Sean Connery, el caballero que se hizo desde abajo y nunca quiso volver a ser James Bond
"Estuve pensando en una autobiografía. Pero renuncié a hacerla porque tendría que pasar el resto de mi vida corrigiendo un montón de libros con datos falsos sobre mí". Cuando Sean Connery –quien murió hoy, a los 90 años – hizo esta revelación ya tenía completamente decidido que no volvería a hacer películas. Fue en 2006, cuando interrumpió lo que ya era un plácido retiro en las Bahamas para recibir un reconocimiento en el festival de cine de Edimburgo, su ciudad natal.
Habían pasado apenas tres años del estreno de La liga extraordinaria, su último papel en la pantalla. De allí en adelante se negaría a aceptar propuestas, sencillamente porque nadie le ofrecía en ellas un papel protagónico. Lo último que deseaba era jubilarse, pero al mismo tiempo se rehusaba a ocupar otro lugar que no fuese el del personaje central. "Todo lo que hice ha sido respetando mis propios ciclos, mis propios tiempos, con mi propio sudor. Si las cosas no funcionan como a mí me gusta, me voy", le dijo una vez a la revista Playboy.
Se había ganado ese lugar con esfuerzo, pero también como resultado de una suma de talento y de perseverancia, hasta convertirse en uno de los actores que mejor expresó lo que significa tener carisma y presencia cinematográfica. Su figura en la pantalla siempre fue imponente, magnética, poderosa. Y como si eso fuese poco, enriquecía el cuadro con un talento interpretativo admirable.
Ese silencio voluntario que duró casi dos décadas no redujo en lo más mínimo la popularidad de Connery, la admiración que siempre despertó en el público, lo fácil que era para todos reconocer su figura e identificarlo a la vez como artista notable y como estrella con luz propia. Son muy pocos los que pueden certificar esa doble condición. Por eso se entiende tanta consternación ante su pérdida. La vida que se apagó tranquilamente, en su hogar del Caribe, es la de una personalidad con la estatura suficiente como para que cada una de sus apariciones en el cine haya sido vista y sentida como insustituible.
Connery quedará en la historia como el actor que modeló definitivamente la identidad de James Bond, uno de los personajes más populares del cine de todos los tiempos. Y también como el primero en darse cuenta de que ese personaje podía convertirse para su intérprete en una jaula de oro. Supo escapar de ella a tiempo para poner en marcha una carrera que lo llevó a aprovechar con energía infatigable toda clase de desafíos y oportunidades. Resistirse a cualquier encasillamiento fue una de sus grandes virtudes.
En el terreno artístico no le quedó sueño sin realizar. Pero no pudo cumplir fuera de él su anhelo más deseado. "Lo que más quiero en el mundo es la independencia de Escocia", dijo una vez sobre la causa por la que batalló infinidad de veces en foros y campañas políticas. Frustrado por los sucesivos éxitos que el no a la independencia obtuvo de manera mayoritaria en sucesivos referéndums, llegó a decir que solo regresaría a vivir a Escocia una vez que triunfara la voluntad separatista encarnada por la agrupación con la que se identificó, el Partido Nacionalista Escocés. Eso no le impidió aceptar de muy buen grado el título de "sir" con el que la reina de Inglaterra lo invistió en julio de 2000.
Connery fue un caballero que se hizo desde muy abajo. Había nacido el 25 de agosto de 1930 en un hogar humilde de Edimburgo como Thomas Sean Connery. Su padre era camionero y su madre, empleada de limpieza. Tuvo que dejar la escuela a los 15 años para ayudar a su familia. Fue repartidor de leche, albañil, guardavidas y pulidor de ataúdes. Trabajaba de día y por la noche se dedicaba al fisicoculturismo, lo que le permitió ganar un premio en el concurso de Mister Universo para la categoría de "hombres altos" (medía 1,89).
Se alistó más tarde en la Armada británica y hasta tuvo la oportunidad de hacer carrera en el fútbol, pero se dejó llevar por el arte. De cualquier manera, mantuvo el interés por ese deporte hasta el final, muy pendiente del club de sus amores, el Glasgow Rangers. Claudio Caniggia recuerda siempre las charlas que mantuvo con Connery cuando jugaba en ese club. Y Agustín Mario Cejas, arquero del Racing campeón intercontinental en 1967, le contó una vez a LA NACION que el actor lo fue a saludar después del partido en Glasgow contra el Celtic, archirrival del Rangers. "En el vestuario vino un tipo pelado a saludarnos. Yo solo lo conocí cuando se presentó como Sean Connery: sin el peluquín era imposible reconocerlo. En la ficción nos mata con la pinta, pero acá no es competencia", contó Cejas.
En ese momento ya era famoso. Ya había hecho cinco de las seis películas oficiales con las que ayudó a construir el mito definitivo de 007, el agente secreto con licencia para matar: El satánico Dr. No, De Rusia con amour, Dedos de oro, Solo se vive dos veces y Operación trueno. Luego llegarían Los diamantes son eternos y la "no oficial" Nunca digas nunca jamás. En manos de Connery, James Bond era un espía británico que cumplía sin el menor complejo su misión mientras se daba los grandes gustos de la vida: viajes a lugares exóticos y romances con las mujeres más hermosas.
Ian Fleming había imaginado a un Bond más áspero, oscuro y enigmático en su vida personal, facetas que solo quedaron plenamente manifestadas en la etapa más reciente, con Daniel Craig como intérprete. Connery vistió a su 007 de virilidad, arrojo y un inmenso amor propio. Y así fue armando al mismo tiempo su imagen en el cine. Después de él, cinco actores ocuparon ese lugar y pronto habrá un sexto. Todos tuvieron que reflejarse en el espejo de Connery. No será el Bond definitivo, pero para muchos seguirá siendo siempre el mejor de todos. Y, por supuesto, el que inició esa historia.
Connery logró el papel de 007 después de una rigurosa selección entre decenas de candidatos. La historia más indiscreta cuenta que la decisión se tomó después de la opinión decisiva de la esposa de uno de los productores, una de las tantas beneficiadas por el poder de seducción de un galán de porte varonil, alto y musculoso, al que los hombres de su tiempo querían parecerse.
Connery siempre se tomó con mucho humor (otra de las características de su personalidad) esa identificación. "No creo que haya muchos muertos en esa clasificación", dijo cuando la revista People lo incluyó en el cuadro anual de los hombres más sexies del planeta. La misma publicación llegó a ponerlo alguna vez en la cima de una lista parecida que abarcaba todo el siglo XX. Y otras publicaciones también lo distinguieron en esa línea usando categorías como el "estilo" y su extraordinaria voz, de clásico, poderoso y profundo acento escocés. George Martin recurrió a ella para la versión recitada de "In My Life" en el álbum con temas de los Beatles que grabaron varias grandes estrellas del cine.
Esa apostura ya asomaba como cualidad destacada en los trabajos artísticos iniciales de Connery. Tras empezar detrás de escena como maquinista del King’s College apareció por primera vez en el coro del musical South Pacific. De allí pasó a frecuentar elencos de programas de TV del Reino Unido en el último tramo de la década de 1950, hasta que llegó Bond y todo cambió para él.
Con el tiempo se dio cuenta de que se había logrado librar de 007 en el momento oportuno para abrirse un camino que el tiempo demostró fértil y lleno de oportunidades. Más de 50 títulos, muchos de ellos verdaderamente memorables, hicieron de Connery una figura esencial del cine sobre todo en las últimas tres décadas del siglo XX. Hizo grandes trabajos para directores de relieve como Alfred Hitchcock (Marnie), John Huston (la magistral El hombre que fue rey, inspirado en una obra de Kipling), Sidney Lumet (Negocios de familia) y John Milius (El viento y el león). Incursionó en la ciencia ficción (Zardoz, de John Boorman), en el cine de guerra (El día más largo, de Ken Annakin) y en las aventuras de época (Robin y Marian, de Richard Lester, donde personificó a un Robin Hood entrado en años). De la mano de Steven Spielberg se divirtió en Indiana Jones y la última cruzada como el padre del aventurero encarnado por Harrison Ford. Y comandó un submarino nuclear ruso en La caza del Octubre Rojo.
Connery pasó en la Argentina alrededor de un mes en 1990 para participar del rodaje de Highlander II, después de que la producción de un largometraje costoso y muy complicado de hacer sorteara los problemas derivados de una hiperinflación y de las regulaciones que siempre complican el trabajo de producciones extranjeras.
Jugó al golf con Roberto De Vicenzo y fue recibido por el entonces presidente Carlos Menem junto a la otra gran estrella del film, el francés Christopher Lambert. La película tuvo entre otros escenarios el mismísimo Teatro Colón, ambientado para la excéntrica representación de una ópera de Wagner. El anecdotario de su estada en Buenos Aires fue infinito. Se llegó a comentar, por ejemplo, de que era tan grande el entusiasmo por las medialunas que le servían en los desayunos de su estada en el Hotel Alvear que el propio establecimiento, a través de un abogado que era huésped habitual, enviaba dos veces al año varias docenas a la casa de Connery en Marbella (España).
Tal vez la cumbre actoral de su carrera haya sido el Oscar al mejor actor de reparto que recibió por su magnífico aporte a Los intocables, de Brian de Palma, en 1988. Fue su única nominación al premio mayor de Hollywood. Todavía hoy muchos afirman que también lo merecía por el monje filósofo de El hombre de la rosa, adaptación de la novela de Umberto Eco, o el escritor ermitaño con ecos de J. D. Salinger de Descubriendo a Forrester.
Con todo, nunca se sintió parte de la comunidad de Hollywood. Poco afecto a las fiestas y a la vida social impuesta por la industria del entretenimiento prefería pasar la mayor parte del tiempo lejos de allí. Eligió primero una residencia en la Costa del Sol española que en un momento se vio envuelta en un escándalo inmobiliario con denuncias por supuesta evasión fiscal y luego una casa en las Bahamas, convertida en hogar definitivo inclusive antes de que la certeza del retiro no tuviese vuelta atrás.
"Es maravilloso ver que un tipo con tanto talento mejora con los años y que cuanto más viejo está más se hace querer", confesó la actriz Candice Bergen, que actuó junto a Connery en El viento y el león. Esa admiración se extendió a la mayoría de sus pares ("No hay más de siete estrellas genuinas en el mundo y una de ellas es Sean", llegó a decir Spielberg), pero también tuvo algún momento oscuro en el plano más íntimo de la vida del actor.
En mayo de 2006, Connery fue acusado por su primera esposa, la actriz australiana Diane Cilento, de haberla maltratado física y psicológicamente. Cilento estuvo casada con Connery entre 1962 y 1973 y de ese matrimonio nació el único hijo del actor, Jason Connery, de discreta carrera como actor y director. Cilento logró que Connery dejara a la fotógrafa Julie Hamilton, con quien convivía, y se casó con él mientras estaba embarazada de su anterior esposo, un escritor italiano. La extrañísima boda se hizo en Gibraltar, con dos taxistas como testigos, y en medio de discusiones que empezaban a levantar temperatura.
Cilento reveló más tarde que los malos tratos se hicieron costumbre pese a que la unión duró algo más de una década. Y que también padeció las constantes infidelidades de Connery, a quien se le atribuyeron romances con Brigitte Bardot, Ursula Andress, Raquel Welch, Jill St. John y otras actrices menos conocidas. Llegó a denunciar que el actor había desheredado al hijo de ambos. "No he visto a esta mujer en 7 años y ella no sabe nada de mí ni de mi actual vida. Diane no ha podido salir adelante después de nuestra separación y ya he tenido que lidiar con acusaciones suyas de que yo era violento con ella y tonterías así. Ahora las mentiras se tornan aún más viciosas y, lo que es peor, ha metido a nuestro hijo", replicó el actor. Cilento falleció en octubre de 2011.
Alguna vez llegó a decir que no veía nada malo en el hecho de pegarle a una mujer, cuando ese tipo de dichos no provocaban el escándalo inmediato que causarían hoy. Pero es igual de cierto que dejó de hablarse de la agitada vida sentimental de Connery desde que encontró la paz junto a su segunda esposa, la artista plástica franco-mallorquí Micheline Roquebrune, que lo acompañó desde 1975 hasta el final de su vida.
Ese equilibrio tan buscado fortaleció todavía más sus convicciones. El recelo con el que siempre miró a la industria de Hollywood se hizo todavía más visible. Nunca quiso dejar de trabajar o forzar su jubilación, pero nunca tuvo paciencia ante una maquinaria que lo excedía por completo. Había dado una prueba temprana cuando renunció a James Bond, cansado de ponerse al servicio de los trucos y los gadgets que el personaje usaba cada vez más. Y los disgustos en el rodaje de La liga extraordinaria superaron todo límite. "Los dolores de cabeza que generan estas megaproducciones agotaron todo mi entusiasmo. Pierden tanto tiempo en Los Angeles hablando del negocio que se olvidan de hacer la película", reconoció en ese momento.
La historia registrará que nunca quiso saber nada con volver al mundo de 007, pese a recibir infinidad de ofertas en ese sentido. Tampoco se arrepintió de haber rechazado otras propuestas potencialmente atractivas como la de interpretar a Gandalf en las películas de El señor de los anillos. Cuando un libro no lo atraía, decía de inmediato que no. Y la obra de Tolkien jamás le interesó.
"Creo que hay dos clases de personas –contó a una vez en un reportaje de Playboy–. Los que viven bajo una cáscara y esperan la jubilación, y los que salen por ahí con los ojos bien abiertos. Yo siempre he andado por el mundo con los ojos atentos y preparado para mandarlo a paseo". El hombre que soñó con llegar a viejo "con un bello rostro, como el de Hitchcock o el de Picasso", cumplió todos sus propósitos. La historia de su vida está en la pantalla, en ese cine grandioso que lo tuvo como estrella. De las más grandes de la historia.
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