Luego de que Elia Kazan y George Cukor rechazaran la oferta, Richard Brooks aceptó adaptar la obra de un autor complicado y llevar adelante un rodaje que pudo finalizar de manera abrupta, pero consiguió dar forma a un clásico del cine
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Era el año 1956 y la fama de Tennessee Williams parecía gozar de un ascenso indefinido. Desde su aparición en Broadway con El zoo de cristal en 1945, se había convertido en una sensación de la noche a la mañana. Y además del triunfo teatral en esa inmediata posguerra, el éxito había derramado al cine en los años 50 con dos adaptaciones de la mano de Elia Kazan: Un tranvía llamado deseo y Baby Doll.
Su última obra, Un gato sobre el tejado caliente (Cat in a Hot Tin Roof), luego ganadora del premio Pulitzer, despertaba entusiasmo entre los estudios de Hollywood, ávidos por conquistar un nuevo éxito. La obra teatral se había estrenado en Nueva York el 24 de marzo de 1955, logrando 694 representaciones, una nominación al Tony como mejor pieza teatral y respuestas fervorosas de la crítica y las audiencias. El paso al cine era obligado, la Metro Goldwyn Mayer contaba con los derechos y la elección del director y el elenco era la cita obligada para repetir el triunfo de Williams nuevamente en la pantalla.
Eufemismos, rechazos y reparos
En ese panorama, el nombre que circulaba con fuerza para dirigir la versión cinematográfica era, lógicamente, el de Elia Kazan. Ya había demostrado su valía en el ascendente Actor’s Studio como director de actores, había subido con éxito a las tablas a Marlon Brando, y se había convertido en el artista de moda con el triunfo de Un tranvía llamado deseo. Sin embargo, en esta ocasión parecía tener serios reparos ante una nueva colaboración con Tennessee Williams. El dramaturgo y escritor nacido en Mississippi era celoso de todas sus creaciones, su participación en los guiones se hacía intensa y obsesiva –había sido incluso colaborador en adaptaciones de material de otros autores, como lo hizo en Senso bajo la supervisión de Luchino Visconti- y los conflictos con Kazan se habían tornado cansadores en la producción teatral de Un gato sobre el tejado caliente. Además, el director de Nido de ratas estaba cansado de que se considerara a Williams coautor de su trabajo y creía que había llegado el momento de emanciparse (pese a ello dirigió una obra más de Williams en Broadway: Dulce pájaro de juventud).
La siguiente apuesta de la MGM para la dirección fue el veterano George Cukor, autor de formación teatral que para entonces era uno de los cineastas clásicos de Hollywood con películas como La dama de las camelias, La luz que agoniza y Nace una estrella. Sin embargo, su negativa tuvo una razón clara y fue una de las controversias que sobrevolaron la gestación de la película. La historia escrita por Williams comenzaba con la reunión de una familia sureña para celebrar el cumpleaños número 65 del patriarca. Allí asistían sus dos hijos varones y sus respectivas familias. El cumpleaños se teñía de ciertas sombras porque detrás de la celebración asomaba la enfermedad del padre y la disputa por la herencia. Por ello, el hermano mayor, su esposa y cinco hijos, representaban conveniencia y arribismo, exponiendo en su extendido linaje la continuidad del apellido paterno. El hermano menor, Brick, alcohólico y atrapado en un matrimonio infeliz, no ofrecía descendencia alguna y vestía de otoñal tristeza cada una de sus apariciones. Detrás de esa melancolía se alojaba el pesar por el suicidio de Skipper, su mejor amigo y compañero de fútbol americano, con quien lo unía una relación intensa y silenciada.
Todavía vigente el código Hays en Hollywood, las referencias a la homosexualidad de Brick debían ser resueltas bajo algún eufemismo. Esa corrección del guion para sortear la censura fue uno de los factores que alejaron a Cukor de la dirección –cuya homosexualidad declarada le impedía ceder a semejante traición- y agitaron las airadas críticas del propio Tennessee Williams, quien veía en esa elusión la pérdida del sentido más crítico de su obra. Hecho el cambio, la melancolía de Brick encontró raigambre en la culpa y el rencor que arrastraba por su distancia con Skipper y la sospecha lacerante de una relación adúltera entre su amigo y su esposa Maggie. La providencial aparición de Richard Brooks vino a saldar el conflicto: figura clave de la nueva “generación de la violencia” que definiría a los años 50 –y en la que se sumaban nombres como el de Nicholas Ray o Samuel Fuller-, fue capaz de modelar desde la importancia de sus temas y el uso de sus ambiciosas puestas de cámara el retrato de un drama interior que definía entonces a los Estados Unidos. Incluso el crítico Andrew Sarris, no demasiado benévolo en su evaluación al colocarlo en el apartado “Seriedad forzada” de su libro El cine norteamericano, le concedió la capacidad de “proyectar la desilusión profética del individualismo y el liberalismo en los Estados Unidos de entonces”.
Así, Brooks aceptó el guion despojado de aristas incómodas y puso manos a la obra para la producción. Lo primero que había que definir era quien sería el intérprete de Brick Pollitt, el hijo menor del patriarca y piedra angular del análisis de Williams sobre las masculinidades de la época, los mandatos familiares y la exploración de los deseos silenciados. Primero asomó el nombre de Elvis Presley, quien había hecho un debut promisorio en el cine con musicales como La mujer robada y Prisionero del rock’n’roll, pero rechazó el papel; la muerte temprana de James Dean lo eliminó de los candidatos; Montgomery Cliff también rechazó el personaje, en parte por la mutilación del texto teatral; y Marlon Brando resultó demasiado viril para la inestable complexión de Brick. El nombre de Paul Newman se impuso, pese a que también manifestó reparos por la alteración del texto, y su participación resultó consagratoria (en ese mismo año, además, estrenó dos películas claves de su carrera: Noche larga y febril, basada en una serie de historias de otro sureño como William Faulkner, y El temerario, una relectura de la figura de Billy The Kid en clave moderna).
La elección de la intérprete de Maggie Pollitt, esposa insatisfecha de Brick y el “gato” al que refiere el título, resultó un nuevo desafío. Era uno de los papeles más codiciados en aquel entonces, primero por Marilyn Monroe, interesada en personajes de mayor hondura que los que solían ofrecerle, y también ofrecido –sin demasiada convicción- a actrices como Lana Turner, cuyo estrellato había mermado en los 50, y a Grace Kelly, por entonces ya convertida en princesa de Mónaco. Fue Elizabeth Taylor quien se convirtió en una inmejorable Maggie, dando la talla para un papel exigente en un momento crucial de su vida personal. Su reciente matrimonio con el productor Mike Todd y la inminente clausura de su extendido contrato con la MGM la hacían fantasear con el retiro. “En octubre de 1956, cuando todavía no había cumplido 25 años, Elizabeth Taylor habló seriamente sobre su retiro por primera vez”, escribe su reciente biógrafa Kate Andersen Brower en Elizabeth Taylor: The Grit & Glamour of an Icon, libro publicado el año pasado. A ello se sumó su tercer embarazo con serias complicaciones –que culminó con una internación en Nueva York luego de una caída mientras estaba de vacaciones en Bahamas-, y el nacimiento adelantado de Liza Frances Todd en agosto de 1957.
Color y tragedia
Pese a su reciente maternidad Liz Taylor se convirtió en la protagonista de Un gato sobre el tejado caliente y los últimos ajustes de la preproducción consistieron en la elección del resto del elenco. Uno de los actores que fue impuesto por Tennessee Williams fue Burl Ives, quien había sorprendido con su notable interpretación de ‘Big Daddy’ Pollitt en el teatro, pese a que su fama por entonces era como cantante folk antes que como actor. Judith Anderson se convirtió en la esposa sufrida de Big Daddy, Jack Carson en el ambicioso primogénito y Madeleine Sherwood en su esposa, interesada en la elección de su marido como el heredero de la fortuna familiar.
Brooks había barajado filmar la película en blanco y negro, con un estilo signado por contraluces y cierto barroquismo visual emulando la puesta de Kazan en Un tranvía llamado deseo, pero la belleza de sus intérpretes y el lucimiento de sus ojos claros –el azul intenso en el caso de Newman, y el color violáceo de los ojos de Liz Taylor- lo convencieron de aceptar la propuesta del estudio de filmarla en Technicolor. El rodaje comenzó en febrero de 1958 con los mejores augurios.
Pero la buenaventura no duró demasiado. Dos semanas después la tragedia inundó el set. El productor Mike Todd murió en un accidente de aviación, dejando viuda a Elizabeth Tayor luego de apenas 414 días de matrimonio. El impacto para la actriz fue devastador y su ausencia en el set puso en peligro la continuidad de la película. Finalmente, luego de algunos días de duelo, Brooks fue a visitarla. “Ella estaba en su dormitorio en un estado de absoluto nerviosismo”, relata Kate Andersen Brower. Cuando vio al director atravesar la puerta, arremetió con furia: “¡Cretino! Sos como el resto de los ejecutivos del estudio. Lo único que les importa es cuándo voy a volver al trabajo”. Y Brooks, poniendo paños fríos a la situación, le respondió: “Es solo una película y no se compara con lo que estás atravesando. Si querés volver a trabajar, te esperamos. Si no querés volver a trabajar, lo entenderemos”.
El funeral de Mike Todd en Chicago fue un pandemónium y Elizabeth Taylor se convirtió en la encarnación de la fatalidad, con apenas 26 años y tres hijos pequeños, enfrentando el repentino dolor de la pérdida y el inminente desamparo. La película debía esperar. Dos semanas fue el plazo en el que el rodaje estuvo en suspenso, a la espera del vaticinio de su posible continuidad.
Finalmente Taylor reanudó la filmación y con el tiempo afirmó que Un gato sobre el tejado caliente la había salvado de la depresión, le había dado un motivo para seguir. “Solo cuando estaba en la piel de Maggie, hermosa y despiadada, sexualmente frustrada y profundamente triste, se sentía viva”, explica Andersen Brower.
En el primer día de regreso al set, Brooks decidió filmar la escena del cumpleaños de Big Daddy porque justamente era una escena en la que Maggie no tenía demasiado diálogo. Estaba dispuesta una enorme mesa con comida y pese a que habitualmente gran parte de los banquetes se armaban con anticipación y la comida se rociaba con spray para protegerla de las moscas, en esta oportunidad Brooks y el actor Burl Ives decidieron poner jamón fresco, pan y algunas verduras. Elizabeth se vio obligada a comer por primera vez en varios días e hizo el esfuerzo de superar su dolor en beneficio de la autenticidad de la secuencia. Nunca olvidaría ese gesto de comprensión por parte de sus compañeros. En abril de 1958, un mes después de la muerte de su marido, envió una nota a Brooks a propósito de un detalle del rodaje y tachó su apellido de casada en el papel membretado.
Las últimas semanas de rodaje fueron atípicas, pero Elizabeth Taylor se sobrepuso a las escenas más duras, como aquella en la que Judith Anderson, la sufrida esposa de Big Daddy, le dice en un parlamento: “Nada es nunca como lo planeamos, ¿no?”, dejándola al borde de las lágrimas. El último contratiempo fue una huelga de compositores que obligó a la producción a utilizar piezas musicales del inventario de la MGM como banda sonora, entre ellas la famosa melodía que funciona como leitmotiv, compuesta por André Previn para Tensión (1949), un noir menor protagonizado por Richard Basehart, Barry Sullivan y una todavía desconocida Cyd Charisse. El montaje de la película fue expeditivo y Brooks logró terminarla para su estreno el 23 de agosto de 1958 en una premiere en Boston y luego el 29 en la ciudad de Nueva York. Fue un éxito rotundo, coronado con seis nominaciones al Oscar, tres al BAFTA, y dos a los Globos de Oro.
“Todos mienten”
Hoy, a 65 años de su estreno, uno de los temas que sigue asomando ante cada homenaje o relectura es la elusión de la sexualidad de Brick como pieza clave del conflicto. Pese a ello la película conserva una tensión subterránea que no pudo ser ahogada por el código de censura, e incluso la dirección de Brooks, a menudo tildada de solemne y subrayada, aquí consigue suavizarse debido a la intensidad de las interpretaciones de Newman, Taylor e Ives, al perfecto uso del color como pátina artificial que esconde las emociones verdaderas bajo su simulacro, y al inteligente uso del pérfido sentido del humor de Tennessee Williams. “Todos mienten”, podríamos afirmar sobre cada uno de los integrantes de la familia Pollitt, en tanto mienten a los demás o a sí mismos, intentando retener los contornos de una tragedia que se ha tornado farsa. Y si bien se ha arrebatado el componente explícito que refiere a la sexualidad de Brick, todo en el universo de Williams denota lo negado, lo prohibido, lo silenciado.
Richard Brooks, siempre acusado de golpear con el martillo sobre la significación que proponen sus imágenes en lugar de “sentir lo que dice”, como le achaca Sarris en su biblia sobre el cine de Hollywood, consigue imprimir un espíritu genuinamente perturbador a una película que tenía todo para ser maldita, por las controversias de la censura y la tragedia que asoló al rodaje. Sigilosamente perturbador, capaz de deslizar entrelíneas lo que todos sabemos que late en el sentir de Brick, en la frustración de Maggie, en esa parodia de familia ejemplar que son los Pollitt. Y sus mentiras son también las de la propia representación, gobernada por las imposiciones del código Hays pero también por la hipocresía de una sociedad que admiraba a Tennessee Williams pero no quería darse por enterada de los que decían verdaderamente sus obras. Es lo no dicho lo que avanza por los rincones de la historia, que acecha agazapado en ese tejado caliente del que todos están dispuestos a saltar para buscar la mejor escapatoria.
Un gato sobre el tejado caliente está disponible en Qubit.TV.
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