Sly, el documental en el que Sylvester Stallone desnuda verdades pero esquiva algunas sonadas polémicas
Estrenado por Netflix, una plataforma con la que el protagonista tiene otros vínculos comerciales, está narrado en primera persona y repasa sus grandes éxitos en el cine de Hollywood
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Sly (Estados Unidos/2023). Dirección: Thom Zimny. Fotografía: Justin Kane. Edición: Thom Zimny y Annie Salsich. Duración: 95 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
Difícil que los documentales sobre grandes estrellas de Hollywood en los que los protagonistas están directamente involucrados escapen de la versión edulcorada de una biografía que en verdad tuvo una variedad de matices y claroscuros. Pasó con Arnold, otra producción de Netflix en la que el gigante austríaco Arnold Schwarzenegger eludió con astucia y cierto descaro cualquier tópico que pudiera resultar polémico, ya sea de su vida privada como de su carrera política en el Partido Republicano.
Sly está en esa misma línea, e incluso la perfecciona. La película, en la que Stallone aparece también como productor asociado, replica en otro envase una estructura dramática que este neoyorquino que cumplió en junio pasado 77 años probó como eficiente en su exitosa carrera cinematográfica: la historia del hombre que se hizo a sí mismo, que aún saliendo del barro logró superar todas las adversidades que se interpusieron en su camino e igual llegó al estrellato. El formato clásico del sueño americano, digamos.
Pero aquí la idea es otra: en lugar del tono celebratorio, Stallone y Thom Zimny, encargado también de dirigir el documental biográfico Western Stars, sobre otro working class hero americano, Bruce Springsteen, eligieron la gravedad. Lo que vemos es un hombre maduro que siente orgullo y nostalgia por su pasado estelar y condimenta su discurso oficial con consignas que suelen encontrarse en cualquier libro de autoayuda.
Stallone se enfrentó con problemas desde siempre: las complicaciones que su madre tuvo en el parto cuando nació, en 1946, provocaron esa parálisis facial que le dio a su rostro una fisonomía característica que, obviamente, fue un límite para su expresividad. También lo son desde hace años los abusos con el bótox al que se entregan casi todos los profesionales de una industria, la de Hollywood, que exige juventud eterna.
Después de estudiar en Miami y antes de regresar a Nueva York para vivir allí con una novia que también intentaba dar sus primeros pasos como actriz, Sly debutó como actor en un film de porno soft, The Party at Kitty and Stud’s (1970), y cobró 200 dólares por dos días de trabajo. El documental excluye ese dato de la misma manera que ignora cualquier otro que pueda empañar el relato del Stallone heroico que tuvo una vida muy parecida a la de Rocky Balboa, su personaje más emblemático.
En ese sentido, el documental es engañoso: hay una serie de reflexiones sobre el paso del tiempo y las cosas que de veras importan a la hora de los balances existenciales que intentan delinear un Stallone sincero y dispuesto a desnudar sus preocupaciones y debilidades más íntimas, pero son parte de un guion bien estudiado que tiene disparador, nudo y desenlace, como sus películas más logradas.
Hay algo en esa construcción narrativa que es indiscutible: despreciado por la industria -no había podido ni siquiera conseguir un papel de extra en El padrino (1972), la consagración de Francis Ford Coppola, y sus apariciones en películas como MASH (1970), de Robert Altman, y Bananas (1971), de Woody Allen, eran fugaces y sin acreditar-, Stallone tomó una decisión y la llevó a cabo, la de escribir, producir y protagonizar sus propias películas, con John G. Avildsen (director más tarde de la trilogía de Karate Kid) como socio en Rocky (1976), el inicio de una saga millonaria que se ha extendido con diferentes focos hasta 2018 (Creed II), y Rocky V.
Buena parte del resto de las películas centradas en las hazañas y los sinsabores de ese boxeador con perfil de héroe para el bronce las dirigió él mismo. Y no lo hizo mal, no solo por el rendimiento comercial que tuvieron. Hoy, a casi cincuenta años de su estreno y de que el New York Times dijera que se trataba de “un producto de los años 30″, Rocky es considerada un clásico de Hollywood. El tiempo le dio la razón a Sly, a su templanza y su tesón como self made man.
Con desniveles, la obra de Stallone, que después repitió su estrategia de todoterreno en otras dos franquicias exitosas, las de Rambo y Los indestructibles, y se consolidó como estrella indiscutida del cine de acción, ha dejado una marca. Y si bien es cierto que su contenido ideológico más evidente es reaccionario, también es verdad que admite lecturas de subtextos que agregan más miga.
Como Taxi Driver, estrenada el mismo año que Rocky, la historia John James Rambo, un veterano de guerra traumatizado, igual que el inquietante Travis Bickle que hizo famoso a Robert De Niro a través del film de Scorsese, es la de un hombre que es rechazado por haber hecho algo que lo obligaron a hacer. Los dos son outlaws que buscan algún espacio en un entorno social que los repele. Rambo fue el brazo armado de la era Reagan, pero al mismo tiempo se puede observar como el símbolo de la negligencia inhumana de Nixon, obstinado en continuar un inviable conflicto bélico incluso cuando era muy notorio que estaba destinado a un rotundo fracaso.
Es el propio Stallone el que, lógicamente, pone en valor su obra en Sly, con las colaboraciones entusiastas de un fan confeso, Quentin Tarantino, su “enemigo” imaginario Schwarzenegger -que se deshace en elogios para Sly- y algunas otras voces cuidadosamente seleccionadas -Talia Shire, Henry Winkler, John Herzfeld- por él mismo y por Netflix, que vela por la buena imagen del productor de uno de sus reality shows estrella, Ultimate Beastmaster. Pero más allá de los lugares comunes con los que se pretende sumar “profundidad” (la vida es un soplo que se extingue sin que prácticamente nos demos cuenta, nos dice el Stallone narrador), como en cualquier biografía autorizada, en Sly las omisiones están a la orden del día.
No hay rastros de los comentarios homofóbicos del general Manfredi que interpreta en la serie Tulsa King (disponible en Movistar+ y Paramount+) y sus declaraciones a la prensa de los Estados Unidos al respecto (habló de “progresismo idiota que busca complacer a una minoría ruidosa y ofender a una mayoría silenciosa con contenidos políticamente correctos”), ni de su arresto en Australia por introducir hormonas y esteroides ilegalmente al país, ni mucho menos algún análisis sobre el despliegue de violencia y el significado político de sus películas más célebres. Tampoco de las dos películas de su interminable saga boxística en las que Adonis, el hijo del archirrival de Rocky, Apollo Creed, corrió del centro de la escena al personaje de Stallone y que catapultaron a la fama a Michael B. Jordan, un competidor más joven del que Sly probablemente esté un poco celoso. Son “olvidos” que resuenan especialmente por la intención manifiesta de presentar a Sly como un documental en el que su protagonista se muestra al desnudo cuando, por el contrario, está más seguro y protegido que nunca.
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