Robinson Crusoe en el siglo XXI
"La terminal" ("The Terminal", Estados Unidos/2004). Dirección: Steven Spielberg. Con Tom Hanks, Catherine Zeta-Jones, Stanley Tucci, Chi McBride, Diego Luna, Barry Shabaka Henley, Kumar Pallana y Zoe Saldana. Guión: Sacha Gervasi y Jeff Nathanson. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Edición: Michael Kahn. Diseño de producción: Alex McDowell. Producción de DreamWorks y Amblin Entertainment, hablada en inglés con subtítulos en castellano y presentada por UIP. Duración: 128 minutos. Para todo público.
Si Nueva York es la meca del multiculturalismo, el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy (JFK) es una síntesis brutal y caótica de esa ciudad cosmopolita, dominada por la convivencia -no siempre armónica- entre las distintas comunidades étnicas y por la diversidad propia del constante aluvión turístico.
Es precisamente en el enjambre humano de la terminal internacional de JFK donde transcurren las dos horas de esta nueva colaboración entre Steven Spielberg y Tom Hanks. Una historia atrapante e inteligente (por lo menos hasta que las convenciones, las simplificaciones y los sentimentalismos afloran en la media hora final) sobre la paranoia, la xenofobia, los excesos burocráticos y la incomunicación que abundan en una sociedad como la norteamericana, especialmente después del 11 de septiembre de 2001.
El guión de "La terminal" está basado muy libremente en el caso real de un turista iraní que perdió sus documentos y se quedó a vivir en el aeropuerto Charles de Gaulle de París desde 1988. Esa historia -ya retomada por la comedia francesa "Tombés du ciel" y por un documental británico- es ahora recuperada por Spielberg, por su fuerte sentido político en un mundo donde el temor, el aislamiento y el control desmedido amenazan con arrasar con todo rasgo de solidaridad.
Viktor Navorski (Hanks) llega a JFK para cumplir con una promesa hecha a su padre, pero no puede sortear el control inmigratorio. Originario de Krakozhia (un país imaginario que parece ser una de las tantas naciones escindidas tras la explosión de la Unión Soviética, pero cuyo lenguaje remite al búlgaro), Viktor no habla una sola palabra de inglés, pero las imágenes de la CNN en los televisores de la terminal le indican con contundencia que su país ha sufrido un golpe de Estado y ha estallado en una nueva guerra civil. Las autoridades norteamericanas no reconocen a la nación centroeuropea y nuestro antihéroe no puede regresar (todos los vuelos han sido cancelados) ni tampoco entrar en territorio estadounidense. Ciudadano de ninguna parte, a Viktor sólo le queda la posibilidad de quedarse dentro de los límites del aeropuerto, sin plata, sin documentos y casi sin poder establecer contactos.
Crédulo, bonachón e inocente, Viktor aparece en primera instancia como un hombre tonto y sumiso; es decir, la víctima perfecta para los abusos de un funcionario arrogante y manipulador como Frank Dixon (el gran Stanley Tucci). Claro que no todo resultará tan sencillo para este supervisor de seguridad de JFK cuando, con el correr de la trama, el atribulado visitante empiece a evidenciar su ingenio, su inteligencia, sus habilidades para la subsistencia y también sus garras.
Spielberg opta por el absurdo y la tragicomedia para dejar en evidencia y al descubierto la contracara del mítico sueño americano, hoy convertido en una pesadilla inmanejable. La maestría del director para la puesta en escena, para transmitir en cada plano la psicosis colectiva, la angustia, el vértigo y las contradicciones de las pequeñas historias ocultas que de manera cotidiana se viven en una terminal (notablemente reconstruida en estudios) como la de JFK convierten a la película en mucho más que un mero entretenimiento.
El problema del film es que más allá de su corrección política -es una reivindicación del aporte y la solidaridad entre las minorías étnicas- termina cayendo, durante su segunda mitad, en demasiados lugares comunes y en resoluciones facilistas. La relación entre Viktor y una conflictuada azafata (Catherine Zeta-Jones), y el creciente duelo entre el protagonista y el agente Dixon, en el que afloran la envidia, el recelo, el resentimiento y el revanchismo, terminan por minar la potencia y la carga alegórica de un relato donde la vigilancia sobre las personas con las cámaras de seguridad se convierten en un dramático reality-show.
Por suerte, la capacidad narrativa de Spielberg, la habitual empatía de Hanks, los toques de comedia propios del cine de Jacques Tati y hasta un homenaje a los héroes del jazz hacen de esta historia sobre un Robinson Crusoe de la era moderna un film muy atendible, más allá de la consistencia y coherencia que se extrañan durante la última media hora.
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