Suspiria, donde la expresión artística tiene un precio terrorífico
En 2018 estuvieron de moda las remakes, los regresos y las nuevas versiones de clásicos. Tanto en el cine como en el streaming aparecieron historias conocidas con abordajes modernos y en sintonía con el presente: Nace una estrella, Halloween, La maldición de Hill House. En todas, la premisa parece ser conservar el aura del original, los guiños hacia quienes son incondicionales admiradores, algún actor o actriz que garantice el fetiche del homenaje, todo bajo un aire fresco que nos recuerda que estamos ante una obra distinta que proclama su singular personalidad.
Algo de ello imaginó Luca Guadagnino cuando se animó a reversionar uno de los grandes clásicos del giallo italiano: la Suspiria de Dario Argento. Creador único junto a Mario Bava de aquel género que se apropió del gusto por las tradiciones bastardas que definió a los 70 –estimulado por esa pujanza tardía de la industria italiana y sus atrevidas coproducciones–, Argento ensayó en Suspiria una fiesta de sangre y asesinatos macabros, una puesta en escena artificial y enloquecida. Guadagnino, de origen italiano, pero de una sensibilidad más pulida, decidió un camino atado al cerebral guion que le proponía el estadounidense David Kajganich, al sueño de recrear en sus términos aquel descubrimiento de su adolescente cinefilia.
Si uno repasa la filmografía de Guadagnino, resulta extraño el interés por Suspiria, pero si observa el resultado a la luz de sus películas anteriores, todo tiene un poco más de sentido. Fanático del horror, como le gusta proclamarse, y hacedor de un cover antes que una remake, Guadagnino ha teñido su Suspiria de las mismas ambiciones artísticas que insinuaba en Llámame por tu nombre (2017) e incluso en El amante (2009). Y esto no la convierte en una película esnob o pretenciosa, sino que la afirma en un momento histórico preciso, la adhiere a lecturas políticas aún vigentes y le permite explorar el universo femenino y el potencial de la danza desde una perspectiva adulta y contemporánea. "Para mí, hacer una películas es un acto natural –confesó Guadagnino a Indiewire–. Me gusta creer que cuando se hace una película siempre hay una zona de oscuridad, de incomprensión, que te permite completarte en el momento de llevarla a cabo. Hay que dejarse llevar por la película que está sucediendo".
La historia, en apariencia, es la misma. Una joven bailarina norteamericana llega a Alemania para formar parte de la prestigiosa academia de Helena Markos. Lo que descubre una vez allí es que nada es lo que parece. Argento pone especial atención en el cruce del umbral entre la realidad y ese mundo encantado en el que se sumerge su Susie Bannion, interpretada por una jovencísima e inocente Jessica Harper. En la Suspiria de Guadagnino, esa meca del baile se encuentra en la Berlín de los 70, sumergida en los atentados de la Baader-Meinhof, en los residuos de la vergüenza del nazismo, en los tiempos plomizos del llamado "otoño alemán". Su fotografía es tan opaca como la moral de entonces, ceñida por las tensiones políticas de los extremismos, guiada por ese edificio insignia que es menos castillo gótico que gris fachada de un refugio convertido en prisión.
No son de extrañar los suspicaces reparos que puso Argento a esta nueva mirada sobre su obra pródiga. "No es una película de terror", parece haber sentenciado. Y la verdad es que la intención de Guadagnino es otra. La nueva Susie Bannion (una explosiva Dakota Johnson) no es tan ingenua como parece, y su pasado menonita reverbera en su febril llegada a esa Berlín dividida. El guion de Kajganich rellena los huecos de la historia de Argento y Daria Nicolodi da carnadura a varias de las jóvenes aspirantes a estrellas de la danza –como la notable Sara que interpreta Mia Goth–, le regala a Tilda Swinton varios personajes bajo ingeniosos disfraces de látex y enriquece el trasfondo del misterio con los residuos de un pasado de engaños y ocultamientos que resulta vivo a las luces del presente.
La clave, en este sentido, es el uso de la danza. En Argento, el baile era pálido reflejo del aquelarre que se cuece en las catacumbas de esa mansión. Para Guadagnino, en cambio, el baile es expresión de la distinción de Susie, es explosión de sentidos y temores, violencia sobre un cuerpo femenino en su férrea disciplina, pero también extraña forma de resistencia.
Las extravagantes coreografías no son solo fruto de un influjo del pasado sobre el joven presente que llega, sino un llamado al cuerpo en todas sus formas, las del dolor y el placer, las de la muerte y la vida. Y allí están todas las mujeres de ese conjuro, rostros que Guadagnino recolectó entre los mitos vivientes de los 70: Ingrid Caven, Angela Winkler, la misma Jessica Harper. Todas emergen en esos sueños febriles de cuño junguiano que visitan a Susie por las noches en las paredes opacas de ese santuario de mieles y perversiones.
Más cercana al doloroso espíritu de los melodramas fassbinderianos de poder y dominación, la nueva Suspiria recorre el lugar de la mujer a lo largo de la historia: de madre a bruja, de heroína a villana. La película más personal de Guadagnino se apropia con atrevimiento de una pieza de culto con la firme decisión de que no quede en el cajón de los recuerdos. Porque rehacer los clásicos, aun con desparpajo e irreverencia, sigue siendo una forma de mantenerlos vivos.
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