Recomponer una historia
"La fe del volcán" (Argentina/2001, color). Dirección: Ana Poliak. Con Mónica Donay, Jorge Prado, Ana Poliak. Guión: Willy Behnisch y Ana Poliak. Fotografía: Willy Behnisch. Sonido: Luis Corazza. Edición: Ana Poliak. Presentada por Viada Producciones. Duración: 87 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años.
Nuestra opinión: buena
Es uno de esos films que dejan sedimento, que crecen en la memoria y demoran en revelarse en la mente y el corazón del espectador, seguramente porque detrás de su aparente hermetismo, de su búsqueda de un lenguaje metafórico, de la lentitud de su exposición y de la ausencia de una trama anecdótica de formato convencional, contiene una profusión de imágenes -visuales, verbales- que repercuten en el ánimo del espectador y lo ponen frente a la necesidad de un ejercicio reflexivo.
No es una película que deje conforme con su planteo, su enredo y su resolución. Y en ese sentido es una obra incómoda -sobre todo para el espectador acostumbrado a la tranquilizadora redondez del cine comercial-, porque se despreocupa de la obligación de entretener y porque sólo descubrirá sus ricas sugerencias a quien esté dispuesto a entablar con ella un diálogo honesto y franco, a reconocer en sí mismo los sentimientos -pena, desaliento, desconcierto, rabia, incertidumbre, precaria esperanza- que la autora transmite por medio de sus personajes.
"La fe del volcán" no busca agitar, ni irritar ni despertar la emoción. Opera de un modo más sigiloso: sembrando aquí y allá situaciones, palabras, citas, experiencias humanas en las que tarde o temprano hallaremos un eco. Se inicia con un prólogo en primera persona: la propia directora evoca una etapa crítica de su adolescencia mientras intenta recomponer su historia curioseando en la casa donde vivió de chica, ahora irreconocible bajo los signos de la decadencia y el abandono, y preguntándose ante el vacío: ¿hacia dónde saltar, hacia fuera o hacia adentro? Quizás el film entero -el largo vagabundeo de dos personajes, un afilador ambulante y una adolescente de hoy, la joven aprendiz de peluquera de la que se hace amigo- sea nada más que la intrincada búsqueda de esa respuesta.
Sociedad hecha añicos
Son sólo esos dos marginales solitarios en su deambular por la ciudad los que van recogiendo los vestigios de un pasado doloroso que no siempre se quiere recordar ("¿Cómo se puede caminar entre cadáveres sin estallar en alaridos?") y los que van intentando explicarse una realidad en añicos a partir de los fragmentos que encuentran a su paso, así como se intenta recomponer cuerpos (y definir identidades) a partir de huesos desenterrados.
El diálogo se establece casi siempre en el mismo sentido: es el hombre, el mayor, quien habla, mientras la chica sin casa, sin futuro y sin otro afán que procurarse un modo de sobrevivir escucha o hace preguntas. Mientras el andar no se detiene y el rostro más crudo de la realidad de hoy se asoma en el fondo o asume a veces el primer plano, es él quien recuerda, quien se inventa padres e identidades diferentes, quien teatraliza sus historias, sus anécdotas o sus ilusiones y quien arriesga juicios sobre el mundo nacidos de su amarga experiencia. El hombre sigue desordenadamente el fluir de su conciencia. Su narración es necesariamente fragmentaria y discontinua; traduce el estado de esta sociedad que ya no tiene un relato para transmitir a los hijos: "A mí me contaban cuentos lindísimos", evoca, con la tristeza del que se sabe ahora excluido de un mundo al que también juzga paralizado; lo mismo que él, que desde hace tanto tiempo sigue pedaleando en el mismo lugar.
Evitando la sentencia
Sin recurrir al simbolismo fácil, evitando en lo posible la sentencia y el discurso y seleccionando con inteligencia y sensibilidad los pedacitos que quizá sirvan para armar la metáfora sobre una sociedad que ha ido desentendiéndose de su disgregación escudada en la indiferencia o el cinismo, Poliak construye una obra exigente, arriesgada en su concepción y visiblemente sincera en su compromiso.
Pero aunque el retrato esté lejos de ser indulgente, no excluye la esperanza. Lo insinúa la larguísima secuencia final que muestra a la chica caminando decididamente por el costado de una autopista, quizá como una réplica de la confesión del curtido afilador: "No sé adónde voy, pero voy, no puedo detenerme. Voy allá, no sé dónde, pero allá". No le cabe al film desentrañar la incógnita sino captar, y traducir al lenguaje del cine, un estado de ánimo.