Top Five: los mejores títulos de animación japonesa en Netflix
Repasamos las producciones que no te podés perder, en la plataforma
La animación japonesa o animé dio importantes pasos en el pasado cuando se estrenaron en el país obras como Robotech, Meteoro o Mazinger. A mediados de los noventa, esa tendencia terminó de imponerse gracias a hits como Los caballeros del zodíaco, Sailor Moon y por sobre todo ellos, Dragon Ball Z, título que al día de hoy sigue siendo el favorito de varias generaciones. Atento a los gustos del público, Netflix no solo comenzó a ampliar su oferta de series animadas japonesas,sino que incluso también empezó a producir ficciones propias con miras a poner su granito de arena también en ese mercado. Por este motivo, repasamos cuáles son las mejores producciones que ofrece el catálogo de la plataforma.
Akira
Que nos perdonen los Totoros del mundo, pero lo cierto es que Akira fue el gran embajador japonés en la conquista mundial del animé. Dirigida por Katsuhiro Otomo y estrenada en 1988, se convirtió rápidamente en una de las grandes piezas del cine japonés. Su sofisticada animación (al día de hoy, aún sorprende su calidad), su abordaje al cyber punk, su tono amargo y su pesimista mirada sobre la evolución de la sociedad, la convirtieron en un clásico instantáneo que marcó a fuego a espectadores que de casualidad se topaban con este producción que poco tenía que ver con el grueso de las propuestas que solían venir de Occidente (con la honrosa excepción de Heavy Metal y los films de Ralph Bakshi).
Más allá de su innegable encanto visual, Akira es una verdadera obra maestra por su amplitud temática, por la audacia con la que Otomo supo ir de un relato macro (la implosión de una sociedad derrumbándose y el rol del Estado en ese empobrecimiento) hacia uno mucho más pequeño como la amistad de dos adolescentes que a pesar de enfrascarse en una rivalidad absurda, se reconocen como hermanos no por un lazo de sangre, sino por una necesidad de establecer un vínculo afectivo que el pasado les negó. Y Akira enamoró por sus muchas lecturas, por su ambición y por el hecho de contar con ese ingrediente que solo se produce por azar: la mística. Es un film con mística, y el poder de sus imágenes (y de su banda sonora, que no se puede dejar de mencionar) lograron que ésta fuera una película imprescindible no solo en la obra de Katsuhiro Otomo, sino también en el cine de animación japonés.
Death Note
En los últimos años, la historia creada por la dupla compuesta por Tsugumi Ohba y Takeshi Obata es uno de los éxitos más importantes nacidos en Japón. La trama gira alrededor del Death Note, un cuaderno sobrenatural con un poder nacido en el infierno: el de quitarle la vida a la persona cuyo nombre se escriba en sus páginas. Y este especial objeto cae en manos de Light, un prodigioso estudiante que decide convertirse en juez y verdugo de aquellos que atentan contra la ley. Pero la justicia de Light es la de matar indiscriminadamente a los delincuentes, lo que genera una división en la sociedad (algunos lo consideran un Dios, otros un homicida con delirios de grandeza), y quienes deberán tomar cartas en el asunto son los agentes de la ley que intentarán descubrir la identidad del asesino. Entre ellos, el encargado de dirigir la investigación, un joven y brillante detective que se obsesionará con encontrar la verdad.
La historieta duró solo 12 volúmenes y dio pie a varias adaptaciones. Por un lado, se estrenaron cuatro películas de acción real basadas en ese universo y, por la otra, el prestigioso estudio de animación Madhouse realizó una serie de 37 episodios que adapta con notable fidelidad el cómic original. También hay que destacar que el 25 de agosto, Netflix estrenará su largometraje de acción real basado en este manga.
Death Note y su historia de giros imprevistos, de villanos con los que resulta imposible no simpatizar y de héroes imperfectos es un relato adictivo que más allá de contar con elementos sobrenaturales, sorprende por lo novedoso de su tratamiento, demostrando una vez más que el policial es un género mutante.
Castlevania
Tomando como punto de partida la franquicia de video-juegos creada por Konami en 1986, Netflix se lanzó a producir una ficción heredera de la estética japonesa. El héroe aquí es Trevor Belmont, el último descendiente de un linaje de cazadores dedicados a aniquilar a peligrosas criaturas. El protagonista, como no podía ser de otra forma, se deberá enfrentar ni más ni menos que a Drácula, el mítico vampiro. Y la serie no ahorra en violencia, ni en crudos enfrentamientos o crueles desenlaces, pero el mérito de este animé es la cuidada reconstrucción que hace de la figura de Drácula y, ahí, es donde entra en juego Warren Ellis. Este guionista parido del campo del cómic (su peculiar análisis de la sociedad, el periodismo y la política a través de Transmetropolitan, sigue siendo una lectura reveladora) siempre entendió cómo reformular viejos mitos y renovar historias que a simple vista pueden parecer algo gastadas. Sin ir más lejos, Ellis revolucionó varios tópicos tradicionales de la ciencia ficción en Planetary, e incluso puso en crisis la figura del superhéroe con The Autorithy. Fue por ese motivo y porque es un verdadero fan del folklore europeo y su relación con los mitos antiguos, que él se convirtió en el autor ideal para revitalizar la franquicia de Castlevania.
La primera temporada consta de apenas cuatro episodios y con una segunda en camino, la saga de Belmont se confirma como el primer gran éxito animado original de Netflix, y el pasaporte a confiar en la producción de nuevos animés.
El niño y la bestia
El director Mamoru Hosoda es de los realizadores japoneses más interesantes. Con apenas seis películas en su haber (entre ellas la muy recomendable La chica que saltaba a través del tiempo), Hosoda se convirtió un poco por capricho de la prensa en el nuevo Hayao Miyazaki, un título que reduce e incluso confunde el espíritu de su obra. Es indudable que él tiene un mundo propio aunque haya cierta sensibilidad que puede emparentarse con la de su colega. Sin embargo, sus piezas tienen un sello personal, con heroínas extraordinarias y chicos capaces de adentrarse en mágicos mundos.
En El niño y la bestia, la historia es la de un huérfano que descubre un mundo imposible en el que se convierte en el discípulo de Kumatetsu, un poderoso guerrero de forma animal. En esa nueva vida, Ren encuentra lo que su antigua realidad le quitó y su maestro logra, en esa dinámica con su alumno, una inesperada razón de ser. Puede que resulte cursi o incluso que hasta parezca un relato edulcorado, pero es innegable que El niño y la bestia es una joya japonesa que merece ser vista para dimensionar el gran talento de Hosoda, entusiasmarse con su mirada y explorar el resto de su impecable filmografía.
One Punch Man
Otro fenómeno actual que se convirtió en uno de los hits japoneses más emblemáticos de la década está centrado en un protagonista de lo más original. El héroe de One Punch Man es Saitama, un guerrero que tiene una curiosa habilidad: es capaz de derrotar a cualquier oponente solo con un golpe. Con esa premisa, la serie explora la absurda rutina de un héroe que no encuentra desafíos que estén a su altura. Así, surge un original elenco de otros paladines que admiran el poder de Saitama, como también villanos que a pesar de tener grandilocuentes y maquiavélicos planes, caen derrotados al recibir apenas un golpe del protagonista. Puede parecer una fórmula que no permita demasiadas ideas, pero lo cierto es que la historia explora, parodia y ridiculiza no solo el universo de los superhéroes, sino también el de otros géneros netamente japoneses como el tokusatsu (esas series de monstruos en la línea Power Rangers o Ultraman). One Punch Man incluso pareciera apuntar a la gris cotidianidad de lo que se conoce en Japón como el salaryman, esos tristes oficinistas sumergidos en rutinas frustrantes que no permiten ningún tipo de reconocimiento más que el de cobrar un sueldo. Y esta animación, con su tono irrespetuoso y su línea de ácida comedia, convierte al luchador más poderoso del mundo en un aparatoso superhéroe destinado al tedio absoluto por no encontrar un contrincante que le suponga un verdadero reto.
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