Todas las personas somos críticos (de cine), y así es como debe ser
La tensa relación entre los premios de la Academia y la crítica especializada, según el prestigioso especialista en cine de The New York Times, que acaba de editar un libro sobre el tema
NUEVA YORK.- Hoy, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas cumplirá con su ritual anual de nombrar a los mejores en unas dos docenas de categorías fílmicas. Sobre la elección de este año han llovido críticas por la predecible y vergonzosa homogeneidad de las nominaciones, pero ésa no es la única razón para quejarse.
Soy crítico de cine, o sea, un amargo, un snob, un mercenario de la pluma que intenta castigar a los artistas y arruinarle la diversión al público. Ése es el rol que al menos algunas veces me toca interpretar. Y en tanto tal, quiero decir lo siguiente: olvídense de los Oscar. De hecho, eso es lo que efectivamente ocurre, y basta con recordar la historia. Las ganadoras como mejor película que están a la altura de ese premio, como El Padrino (1972), Piso de soltero (1960) y Vivir al límite (2008), son excepciones en un mar de mediocridades infladas. ¿La vuelta al mundo en 80 días, de 1956? ¿África mía? ¿Crash? ¡Por favor!
La realidad es que el panteón de las mejores películas de todos los tiempos es una larga lista de excluidos, desde El ciudadano, pasando por Haz lo correcto, hasta llegar a Boyhood: momentos de una vida. Es casi una fija que la mejor película de cualquier año que se considere no será la ganadora, o que ni siquiera estuvo nominada.
Es obvio hasta ese punto. Los Oscar son una pavada. ¿Qué nos hace suponer que los 6000 miembros de una asociación profesional aislada y poderosa pueden ser jueces confiables de la calidad de lo que producen? La oligarquía del negocio del espectáculo mal puede participar también del negocio de legislar sobre el gusto.
Pero tampoco el público. Los datos de la taquilla difícilmente sean una respuesta a la ignorancia supina de los jueces y parte de la industria. Avatar levantó más plata que ninguna otra película de la historia, pero a nadie se le ocurriría pensar que es la mejor película de todos los tiempos.
Y vuelvo sobre lo anterior: ¿quién soy yo para hablar? Me gano la vida clasificando, calificando y juzgando películas, integrante de un gremio profesional que se dedica, precisamente, a legislar sobre el gusto y la definición de la excelencia. Si la Academia está en cualquiera, ¿eso en qué me convierte? En un dinosaurio. En un cochero de diligencia en plena era de Uber. En un viejo gritándole a una nube.
En Internet todos son críticos de cine. La anarquía digital le ha bajado los humos a la inflada y siempre sospechosa autoridad de esos desgraciados de la letra impresa, como yo. ¿Quién quiere escuchar a un viejo rezongón cuando existe un algoritmo amigo que basándose en tus elecciones anteriores te avisa que hay algo que "también podría interesarte"?
Atrás quedaron los días del crítico todopoderoso, por más que siempre haya sido más bien un mito, un monstruo alegórico conjurado por los artistas tímidos y sus inseguros admiradores. La crítica siempre ha sido una tarea fundamentalmente democrática. Más que una serie de pronunciamientos, es una conversación interminable. No soy yo diciéndoles lo que tienen que pensar. Somos ustedes y yo conversando. Todo eso era verdad antes de Internet, pero el auge de las redes sociales ha producido el emocionante y desconcertante efecto de hacer que esa conversación sea literalmente eso: una conversación.
Al igual que todas las manifestaciones de la democracia, la crítica es una empresa caótica y conflictiva, donde las reglas son tan cuestionables como los resultados, y los fundamentos filosóficos son frágiles, por no decir evanescentes. A todos nos gustan cosas distintas. Pero también nos amuchamos en comunidades de gusto que pueden ser tan quisquillosas y extremistas como el resto de las tribus con las que nos identificamos. Nos gusta defender lo que nos da placer, y nos ofende que alguien se burle o joda con eso.
Admitimos que nuestras preferencias son subjetivas, pero rara vez nos quedamos conformes con manifestarlas sólo en el ámbito privado. No nos alcanza con decir "Me gustó" o "La verdad que no es lo mío", sino que vamos más allá. Insistimos con aseveraciones taxativas, objetivas: "¡Estuvo genial! ¡Fue una porquería!".
O tal vez sea yo y nada más. Al fin y al cabo, el diario me paga por convertir mis impresiones personales en argumentos persuasivos: no sólo compartir mis sensaciones sobre las películas, sino también calificarlas y aconsejar de alguna manera a los lectores. Así que bien podría ser que todo esto sea para defender mi trabajo: ¡No le hagan caso a la oligarquía de la industria que controla los Oscar! ¡No cedan a la presión cuantitativa de sus pares en Rotten Tomatoes o en Box Office Mojo! ¡Háganme caso a mí!
Y por supuesto que estoy defendiendo la importancia de mi trabajo, por más que sea una forma casi ridícula de ganarse la vida. Los críticos a veces somos valorados, y las más de las veces somos temidos, detestados o directamente ignorados. En la mente de la opinión pública, los críticos somos odiadores aguafiestas. Tal vez seamos sádicos; tal vez, masoquistas. Y aunque nuestra forma de ganarnos la vida sea precaria, la crítica sigue siendo una actividad indispensable. La creación artística es una de las glorias de nuestra especie humana. Somos los únicos dotados de la capacidad de dar forma a representaciones del mundo y de nuestras experiencias en él, de contar historias y de pintar cuadros, de organizar los sonidos en forma de música y los movimientos en forma de danza. Y ese mismo milagro nos confiere la habilidad, incluso la obligación, de juzgar lo que hemos hecho, de explicar por qué algo nos conmueve, nos confunde, nos deleita o nos aburre. Al menos en potencia, todos somos artistas. Y como todos tenemos la habilidad de reconocer y responder a la creatividad de los demás, todos somos también críticos, al menos en potencia. Eso implica que, por sobre todas las cosas, nuestro trabajo consiste en pensar.
Somos demasiado proclives a considerar el arte como una tarea frívola y ornamental, y a entender el gusto como un camino estrecho y fijo por el que avanzamos solos o en compañía de personas afines. Al mismo tiempo, las más de las veces subordinamos los aspectos creativos o placenteros de nuestras vidas a zonas más relevantes de la experiencia, y metemos la dimensión estética de la existencia en los mismos casilleros que ocupan nuestras creencias religiosas, dogmas políticos y certezas morales. Ninguneamos el arte. Magnificamos el sinsentido.
¡Ya basta de eso! El arte tiene la misión de liberar nuestra mente, y la tarea de la crítica es descifrar qué hacer con esa libertad ganada. Si todos somos críticos, es porque todos somos capaces de ir en contra de nuestros prejuicios, de equilibrar el escepticismo con la apertura mental, de aguzar nuestros adormecidos o atiborrados sentidos, y de batallar contra la inercia intelectual que nos rodea. Nos vemos obligados, por lo tanto, a hacer uso de nuestra inteligencia y a tomar muy en serio nuestras propias experiencias. Ser un crítico es ser un soldado de esa lucha, un defensor de la vitalidad del arte y un adalid del arte de vivir.
En otras palabras, es mucho más que un trabajo.
Traducción de Jaime Arrambide
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