Star Wars: adiós a más de cuatro décadas de mundos increíbles y personajes extraordinarios
Está por cerrarse una historia que ocurrió hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana. Una travesía que nos llevó a lo largo de 42 años por universos increíbles de la mano de personajes extraordinarios. Tenía 16 años en 1977, cuando se estrenó la primera película del universo Star Wars. Por lo tanto, puedo decir con toda autoridad que pasé casi toda la vida atento a la evolución de esta aventura. Pasé por el frenesí de su aparición, por la incertidumbre de sus largas pausas, por la ansiedad del regreso. Y, ahora, por las incógnitas que preceden el final.
Eso sí: nunca tuve el ánimo ni el fervor del fan que fue construyendo con los años, ladrillo a ladrillo, un edificio inmenso de entusiasmo incondicional. Tampoco la conducta esperada de los seguidores más fieles, esos que alimentan y expresan su devoción desde la disciplina entusiasta del coleccionismo. Atesorar objetos de ese mundo fascinante, ya lo sabemos, refuerza cada día la identificación con una bandera, con un estilo, con una sucesión de rituales inalterables. No fue mi caso.
Pero hubo algo que se mantuvo intacto en mi interior durante todos estos largos años. El entusiasmo por seguir al detalle toda la evolución del universo Star Wars en la pantalla grande. Sencillamente porque descubrí desde el comienzo que no hay lugar más grande, más atrayente y más extraordinario que el cine para vivir todas estas aventuras sin perder ni un momento la capacidad de asombro. Ni al principio ni ahora, cuando el desenlace está a la vista.
Un poco sorprendido descubro que la memoria acumula y organiza en este caso los recuerdos con una perspectiva que coincide con el diseño de la saga. Podría dividir tranquilamente los recuerdos personales conectados con Star Wars en clave de trilogías. Pensándolo un poco mejor, no veo otra manera de hacerlo. Al fin y al cabo, George Lucas y sus continuadores llevaron adelante una planificación muy precisa al respecto. Los tiempos de la aventura pueden llegar a confundirse y en algún momento siempre aparecerá la exigencia de volver a ver la saga completa en términos cronológicos, partiendo del Episodio I y no desde el IV, que fue el primero en estrenarse. Pero el proceso natural de viajar al pasado con la memoria reconoce el punto de partida inevitable en 1977, año de estreno del primer largometraje conocido e identificado con este sello.
Para mí, ese momento sigue llamándose La guerra de las galaxias. Y por extensión le atribuyo la misma denominación a la saga completa. Me cuesta usar el original anglosajón, tal vez porque el recuerdo originario de un relato que perdura en el tiempo queda siempre marcado a fuego. Después, la costumbre, la necesidad de organizar los diferentes capítulos de la historia y las responsabilidades profesionales me llevaron a asimilar el nuevo título que mucho después se le confirió a ese primer episodio: Una nueva esperanza (A New Hope).
Nadie imaginaba eso en 1977. Y mucho menos frente al contacto inicial con la aventura, en los primeros días de enero de 1978 en un cine de Mar del Plata que ya no existe, ubicado a metros del cruce entre las avenidas Luro e Independencia. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Una vuelta asombrosa a las historias de ciencia ficción que conocíamos. Esas naves que atravesaban estrechísimos desfiladeros en plena persecución mientras trataban de esquivar los proyectiles enemigos y tratar de no chocar contra los barrancos. Esas espadas luminosas que le daban una condición mágica y mítica a quienes las empuñaban. Esos personajes de contornos inverosímiles (criaturas extrañísimas o robots de torpes movimientos) que acompañaban a los humanos y nos hacían reír. Esos héroes jóvenes y con nombres misteriosos que habían resuelto luchar contra el Mal. Salíamos del cine con unas ganas locas de prolongar la experiencia, de hacer que no termine nunca. Allí quizás esté el secreto del éxito del merchandising, que por primera vez en la historia adquirió con esta película contornos gigantescos. No había objeto asociado con Obi Wan Kenobi, Han Solo, la princesa Leia y todos los personajes creados por Lucas que no quisiéramos tener.
La pausa interminable que siguió al estreno de El retorno del Jedi (1983) me llevó casi a olvidar que el mundo de La guerra de las galaxias ya había terminado, que era cuestión del pasado. Todo cambió, según recuerdo, cuando Lucas reapareció y supimos con alegría que iba a volver a ponerse al comando de la travesía. Así llegó la segunda trilogía en forma de precuela que supuestamente nos explicaría el origen de esta batalla interminable entre la Fuerza y el Lado Oscuro. Ese cuadro básico era lo que conservábamos en la memoria, junto con las espadas de luz, algunos nombres imposibles de olvidar, el Halcón Milenario y, por supuesto, Ar-tu-ri-to.
En mi caso, el reencuentro se produjo en un cine de Los Ángeles durante un viaje de trabajo. Aquel Episodio I fue el primer contacto con una proyección digital. Tan perfecta desde la imagen como fría en su concepción. Fue, literalmente, una experiencia desangelada. Un videojuego que nos obligaba a la fuerza a un puro acto de contemplación, porque no podíamos tomar parte de él. El problema es que detrás de una imagen perfecta, de formas y colores impecables, no había nada. Solamente un gélido desapego. En ese episodio y los dos sucesivos (el II y el III de la saga) nos fuimos del cine con la piel de gallina. No por la emoción, sino por el frío. No podíamos creer que una aventura que recordábamos tan intensa alcanzara allí el límite del congelamiento. Casi, casi, un rigor mortis.
Pero el espíritu se mantenía. Y cuando supimos, diez años después de La venganza de los Sith que La guerra de las galaxias continuaba, ahora de la mano de J. J. Abrams, volvimos a entusiasmarnos. Sobre todo porque Abrams había dicho explícitamente que quería volver a las fuentes. Y esas fuentes permanecían íntegras en nuestra memoria más feliz. En ese sentido, no tengo guardado un momento más emotivo en los 42 años de viajes junto a Star Wars que el momento del trailer del Episodio VII (El despertar de la fuerza) en el que Han Solo le dice conmovido a Chewbacca: "Estamos en casa". Allí sentimos que todo volvía a cobrar sentido. Harrison Ford había envejecido espléndidamente y su Han Solo regresaba cuatro décadas después con la misma nobleza y el mismo espíritu aventurero. La Leia de Carrie Fisher conservaba su vieja mística. Y los nuevos (Poe, Finn, Rey) lograban revitalizar la historia, mezclando virtuosamente el recuerdo del pasado y las ganas de seguir adelante con la aventura.
Todo terminó de unirse con la reaparición del viejo Luke Skywalker (Mark Hamill), en una secuencia concebida al final del Episodio VII con la plenitud del aura mítica de toda la saga. Vi esa película junto con los grupos de fans argentinos más incondicionales de Star Wars, algunos de ellos con los trajes y accesorios de los grandes personajes de la historia. No podría nunca sentirme como ellos, pero la vieja emoción que provocan las grandes historias narradas en una pantalla gigante también me atrapó. Y esa energía, fortalecida por una curiosidad inmensa, me lleva a esperar con una ansiedad que no hubiese imaginado el cierre de la saga. Al fin y al cabo, el regreso a la entrañable galaxia muy, muy lejana me acompañó casi toda la vida.
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