Un sueño que deviene pesadilla
Sam Mendes narra con sombrío detalle las frustraciones de toda una generación
Sólo un sueño (Revolutionary Road, Estados Unidos-Gran Bretaña/2008). Dirección: Sam Mendes. Con Leonardo DiCaprio, Kate Winslet. Kathy Bates, Michael Shannon, Kathryn Hahn, David Harbour, Dylan Baker y Richard Easton. Guión: Justin Haythe, basado en la novela de Richard Yates. Fotografía: Roger Deakins y Conrad Hall. Música: Thomas Newman. Edición: Tariq Anwar. Diseño de producción: Kristi Zea. Presentada por UIP. Duración: 119 minutos. Apta para mayores de 16 años.
Nuestra opinión: muy buena
Sam Mendes, reconocido director teatral británico y realizador de películas como Belleza americana, Camino a la perdición y Soldado anónimo, rodó esta transposición de Revolutionary Road, aclamada novela escrita en 1961 por Richard Yates sobre la desintegración de un matrimonio de clase media en los años 50, y contó como protagonistas nada menos que a Kate Winslet (su esposa en la vida real) y Leonardo DiCaprio; es decir, la pareja que hace poco más de una década encabezó Titanic, el mayor éxito comercial de la historia.
Sólo un sueño –curiosa combinación entre los melodramas de Nicholas Ray y la exitosa serie de HBO Mad Men– tiene todo para seducir a quienes disfrutan de profundas, impiadosas, clínicas disecciones de las contradicciones, hipocresías y miserias humanas, pero también para incomodar a aquellos que no soportan ver en pantalla una acumulación de humillaciones y crueldades que la convierten en una desesperanzada y devastadora mirada sobre la contracara del sueño americano en una sociedad de posguerra dominada por la ansiedad, la represión, la insatisfacción y el consumismo.
Las desventuras de los treintañeros Wheeler (él tiene un rutinario empleo en una gran firma y ella, una actriz frustrada, cumple a reglamento con su rol de ama de casa y madre de dos pequeños hijos) sirven para retratar con crudeza el estado de confusión e insatisfacción de una generación. Así, durante las dos horas de relato desfilan violentas peleas, miserias laborales, encuentros con amigos, infidelidades y el sueño del título de terminar con la previsibilidad de sus vidas para trasladarse desde los rutinarios suburbios de Connecticut hasta la mucho más bohemia y cosmopolita París.
Triste y claustrofóbico
Este cuarto largometraje de Mendes es un film triste y claustrofóbico, brillante en sus diálogos y en sus actuaciones, pero quizás demasiado elocuente, estático y teatral, más allá del notable trabajo de iluminación a cargo de Roger Deakins (que reemplazó durante la producción al fallecido Conrad Hall) para construir este universo lleno de cigarrillos, jazz y martinis o para concebir algunas escenas visualmente muy inspiradas como las de los ejércitos de resignados trabajadores de traje y sombrero que llegan cada mañana en tren a la Estación Central de Manhattan.
A la ductilidad del dúo protagónico (DiCaprio y Winslet son capaces de transmitir sólo con sus miradas toda la vulnerabilidad, el miedo, el aburrimiento, la violencia contenida, el vacío y la angustia de sus criaturas), se le suman logrados papeles secundarios como los de una veterana agente inmobiliaria (Kathy Bates) que tiene a un hijo loco (Michael Shannon) que se caracteriza por decir las más duras verdades de la forma más cruda imaginable, o una patética pareja de amigos y vecinos (Kathryn Hahn y David Harbour).
Más allá de algunas licencias dramáticas (como los hijos que desaparecen de pantalla durante todas las peleas de la pareja), de la acentuación obvia e innecesaria de ciertos detalles o de algunos regodeos visuales intrascendentes, esta película –la mejor de Mendes hasta la fecha– resulta un sólido melodrama, la desgarradora crónica de un sueño que se convierte en pesadilla.
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