Truffaut, siempre presente
Cuando en 1965 le preguntaron para qué sirve el cine, François Truffaut respondió con las palabras que Jean Cocteau empleaba para referirse a la poesía: "Es indispensable, pero no sé exactamente para qué".
Cuatro años después, en otra entrevista memorable, se declaraba "el hombre más feliz del mundo" porque podía realizar sus sueños y ganar dinero por hacerlo. Y proponía un ejemplo. Iba por la calle y veía a una mujer caminando sin pretender que la miraran, como si fuera inconsciente de lo que representa: una buena imagen carnal de la mujer (morena, bien arreglada, "falda oscura con grandes pliegues que se mueven al ritmo de su paso, más bien rápido", indispensables tacos altos y medias bien ajustadas para realzar la belleza de las piernas). Veía enseguida a un hombre que giraba sobre sus pasos para alcanzarla y murmurarle algo al oído, provocando con ello que la figura femenina apresurara el paso y se esfumara en la primera esquina. Esa sola escena, tan cotidiana y tan repetida, le bastaba para poner en marcha su imaginación: ahí mismo comenzaba a hacer sus anotaciones.
Porque se lo dictaba su sensibilidad -no hay que olvidar que se trata de Truffaut-, decidía en su pensamiento solidarizarse con la mujer y modificaba la situación: sería formidable, se decía, que "por una vez, al final de una escena de este género la humillación cambiara de bando". Y cuatro meses después, ya estaba en una calle detrás del Trocadero, con una cámara, un equipo de veinticinco personas y dos actores que él había elegido, en pleno ejercicio de su profesión. Siguiendo sus precisas indicaciones, el actor se cruzaría con la morena, se daría vuelta para mirarla, la seguiría hasta ponerse a su lado y le susurraría algo al oído. Pero esta vez (acercándose a la cámara, que los precedía en travelling hacia atrás), la mujer (la actriz) tomaría bruscamente por el cuello al hombre y lo increparía: "¿Quién es usted? ¿Quién se ha creído que es? ¿Se ha mirado alguna vez en el espejo, una sola vez? Pues mire, obsérvese bien". Y lo empujaría contra la vidriera de una tienda. El sorprendido Don Juan, zafándose trabajosamente del apretón, huiría entonces abriéndose paso entre la multitud de curiosos que había empezado a formarse. La mujer también reanudaría su marcha, más lentamente...
* * *
"Corte: la escena es válida" -concluía Truffaut. Ya se habrá comprendido por qué podía considerarse a sí mismo el hombre más afortunado. "Hacer una película -resumía después- es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo; es prolongar los juegos de la infancia, construir un objeto que es a la vez un juguete inédito y un jarrón en el que colocaremos, como si fuera un ramo de flores, las ideas que tenemos actualmente o de forma permanente. Nuestra mejor película es quizás aquélla en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine".
Cuántas veces lo hizo este cineasta de los sentimientos que compuso durante poco más de una veintena de títulos un único film ininterrumpido, articulado en dos formas de ficción yuxtapuestas y complementarias: la ficción de la vida, en la que cabían sus experiencias autobiográficas, y la ficción literaria. Dos formas reveladoras de sus grandes admiraciones -Renoir y Hitchcock-, pero que fueron construyendo un mundo propio, personal, poblado por personajes de carne y hueso y sin ningún rasgo de heroísmo que no fuera el muy pequeño que suele exigir la vida de todos los días.
Alguna vez se le reprochó que prefiriera el cine a la vida real. Cómo no hacerlo si en las películas no hay altibajos ni atascos: "Son más armoniosas que la vida", como decía en "La noche americana" por boca de uno de sus personajes. Y cómo renunciar al poder de hacer "descripciones dulces de emociones violentas", de organizar vidas enteras (azarosas y pintorescas como la de Antoine Doinel, envueltas en enigmas como la de "La sirena del Mississippi", marcadas por la fatalidad como la de los amantes de "La mujer de la próxima puerta").
Quizá nadie supo contagiar como él su profundo amor por el cine, que concebía como algo íntimo, como una carta. Seguramente esa entrañable familiaridad explica que sus films hayan influido en todos los que los vieron, como apuntó días atrás el ministro de Cultura francés, cuando se lo recordó -a propósito de los 20 años de su muerte, que se cumplirán pasado mañana- en una ceremonia en la que Jean-Pierre Léaud, su otro yo del cine, recibió la Orden de Artes y Letras. Salvo Fanny Ardant, en el teatro, y Nathalie Baye, en filmación, todos estuvieron ahí: sus mujeres, sus colegas, sus amigos. Nadie empleó el pasado para hablar de él.
La tierna poesía de Truffaut conserva su frescura: sigue siendo indispensable.
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