de las hermanas, el chantaje y la persecución de los que es objeto Egar) funciona de forma aislada como sugestivas y audaces coreografías (la película parece heredera de los clásicos musicales de la MGM) y también como acumulación de miserias, frustraciones, inhabilidades, resentimientos, fantasías y contradicciones de un vendedor de productos sanitarios cuyo mayor interés reside en acumular millas para pasajes aéreos gracias a la oferta promocional de un producto alimenticio. Claro que ningún experto en marketing puede pensar en la obsesividad suprema de Egan, que es capaz de invertir 3000 dólares y sumar así 1.200.000 millas.
A Anderson se lo ha comparado demasiado con Robert Altman y a Adam Sandler -uno de los cómicos más populares de los Estados Unidos a partir de su paso por el show televisivo "Saturday Night Live" y por exitosísimas comedias pasatistas y superficiales como "La mejor de mis bodas", "Un papá genial" y "Little Nicky, el hijo del diablo"- con su admirado Jerry Lewis. Pero "Embriagado de amor" lleva a ambos a nuevas alturas y horizontes en sus respectivas carreras. El guionista y director, de 33 años, se arriesga con un cruce de géneros y referencias cinéfilas (en distintas imágenes asoman los espíritus de John Ford, Preston Sturges, Jacques Tati y Alfred Hitchcock) que está permanentemente al borde del caos y la sinrazón, pero que al mismo tiempo nunca escapa de su control. Además, incorpora aquí un sentimiento de compasión y empatía hacia sus personajes que no aparecía en sus anteriores trabajos. Por su parte, Sandler deja de lado su absorbente histrionismo para interpretar el vacío y transmitir toda la desesperación y la rabia contenidas de su atribulado antihéroe.
Anderson convocó a dos de sus actores-fetiches (los extraordinarios Luis Guzmán y Philip Seymour Hoffman) para acompañar a la pareja protagónica e ideó un provocativo andamiaje estético-técnico en el que combina sofisticados movimientos de cámara, una cautivante fotografía en pantalla ancha a cargo de Robert Elswit que amplifica toda la fealdad del Valle de San Fernando, de Los Angeles (su lugar natal y ámbito habitual de sus películas), y una intrusiva banda sonora de Jon Brion. Así, Anderson alcanza a sintonizar en el terreno formal con el universo desmedido, delirante, casi surrealista de Barry Egan, un personaje nacido para cautivar o exasperar según la sensibilidad de cada espectador, pero que tiene asegurado un lugar de privilegio en los rincones más absurdos de la historia del cine.
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