Romy, la invitada
"El cine -decía Truffaut- consiste en hacer hacer cosas bonitas a mujeres bonitas." No hay declaración pública de François Ozon que rubrique una definición tan radical y tan galante como la del inolvidable hombre que amaba a las mujeres, pero a falta de ella está el encantador testimonio de su último film, conocido aquí hace pocas semanas. "Ocho mujeres" deja en evidencia que en el cine que nutrió el imaginario del joven realizador francés, las actrices eran grandes, además de bonitas, acentuados su glamour y su personalidad por las historias que se les confiaban y por directores que sabían subrayar sus valores, aprovechar su misterio, exaltar su brillo estelar. Bien puede suponerse que fue para recuperar aquella magia de los films de Cukor (o de Hitchcock, o de Douglas Sirk) que Ozon proyectó esta infrecuente reunión de mujeres. Y que lo hizo también llevado por la gratitud y la voluntad de rendir homenaje a las estrellas. A todas las que admira, no sólo al cotizado grupo que consiguió reunir para su film.
Y por eso mismo, entre las ocho del título -y del enredo policial que sirve como excusa- se cuelan otras sombras, se sugieren otras presencias, traídas por una frase, una canción, un gesto, una manera de actuar o de vestirse. Al ojo atento del cinéfilo se deja la tarea de reconocer ese desfile subrepticio en el que se adivina a Rita Hayworth, Audrey Hepburn o Lana Turner, o se alude a antiguos personajes de las mismas divas que están en pantalla. Pero hay una entre todas cuya ausencia se repara de modo más explícito: una fotografía de Romy Schneider ocupa la pantalla cuando la criada que compone Emmanuelle Béart menciona a su anterior patrona y saca el retrato de su bolsillo.
Se comprende la excepción. La irremplazable Romy, de cuya muerte se cumplieron en mayo veinte años, debió haber sido la mujer número nueve. O, mejor, la número uno, ya que desde chico, Ozon la tuvo como actriz predilecta. No podía ser de otro modo: él sabe que la condición estelar nace de la belleza, pero sobre todo de la personalidad. Y a Romy le sobraba de las dos. Había ganado notoriedad con el ingenuo y dulzón cuento de hadas de "Sissi", pero el cine le tenía reservados otros papeles menos ligeros, a veces próximos a la tragedia. De la mano de Visconti, sufrió en 1961 una brusca transformación: dejó los miriñaques, perfeccionó su francés, extrajo de su interior un vigoroso temperamento dramático y deslumbró, primero en el teatro, al lado de Alain Delon, en "Lástima que sea una perdida"; después en cine, vestida por Chanel y elegantísima, en un episodio de "Boccaccio 70". De la parábola artística recorrida por Romy Schneider queda un ejemplo bien ilustrativo, y también tiene que ver con Visconti: en 1972, vuelve en "Ludwig" al personaje de la emperatriz Elizabeth de Austria, ya no la blanca Sissi de sus comienzos, sino la aristócrata al mismo tiempo tierna y dura, frágil y veleidosa cuya risa burlona recordarán muy bien quienes hayan visto el film.
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La escena de la foto en "8 mujeres" rinde homenaje a la actriz de "La piscina", "Las cosas de la vida" o "La muerte en directo", pero también alude a la propia Béart, que quiso ser actriz después de descubrir a Romy y terminó ocupando, a su muerte, el lugar de intérprete favorita de Claude Sautet. Para completar el juego, Ozon suma una picardía: quien recibe la foto y la observa con indiferencia que apenas disimula cierto aire de delicioso desdén es Catherine Deneuve, la otra gran estrella francesa de los años sesenta y setenta. Una pizca de rivalidad que no podía faltar entre divas.
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