Robert Bresson, en trece capítulos
"El cine no es un espectáculo sino una escritura", sostenía Robert Bresson, para quien cada film constituía "un camino hacia lo desconocido". Para él había dos clases de films: aquellos que emplean los medios del teatro -actores, puesta en escena, convenciones dramatúrgicas, etcétera- y utilizan la cámara para reproducir, y aquellos que emplean los medios del cine y usan la cámara para crear. Se comprende que con tales principios -que defendió con firmeza y fidelidad inalterables- lo tuvieran sin cuidado esas exigencias de espectáculo que los productores gustan de atribuir al público. Probablemente ningún otro creador supo mantenerse tan ajeno a las imposiciones del negocio y a las vulgaridades del poder económico ni mostrarse tan perseverante y riguroso en la búsqueda fervorosa de la perfección. Y a lo largo de su carrera -rodó catorce films, si se cuenta su mediometraje "Affaires publiques", de 1934- fue alcanzando un ascetismo extremo y concentrando al máximo sus núcleos temáticos.
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Su obra -que felizmente podrá verse casi completa y con el regalo extra de un "film sorpresa" y de un título inédito, "Le diable, probablement" (1977), en la retrospectiva que la Cinemateca iniciará pasado mañana- es parca en gestos y en palabras. ¿Para qué emplearlos si Bresson puede expresar lo que desea, y con mayor precisión, con el lenguaje de los rostros o las manos, con las relaciones elípticas o indirectas entre los acontecimientos, con un sonido? ("El ojo -escribió- es en general superficial; el oído profundo e inventivo. El silbido de una locomotora basta para evocar en nosotros una estación entera.") Esa economía abre una ventana poética para asomarse a lo que él llamaba "el movimiento interior", una forma de acceder a la espiritualidad, de ir a lo esencial.
Lo que le interesaba descubrir no era lo que estaba a la vista sino lo que permanecía oculto: por eso terminó abandonando a los actores y prefiriendo "modelos" -como él llamaba a sus intérpretes- porque en ellos creía posible descubrir esas verdades huidizas que perseguía con obstinación. "El verdadero lenguaje del cine es aquel que traduce lo invisible", aseguraba. Noción que conviene tener presente en estos tiempos en que mucho de lo que ocupa la pantalla tiende a ser explícito, reiterativo y, obviamente, superficial.
De "Los ángeles del pecado" (1943) y "Las damas del bosque de Boulogne" (1944-45) hasta "El dinero" (1983), este cineasta nacido en 1907 en el centro de Francia y fallecido en París tres años y medio atrás abordó frontal o indirectamente el tema de la salvación, material o espiritual, y mostró su predilección por los seres rebeldes, de Juana de Arco al adolescente suicida de "El diablo probablemente" o el delincuente a pesar suyo de "El dinero".
Sólo uno de sus films fue un éxito de público, el memorable "Un condenado a muerte se escapa" (1956) tampoco ganó una Palma de Oro en Cannes ni fue candidato al Oscar. Nadie discute sin embargo su condición de artista (no los ha habido tantos, aunque la palabra esté tan vulgarizada), la poderosa influencia que su obra sigue teniendo entre los cineastas, ni su lugar destacado en la historia del cine. Tan destacado como para que Godard lo resumiera así: "Bresson es al cine francés lo que Dostoyevski a la novela rusa y Mozart a la música alemana". Ver sus films ayuda a entender cuántas otras cosas puede ofrecer el cine además de entretenimiento.
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