Quincy Jones: adiós al creador de la mejor banda sonora de la música popular del siglo XX
Fue uno de los compositores, directores orquestales, arregladores y productores más influyentes de las últimas décadas y artífice, entre muchísimos otros logros, del álbum más vendido de toda la historia: Thriller, de Michael Jackson
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Quincy Jones murió en las últimas horas del domingo 4 en su casa de Bel Air, California, muy pocos días después del relanzamiento (en una edición nueva y ampliada, 40 años después de la original) de L. A. is My Lady, el último disco de estudio que grabó Frank Sinatra y a la vez el gran cierre de un vínculo que había nacido en 1958 cuando Grace Kelly, entonces princesa de Mónaco, convocó a Jones para que se ocupara de arreglar y dirigir la orquesta que acompañaría a La Voz en un concierto benéfico organizado por el Principado.
De ese primer contacto surgiría una amistad musical y luego personal que también contribuyó a que Jones regresara con gloria a los Estados Unidos y empezara a cosechar en su país natal y cuna del jazz los mismos triunfos que había conquistado en París, donde se había instalado, como tantos otros, cuando Europa era la tierra de promisión para algunos de los mejores jazzmen del mundo.
“Frank era mi estilo. Estaba siempre actualizado, era directo y sobre todo era un músico superlativo”, escribió Jones en su autobiografía, publicada en 2001. Sinatra había muerto tres años antes, pero quedaba tallado en piedra el encuentro entre ambos en dos memorables álbumes de los años 60: It Might As Well Be Swing y Sinatra at the Sands, este último considerado como el mejor álbum grabado en vivo de toda la historia. Allí Jones se ocupaba de los arreglos de un inolvidable repertorio grabado por Sinatra junto a la orquesta de Count Basie.
De estas grabaciones y de muchísimas otras que Jones condujo a lo largo de siete décadas surge una verdad indiscutida: el artista al que todos, por su grandeza y genio único, llamaban sencillamente Q. es el creador de la mejor banda sonora que conoció la música popular a lo largo de todo el siglo XX. Es la única figura en la que confluyen, se expresan y se integran de manera virtuosa algunas de las grandes expresiones musicales de los últimos cien años, sobre todo identificadas con la creación afroamericana: jazz, soul, pop, góspel, funk, rhythm & blues, hip hop y rap.
Esa incomparable inspiración alcanzó su cumbre en el trabajo de Jones como productor y artífice de encuentros memorables en discos propios y ajenos, con los que ganó nada menos que 28 Grammy y obtuvo 80 nominaciones. Al menos cuatro generaciones de talentosos músicos llegaron a convivir en sus grabaciones, en las que Jones conjugaba estilos, miradas y géneros que pusieron en juego hasta su propia historia musical.
Basta un ejemplo tomado de las sesiones de grabación de L. A. is My Lady, que acaban de reaparecer junto a la nueva edición del álbum. Mientras Sinatra canta “After You’ve Gone” vemos en medio de la orquesta al trompetista Clark Terry (para quien Jones hizo su primer arreglo cuando tenía solo 13 años) y hay un solo de vibráfono de Lionel Hampton, a cuya orquesta Jones se sumó como trompetista a los 18. La felicidad de Jones desde el podio al final de esa grabación, hecha en una sola toma, es indescriptible. Y el gesto de Sinatra, también.
En esas grandiosas sesiones había lugar para todos, siempre y cuando se despojaran de cualquier afán de protagonismo excluyente. “Por favor, dejen el ego afuera”, escribió en la puerta del estudio en el que se grabó en una larga noche “We are the World”, el tema que un seleccionado de estrellas le dedicó bajo su conducción musical a la lucha contra el hambre en África. Un gran documental disponible en Netflix sobre aquel episodio –La gran noche del pop–, retrata a Jones como un gran organizador, consejero y terapeuta de artistas veleidosos.
“Un productor es ante todo un gran organizador. Y Q. es un organizador extraordinario”, dijo Steven Spielberg en Listen Up, el primero de los dos grandes largometrajes documentales dedicados a su figura, estrenado en 1990. El segundo, por supuesto, es Quincy (2018, disponible en Netflix), un retrato amoroso de su vida y su obra concebido por la talentosa productora y actriz Rashida Jones, hija de Q. y la actriz Peggy Lipton.
Fueron siete en total (seis mujeres y un varón, de cinco mujeres distintas) los hijos de Jones, cuya tormentosa vida privada incluyó tres matrimonios (con su novia de la secundaria Jeri Caldwell, con la fotógrafa sueca Ulla Andersson y con la citada Lipton) y varias parejas más, entre las que sobresale el largo romance que mantuvo con Nastassja Kinski. En realidad todo fue complicado para Q. en su vida, que comenzó con una infancia durísima en Chicago.
En un suburbio de esa ciudad rodeado de miseria nació el 14 de marzo de 1933. “Era como vivir en la jungla, aunque sin árboles ni grandes extensiones de verde”, dijo una vez. Cuando todavía era muy chico dejó de ver a su madre, enferma de esquizofrenia y trasladada a un instituto para enfermos mentales. Después se llevó muy mal con su madrastra, la mujer con la que su padre, carpintero de profesión, volvió a casarse. “La música era el único mundo que me daba cariño y libertad”, reconoció años más tarde. Por casualidad descubrió a los 11 años, al toparse por primera vez con un piano, que tenía un talento precoz. Aprendió también muy rápido a tocar la trompeta. Y de no haber encontrado ese bálsamo artístico se encaminaba, según propia confesión, a un destino irreversible de ladrón o pandillero.
Formó su primera banda a los 14 años junto a Ray Charles, que se convertiría en uno de sus amigos más entrañables. Después de pasar por la orquesta de Hampton, a los 23 años ya era director musical y arreglador de Dizzy Gillespie. Y no tardó en formar su propia big band, con la que recorrió toda Europa. De vuelta en los Estados Unidos empezó a mostrar talento como productor y gestor musical más allá de sus composiciones y arreglos.
Llegó a ser vicepresidente de Mercury Records, sello para el que grabó su primer gran éxito (“Soul Bossa Nova”), que a la vez puso en marcha infinitas exploraciones alrededor de los posibles encuentros y diálogos entre distintos géneros musicales. Toda esa búsqueda quedó a la vista a lo largo de los años 60, una de las más prolíficas décadas de toda la carrera de Q, también gracias a sus trabajos para el cine, rápidamente recompensados con sus primeras nominaciones al Oscar por la música de A sangre fría (1968), Banning (1969) y Por amor a Ivy (1970).
En las dos décadas siguientes llegarían más nominaciones de la mano de El mago (1979), adaptación de El mago de Oz desde un enfoque afroamericano, y El color púrpura (1986), su primer encuentro con Spielberg. Gracias al cine también empezaría a trascender la notable tarea filantrópica que Jones llevó adelante durante buena parte de su vida y por la que ganó el Oscar humanitario que lleva el nombre de Jean Hersholt en 1995.
En los años 70, Jones comenzaría de a poco a alejarse del jazz (sin abandonarlo del todo nunca) y a incursionar de muchas maneras en la música pop y en todos los cruces posibles entre géneros, primero a través de sus propias grabaciones de estudio (Body Heat y Sounds… and Stuff Like That) y luego por medio de colaboraciones con otros artistas, entre ellos Aretha Franklin.
Allí también despuntó el trabajo de Q. como creador de músicas televisivas muy conocidas (con la miniserie Raíces a la cabeza). Entre sus múltiples incursiones en este medio, Jones llegaría a ser el productor de El príncipe de Bel Air, la sitcom que hizo famoso a Will Smith. Como curiosidad, un gran éxito periodístico de fines de la década de 1970 en la Argentina, Mónica Presenta, conducido por Mónica Cahen D’Anvers, tenía como cortina musical un tema de Quincy Jones, “Patrulla Soul de medianoche”.
Para fines de esa década, con una visión de 360° sobre la escena musical ya definitivamente afirmada en su perspectiva, Jones puso en marcha su exitosísima colaboración con Michael Jackson, a quien le produjo los tres álbumes más importantes de su carrera, Off the Wall, Thriller (el más vendido de todos los tiempos, con 110 millones de copias al menos) y Bad.
“Trabajé con Louis Armstrong, Sinatra, Nat King Cole, Billie Holiday, Aretha Franklin y Ray Charles, ¿cree que podría sentir celos de Michael Jackson? Michael no tenía tanto talento. Era grande, pero nunca jugó en la liga de los que acabo de citar. Tuve siete hijos y participé en 40 películas. No tengo tiempo para perder en tonterías”, llegó a decirle Jones al diario español El País cuando surgieron con el tiempo chisporroteos entre él y Jackson alrededor de los créditos (y los méritos) de aquellas grabaciones memorables más que nada por el colosal éxito comercial de la alianza.
En sus propios álbumes, Q. llegaría mucho más lejos. El extraordinario Back on the Block (1989) reunió a Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald, Dionne Warwick, George Benson, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Take 6, Ray Charles, Chaka Khan, Toots Thielemans y algunos precoces pioneros del rap. Había allí destellos del jazz clásico (con algunas de sus eminencias) integrados con expresiones llegadas de otros géneros y espacios. El siguiente álbum de estudio de Jones, Q’s Jook Joint (1995), se abre con “Let the Good Times Roll”, un tema cantado por Bono, Stevie Wonder y Ray Charles. Allí también aparecen Phil Collins, Gloria Estefan, Barry White y Toots Thielemans.
Un año después, esa línea casi infinita, en la que cualquier frontera entre géneros desaparece por completo, aparecía impresa en el libro que acompañaba el lanzamiento del documental Listen Up. Be Bop y Hip Hop eran dos de las palabras escritas en ese volumen lleno de ilustraciones sobre la vida y la obra de Q. No eran las únicas. A las palabras musicales propiamente dichas (jazz, soul, pop) se agregaban otras como fear (miedo), pain (dolor), truth (verdad) y death (muerte).
La respuesta, para quienes nunca conocieron al detalle la vida de Jones, llegaría mucho después, en 2018, cuando el documental de Netflix recorrió algunos de los momentos más duros de la vida del artista. Desde el recuerdo de una infancia en la que Q. llegó a comer ratas (lo único que podía conseguir su abuela para cocinar, junto con alguna gallina o comadreja) o el dolor de sentirse forzado a dejar para siempre la trompeta luego de los dos aneurismas cerebrales que sufrió y lo pusieron al borde de la muerte.
Quincy Jones no tuvo una sola, sino múltiples vidas. Esa expresa mención en plural acompañó la edición de su primera biografía, la de 1990, y la realidad no hizo más que corroborarla de allí en adelante. Sobran los testimonios de ese talento incansable, desde la edición del último álbum de Miles Davis (Miles and Quincy Live at Montreux) hasta la producción musical de la apertura del museo afroamericano que forma parte del complejo Smithsonian, en Washington. Además de viajes, proyectos de todo tipo, acciones filantrópicas, homenajes y reconocimientos que ningún avatar de salud (tuvo muchos en los últimos años, de un coágulo a un coma diabético) logró mitigar.
El último paso de Quincy Jones por un estudio de grabación quedó registrado hace pocos meses. Convocado por la familia de Henry Mancini, le tocó liderar una de las sesiones incluidas en un álbum tributo al compositor de La pantera rosa. Fiel a su genio, convocó para una nueva versión con su sello de “Peter Gunn” a viejos amigos como el pianista Herbie Hancock, al trompetista Arturo Sandoval y a su contemporáneo John Williams, que dejó por un rato el podio orquestal para divertirse en el piano junto a sus viejos amigos. Otro gran nonagenario, Michael Caine, despidió desde las redes sociales a su “mágico” amigo de toda la vida. Alguna vez llegó a asombrarse de que él y Q. hubiesen nacido “el mismo año, el mismo día y casi a la misma hora”.
Y por si faltaba un homenaje más, en un par de semanas, el domingo 17 de noviembre, la fiesta anual de entrega de los Oscar honorarios (Governors Award) tendrá una silla vacía. En junio pasado, la Academia de Hollywood había elegido a Quincy Jones como uno de los cuatro destinatarios de un premio que cada año reconoce toda una vida de logros y méritos artísticos. Esa noche se escuchará la última nota de una larguísima partitura escrita a lo largo de nueve décadas con estilo, elegancia, clasicismo, innovación, respeto por el oyente, audacia y sobre todo, mucho swing.
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