Stella, una vida expone los profundos dilemas morales de un mundo en guerra
Basada en hechos reales, la película explora la vida de una joven judía que en tiempos de la Alemania nazi atraviesa la profunda contradicción de reconocerse al mismo tiempo como víctima y culpable
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Stella, una vida (Stella. Ein Lieben, Alemania-Suiza-Austria-Reino Unido/2023). Dirección: Kilian Riedhof. Guion: Marc Blöbaum, Jan Braren y Kilian Riedhof. Fotografía: Benedict Neufels. Música: Peter Hindertür. Edición: Andrea Mertens. Elenco: Paula Beer, Jannis Niewöhner, Katja Riemann, Lukas Miko, Bekim Latifi. Distribuidora: CDI. Duración: 121 minutos. Calificación: solo apta para mayores de 13 años con reservas. Nuestra opinión: buena.
“El mundo está dormido / vamos a portarnos mal”. La contagiosa melodía de “Let’s a Misbehave”, el clásico de Cole Porter que está muy cerca de cumplir un siglo, nos anticipa al comienzo de esta ambiciosa producción alemana el destino de su protagonista. La figura central, dueña casi absoluta de esta historia desde el título mismo, es una chica muy bella, desenfadada, simpática a más no poder y decidida en todo momento a ocupar el centro del escenario.
En ese comienzo, ambientado en Berlín y en 1940, Stella Goldschlag es una joven cantante y aspirante a estrella que imagina, junto a sus entusiastas compañeros, un destino en Broadway, todos definitivamente conquistados por el espíritu del jazz. Pero Estados Unidos está muy lejos para todos, sobre todo para una joven judía atrapada en medio de una pesadilla que todavía no muestra su rostro más oscuro.
La guerra ya estalló pero todavía no se aprecia en las calles y la vida mundana (ensayos, fiestas, paseos románticos) aun es posible. Hasta que la cruel realidad se nos presenta ante nuestros ojos: hay 50.000 judíos a la espera (inútil, estéril) de una visa que les permita escapar de un destino que todos ya vislumbran como ominoso y fatal. La familia de Stella está al final de esa interminable fila.
Un salto en el tiempo, de los muchos que tiene un relato concebido a excesiva velocidad, nos lleva rápidamente al centro mismo de ese infierno de trabajos forzados, segregación y castigo infinito para los judíos en la Alemania nazi. Pero Stella no se resigna a ese destino en forma de condena y decide a partir de ese momento transformar su vida en un recorrido constante por la cornisa.
Son las decisiones que tomará desde entonces lo que le da definitivo sentido y relevancia a todo lo que se cuenta. El nombre de Stella Goldschlag quedó impreso en la historia como símbolo de la víctima del Holocausto que al mismo tiempo puede convertirse en verdugo. No queda claro en el camino elegido en esta película si su conducta responde a un instinto de supervivencia, a la necesidad de salvar la vida de sus padres o a llevar al extremo un temperamento de rasgos egoístas, cínicos y manipuladores.
Hay una visible intención de evitar cualquier juicio de valor sobre el ambivalente proceder de Stella y dejar que el espectador saque sus conclusiones frente a un escenario de complejísimos dilemas morales. Esta decisión podría verse a priori como la más adecuada en términos artísticos, pero se ejecuta con una incómoda liviandad que deja por ejemplo espacio para unas cuantas escenas de calculado e innecesario efectismo.
La película nos lleva a compartir el frenético viaje (al estilo de Bonnie y Clyde) compartido por Stella y otro personaje hecho a esa medida, el falsificador de pasaportes Rolf Isaacson (Jannis Niewöhner), junto a quien la mujer pone en marcha la más desdichada de todas sus decisiones: transformarse en delatora de sus propios congéneres, a sabiendas de que al identificarlos quedaban inmediatamente sentenciados a muerte en los campos de exterminio.
Hay escenas que resuelven con logrados recursos visuales y de montaje esa complicadísima encrucijada y otras en las que el relato cae en la búsqueda del impacto desde una elocuencia innecesaria cuando vemos a Stella cruelmente golpeada (al borde de la tortura) por miembros de la Gestapo o cuando se entrega con dos de sus amigos a un frenesí de sexo y libaciones filmado como si fuese un videoclip en el asalto a la mansión inhabitada de unos simpatizantes del régimen.
Los veloces saltos temporales (más abruptos en la esquemática exposición de la vida de la protagonista a partir de la posguerra) le quitan precisión narrativa a una historia que, al mismo tiempo, saca provecho de un marco visual muy atractivo, de colores potentes y cuidada reconstrucción de época que el cinemascope se ocupa de realzar. Con expresividad y compromiso, sobre todo en la mirada, Paula Beer asume las intrincadas y difíciles preguntas sobre su personaje que la película prefirió no exponer del todo.
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