¿Quién es la verdadera Shirley Jackson? La reina del terror admirada por Stephen King llega a la pantalla interpretada por Elisabeth Moss
Autora de La maldición de Hill House y una “escritora de escritores” caída en el olvido tras su éxito en los años 50 y 60, este film de Josephine Decker producido por Martin Scorsese une la historia de Jackson, ama de casa forzosa en un matrimonio catastrófico con un académico, con una trama de misterio basado en un asesinato real sin resolver
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En la segunda novela de Shirley Jackson, publicada en 1951 bajo el título Hangsaman –inédita en castellano–, la joven Natalie Waite se prepara para su futuro universitario. En la casa familiar, las imposiciones de su padre y los renunciamientos de su madre le ofrecen un panorama tan desolador del que solo puede escapar a través de la fantasía. Pero la imaginación de Natalie no es rosada y confortable sino un agujero negro en el que el poder emana de la muerte y la destrucción. Así, en la víspera de su retiro, la realidad le demuestra que puede ser incluso peor que sus pesadillas. Escapando del abuso y el maltrato hacia ese paraíso liberal de las artes que le ofrece el mundo académico, Natalie se enfrenta a su inminente desvarío: para Jackson no hay reconciliación posible sino una explosión de ese entorno que no resulta ser demasiado diferente de aquel del que había salido.
Hangsaman es la novela que está escribiendo Shirley Jackson (Elisabeth Moss) en la película de Josephine Decker, postergada desde 2020 debido a la pandemia y que finalmente llega a los cines argentinos este jueves 2. Inspirada en la novela de Susan Scarf Merrell y con Martin Scorsese como uno de sus productores, Shirley combina la biografía de la escritora –en aquel tiempo posterior a la controversia de “La lotería”, el célebre y provocador cuento publicado en The New Yorker que levantó airadas críticas y ofensas morales de los lectores bienpensantes de la revista–, con una historia de ficción: la visita de una pareja joven a la casa que compartían Jackson y su marido en Vermont. Su marido era Stanley Edgar Hyman (Michael Stuhlbarg), académico y crítico literario de Bennington, un entorno que no difiere demasiado del que recibe a Natalie en Hangsaman, con sus veladas hostilidades e hipocresías. La película enlaza la estadía de los recién casados Fred y Rose Nemser (Logan Lerman y Odessa Young) en la casa de los Nyman– él, asistente de Stanley en la cátedra de crítica literaria; ella, aspirante a escritora y convertida en la improvisada ayudante de Shirley en las tareas hogareñas–, con la misteriosa desaparición de una joven en el pueblo (la novela de Susan Scarf Merrell se inspira en la desaparición de Paula Jean Welden en 1946, hecho que nunca se esclareció). Entre Shirley y Rose se delinea una dinámica que combina atracción y crueldad, que recrea los frecuentes desdoblamientos de la narrativa de Jackson, aquellos que ubican a los monstruos mucho más cerca que en los confines del fantástico.
Shirley es una perfecta entrada para quien quiera conocer la escritura de Jackson, y Decker está menos preocupada en seguir al pie de la letra los detalles de la biografía de su personaje que en capturar el espíritu infernal que agitaba su obra. En 1951, Shirley Jackson vive en ese campus lindante con la monótona vida universitaria y, pese a la apariencia placentera del ambiente, descubre que su existencia adulta no es muy distante de la de su crianza en San Francisco. Allí debió padecer la mirada crítica de su madre, que soñaba con convertirla en una socialité elegante y obediente y obtuvo una hija desaliñada y aguafiestas que terminó escapando a Vermont en un matrimonio temprano.
La escisión entre el cumplimiento de las reglas y su quiebre desenfadado, que en sus personajes se ubicaba a menudo en el terreno de la fantasía y el horror más delirante, en Jackson se cristalizó en el péndulo permanente de su vida: la obligación inculcada de ser una buena chica, hija primero, luego madre y esposa, y la imposibilidad de ser feliz en ese corsé doméstico y provinciano. Sus dobles literarios también absorbían esta constante división, propagada en monstruos, fantasmas y casas embrujadas, heredera de la hipocresía y la opresión de una época para la que una mujer como Jackson era inaceptable.
Cuando murió en 1965, con solo 48 años, hacía tiempo que no salía de su casa. El encierro, junto con la obesidad y las adicciones al alcohol y los ansiolíticos, eran el termómetro de esa imposibilidad de funcionar en el mundo que le había tocado en suerte. Si de su San Francisco natal había logrado huir a un escenario más mundano en la costa este, la vida matrimonial no resultó ningún reparo. La relación con Hyman se tornó una escalada de pequeños reproches y venganzas, agitadas por las reiteradas infidelidades de él con sus alumnas y otras visitantes, que convertía en punzantes confesiones epistolares, y por la creciente rebeldía de Jackson contra el pedestre terreno hogareño. Madre de cuatro hijos –que la película retira en su elaboración como ficción- a los que crió con amor y excentricidad –tal como lo revela su hijo Laurence Hyman Jackson en una entrevista con The Guardian realizada a propósito de la publicación de la biografía de Jackson-, en cada paseo por los alrededores de Vermont llevaba en su interior los fantasmas que poblaban su literatura y que también daban cuerpo a los ambientes de su casa, atestados de ropa tirada y platos sucios (“Siempre estaba escribiendo –recuerda Laurence-, o pensando en escribir, pero también hacía todas las compras y cocinaba. Las comidas estaban siempre a tiempo. Le encantaba reír y contar chistes. Era muy optimista, eso sí, a su manera”). En ese clima nacieron no solo sus célebres relatos “Flower Garden” o “The Villager”, sino las sátiras sobre la vida doméstica como Life Among The Savages y Raising Demons, que terminaron siendo el principal sustento económico de su familia.
El gótico de Shirley Jackson tiene la gracia afilada de una escritura racional, precisa y heredera del estilo moderno del siglo XX. A contrapelo de la espesura verbal decimonónica, sus relatos son inquietantes por la limpieza de su estilo, el equilibrio de su narrativa (“Siempre usaba la menor cantidad posible de palabras”, señala Hyman Jackson, también escritor, además de editor y músico de jazz. “Nunca ponía un adjetivo o un adverbio de más, a menos que fuera imprescindible. Sin embargo, su escritura transmite esa sensación de que, en cualquier momento, algo terrible podría suceder”). Algo de ello fue lo que fascinó a su devoto seguidor, Stephen King, quien no solo le dedicó su novela Ojos de fuego sino que en Danza macabra, su personalísimo “paseo por todos los mundos de fantasía y horror que lo han complacido y aterrorizado”, su mentora ocupa un lugar privilegiado. También escritoras como Joyce Carol Oates -quien recopiló y prologó toda la obra de Jackson para la edición de The Library of America- o Sarah Waters la mencionaron como una gran influencia, al tiempo que se percibe su estela en Richard Matheson, en escritores contemporáneos como Neil Gaiman y Emma Cline. Su reciente rescate se completa con los Shirley Jackson Awards creados en 2007, ya convertidos en institución.
Sin embargo, la fama le fue esquiva en vida. Es cierto que en el período que narra la película de Decker, Jackson acarreaba la extraña celebridad que le había regalado la controversia de “La lotería”, pero recién con La maldición de Hill House, publicada en 1959 y considerada hoy una de las mejores historias de fantasmas jamás contadas, lograría rozar la noción de clásico. Adaptada en los 60 por Robert Wise en una exquisita versión en blanco y negro que captura la insidiosa pluma de Jackson en su tensa puesta en escena, La maldición de Hill House fue siempre la hija prodigio de la escritora, aquella que esgrime uno de los comienzos más ejemplares de la literatura de los Estados Unidos. “Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta: incluso las alondras y las chicharras, suponen algunos, sueñan. Hill House, en absoluto cuerda, se alzaba en soledad frente a las colinas, acumulando oscuridad en su interior; llevaba así ochenta años y podría haber continuado igual ochenta años más. En su interior, las paredes seguían manteniéndose erguidas, los ladrillos se entrelazaban limpiamente, los suelos eran firmes y las puertas permanecían cuidadosamente cerradas; el silencio oprimía constantemente la madera y la piedra de Hill House, y lo que fuera que caminase adentro, caminaba solo”. Esas líneas fueron el emblema de la prosa ejemplar de Jackson, la que quizás alcanzaría su apogeo en su siguiente y última novela, Siempre hemos vivido en el castillo, publicada en 1962. Para King esas líneas eran “la tranquila epifanía que todo escritor sueña con alcanzar”.
Hoy Jackson parece recibir la atención merecida. Sus novelas inspiran miniseries de Netflix como La maldición de Hill House, creada en 2018 por Mike Flanagan; su obra se ha reeditado y la película de Decker explora, desde los permisos de la ficción, su personalidad puertas adentro de aquella fortaleza de Vermont. En 2016, cuando dio la entrevista a The Guardian, Laurence Hyman Jackson no lograba descifrar porqué la obra de su madre había sufrido el olvido. Pero sí entendía que ahora se la reivindicara: “Su trabajo parece, hoy, más relevante que nunca, y después de nuestra reciente elección –la de Donald Trump como presidente–, lo será aún más. ‘La posibilidad del mal’: ¿no lo dice todo ese título? Mi madre escribió sobre situaciones aparentemente plácidas en las que todo parece estar en su lugar y todos están felices; el cielo es azul y los pájaros cantan. Pero debajo espera un mundo en tensión”. “La posibilidad del mal” es el nombre del primer cuento de Dark Tales. Un horror sumergido en la vida tranquila de una vieja solterona de buena familia.
En uno de los pasajes claves de Shirley vemos a la extraordinaria Elisabeth Moss durante una de las reuniones sociales a las que debía asistir Shirley Jackson por el trabajo de su marido. Atrapada en esa telaraña de normas sociales y comentarios tras la espalda, la artífice de Hill House solo podía desajustar ese entorno sin sentirse del todo humillada al hacer evidente su resistencia a toda etiqueta. Su desaliño era, en definitiva, una abierta declaración de ese desprecio. Y de ese mismo pozo de enojo nace el irrefrenable deseo de derramar una copa de vino sobre el prolijo sofá de su anfitriona. El lado obediente de la chica criada en California intenta frotar la mancha ante los horrorizados gritos de las mujeres presentes que advierten una desgracia aún mayor en el remedio que en la enfermedad. La disruptiva presencia de Jackson en ese entorno de colores pastel y cinturas delgadas es la misma que empuja sus letras en el corazón de la narrativa de su tiempo, poniendo el dedo manchado de rojo sobre las buenas costumbres de esa sociedad del bienestar que alumbraron los años 50. Eso mismo había anunciado “La lotería” al retratar a los simpáticos habitantes de un pueblo como una turba linchadora. Eso mismo anunciaba la tragedia de Natalie Waite en Hangsaman cuando creía haber escapado a su destino.
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