Streaming para el fin de semana: diez óperas primas de grandes directores para ver en Qubit
Sendas torcidas (They Live By Night, Nicholas Ray, 1948)
Influida por la extraordinaria Solo se vive una vez de su admirado Fritz Lang, la primera película de Nicholas Ray combina ese lirismo trágico que marcó a los personajes marginales de su obra con las oscuras fuerzas del film noir en apogeo por aquellos años. Bowie (Farley Granger en el mismo año de La soga de Alfred Hitchcock) escapa de la cárcel luego de una injusta condena para demostrar su inocencia y tener una segunda oportunidad. Ray filma la huida de sus amantes con una libertad asombrosa, con espectaculares planos aéreos (una toma fascinante desde un helicóptero) y un montaje que evoca los aires experimentales de la vanguardia.
Como luego ocurriría con la explosiva pareja de Gun Crazy en 1950 (y más tarde la de Bonnie & Clyde), la road movie criminal se convierte en una forma de subversión de los valores imperantes en la sociedad estadounidense del momento, en la que el crimen revela las persistentes heridas que el confort y el progreso de la posguerra no había podido subsanar.
Miedo y deseo (Fear and Desire, Stanley Kubrick, 1953)
Luego de su incipiente fama como fotógrafo de la revista Look, de su pasión por el jazz y su formación autodidacta en varios cortometrajes, Stanley Kubrick decidió aventurarse a una carrera profesional como cineasta. Producida en condiciones artesanales y de extrema independencia, su ópera prima es síntesis y anticipo de toda su carrera. Concebida cuando tenía solo 22 años, da cuenta de su meticulosidad y cuidado en la puesta en escena, y representa su idea de "un hombre perdido en un mundo hostil, intentando comprenderse a sí mismo y a la vida que lo rodea".
Esta historia de cuatro soldados de un ejército que sufren un accidente de aviación tras líneas enemigas y deben sobrevivir hasta reencontrarse con los suyos, le sirve a Kubrick para construir un enemigo invisible pero mortífero, que asedia a sus criaturas desde su mismo interior, desde esa imagen que resulta salida de su mismo molde. Como ocurriría luego en La patrulla infernal y Nacido para matar, su incursión en el género bélico es única y desoladora.
Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959).
Mirada definitiva y autobiográfica sobre la infancia que marcó el inicio de la nouvelle vague y el despertar de toda una generación. Bajo el ojo de Truffaut nacía Antoine Donel, alter ego del director y del actor Jean-Pierre Léaud, y representante de aquellos jóvenes crecidos en los años de la guerra, de la pasión literaria por Balzac y el amor incondicional por el cine de Jean Renoir. Truffaut comienza con un recorrido por las calles de París que resulta revelador de esa nueva mirada, ansiosa por descubrir un mundo hasta entonces desconocido.
Triunfadora en Cannes y sinónimo de la renovación a la que aspiraba la Francia de De Gaulle, la ópera prima de Truffaut exuda una cinefilia ardiente y una sintonía inigualable con la niñez, a la que captura en la energía de Antoine a la salida del cine mientras roba un fotograma de Un verano con Mónica o en los ojos de los niños extasiados de asombro frente a las marionetas de una feria. Inicio del ciclo que continuaría con Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga, Los cuatrocientos golpes es también el comienzo de la carrera de un niño adulto y un cineasta inolvidable.
Sin aliento (À bout de soufflé, Jean-Luc Godard, 1960)
Declaración de principios del más iconoclasta de los rebeldes de la nouvelle vague, Sin aliento se convirtió en el cimbronazo definitivo para una industria francesa previsible y anquilosada. Consagró a Jean-Paul Belmondo como el representante de esa nacida adolescencia cinematográfica que jugaba con los arquetipos del noir y que se divertía en un mundo que despertaba luego de la posguerra. Mirada a cámara, corridas en automóvil, y el corte a la garçon de Jean Seberg fueron los íconos de aquel debut fulgurante que contribuyó a cambiar al cine para siempre.
Luego vendrían Anna Karina y las convulsiones del 68, pero el Jean Luc Godard de los tempranos 60 condensó en la irreverencia de Sin aliento su mejor expresión, esa vitalidad burbujeante, esa audacia que se apropiaba de la tradición clásica y la reformulaba, que desnudaba París bajo asombrados ojos, los de un cine que reclamaba un lugar propio.
El cuchillo bajo el agua (Nóz w wodzie , Roman Polanski, 1962)
Película emblema del renacimiento de la industria polaca en los años del deshielo, El cuchillo bajo el agua fue escrita por Roman Polanski en sus años de formación en la ciudad de Lódz junto a su compañero de estudios, Jerzy Skolimowski. Luego de sortear los estrictos controles de la censura comunista, fue filmada con bajos recursos, actores desconocidos y mucha cinefilia e ingenio. Un mundo cerrado, como el que anticipaban sus cortometrajes (entre los que destacan el notable Dos hombres y un armario), se concentra en una embarcación que comparten una pareja de acomodados burgueses y un joven que hace dedo en la ruta.
Polanski concentra la tensión entre sus personajes centrales –detalle que repetirá en toda su obra- y utiliza el entorno –el mar y las condiciones climáticas- como catalizadores de las emociones latentes. Los juegos de poder, crecientemente perversos, ponen de manifiesto las disputas generacionales, los enfrentamientos de clase, y resultan el eco de las transformaciones sociales de toda aquella época. La película fue nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera y catapultó a Polanski a su carrera en Occidente.
Míralos morir (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)
Bajo las órdenes de la factoría de Roger Corman,Peter Bogdanovich pasaba de la cinefilia y la pasión crítica al quehacer cinematográfico. Su debut fue fruto de la casualidad: la vieja estrella de los clásicos de terror de la Universal, Boris Karloff, le debía al productor de la American International Pictures dos días de trabajo para cumplir su contrato. Bogdanovich le aseguró a Corman que podía hacer una película en ese lapso y convertir esa deuda en ganancia. Y así lo hizo: con un guion escrito a toda velocidad y agregados de una vieja película de Corman, Bogdanovich consolidó una obra febril y perturbadora, tan deudora del clasicismo gótico de los 30 como de un presente marcado por la guerra de Vietnam.
Míralos morir combina dos historias: el ocaso de un envejecido actor de películas clase B (explícito alter ego del mismo Karloff) que cree que no hay mejor horror que el que sale de los noticieros, y un veterano de Vietnam en el apacible valle de San Francisco cuya obsesión con las armas lo conduce a un espiral de locura. Con la fotografía de tintes expresionistas del húngaro László Kóvacs (que se haría famoso al año siguiente con Busco mi destino), Míralos morir combina numerosas citas cinéfilas y una ambiciosa puesta en escena con la ambición comercial que fue siempre la marca del universo Corman.
El pájaro de las plumas de cristal (L'uccello dalle piume di cristallo, Dario Argento, 1970)
Primera de las incursiones de Dario Argento en el giallo, fascinante cruce entre el cine de terror y el thriller que dio personalidad a la cinematografía italiana en los 70. Nacido del color amarillo de las revistas policiales de los 30, el giallo consagró su estética a la exuberancia y la experimentación, siendo una vital influencia para directores de la talla de John Carpenter o Quentin Tarantino. Aquí la historia de un misterioso asesino serial se combina con la extraordinaria puesta de Argento, sumergida en una Roma de oscuridad y artificio.
Pieza inaugural de la trilogía ‘Animal’ que integran El gato de las nueve colas (1971) y Cuatro moscas sobre el terciopelo gris (1972), El pájaro de las plumas de cristal comienza con una fascinante escena en una galería de arte, subterránea reflexión sobre el lugar de la mirada en el cine. Tony Musante es un escritor que, como el espectador, queda atrapado en una intriga que se despliega antes sus ojos, entre los intensos rojos de Argento y su cámara en permanente y extasiado movimiento.
Los duelistas (The Duelists, Ridley Scott, 1977)
Basada en El duelo, la novela de Joseph Conrad, Los duelistas es la historia de una obsesión. Dos húsares de la Francia napoleónica conducen su vida a un enfrentamiento permanente, en el que honor y orgullo se entremezclan hasta fundir para siempre su significación. Ridley Scott deslumbra con un minucioso detallismo en la recreación de una época –más interesada en el íntimo efecto en el espectador que en su precisión histórica–, que recuerda la radical odisea de Kubrick con Barry Lyndon. Aquí, la tenue iluminación y el aura mortuoria que rodea esos exteriores se amalgaman con espectaculares coreografías de duelos, secretas encrucijadas de las que ninguno de los participantes puede escapar.
Antes de su atracción por la distopía noir y el horror futurista, Scott formula un mundo de resonancias literarias, en el que la Historia apropiada por el genio de Conrad cobra ecos profundos y personales. Celebrada en Cannes como la Mejor Ópera Prima de aquel 1977, deslumbra por su cercanía con las pasiones de los personajes, prisioneros de un destino que los persigue hasta el último de sus días.
Cabeza borradora (Eraserhead, David Lynch, 1977)
Cabeza borradora se presentó en una función de sábado a la medianoche en un cine de Nueva York hasta convertirse en un inesperado objeto de culto, venerado entonces por sus repentinos fans con el lema: "Yo la he visto". Antes que a una película, la ópera prima de David Lynch evocaba una perturbadora experiencia, nacida de una visión febril y alucinada como la que se plasmaba en esos excéntricos artefactos culturales con los que había sorprendido a todos en sus años de estudiante: a sus padres, a sus profesores del American Film Institute, a sus fascinados mecenas.
Ese retrato oscuro y perturbador de la vida de un empleado de imprenta kafkiano demoró cinco años en concretarse y se filmó en unas instalaciones abandonadas de Beverly Hills donde Lynch diseñó ese entorno sombrío e industrial, definido por bancos de niebla y sinfonías mecánicas. El terror estaba condensado en la escalofriante figura del bebe monstruo, especie de alienígena con una cabeza pelada y viscosa y una cola envuelta en vendas. Ese imaginario imposible de clasificar definió el itinerario posterior de Lynch, tan ecléctico como asombroso, tan audaz como duradero.
Perros de la calle (Reservoir dogs, Quentin Tarantino, 1992)
Perros de la calle se convirtió en toda una sensación desde su presentación en el Festival de Cannes en 1992: con una compleja estructura narrativa, una violencia espectacular, numerosos guiños intertextuales y un uso notable de las canciones populares, el debut de Tarantino lo sacaba del rincón del freak de videoclub para convertirlo en un exponente tardío del neonoir, que combinaba el arte pop, la historieta, el giallo y el cine clase B de los 50 con una mirada moderna y renovadora. La historia del robo a una joyería organizada por un veterano criminal y una pandilla de ladrones desconocidos y apodados con nombres de colores resultaba una oda al fracaso y la elusión.
Tarantino escamotea la acción y explota los climas al máximo, haciendo de las consecuencias brutales y absurdas de las peores decisiones el alma negra de su película. Sus diálogos plagados de anécdotas y digresiones que rozan el ridículo se convierten a partir de aquí en una marca de estilo de su cine, capaz de vestir con distinción su narrativa circular, sus explosiones gore y su extraordinaria lectura de los géneros clásicos, fieles al reflejar como pocas formas artísticas el violento despertar de todos los instintos humanos.
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