Quentin Tarantino y Había una vez... en Hollywood: los ingredientes que desataron las polémicas
Una vez más, Quentin Tarantino llegó para hacer ruido. Había una vez... en Hollywood cuenta la historia de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor venido a menos que busca resucitar artísticamente, y que tiene como gran sostén a su mejor amigo y antiguo doble de riesgo, Cliff Booth (Brad Pitt). En su estreno en Cannes el film disparó numerosos debates alrededor de su contenido y muchas de sus ideas. Y por ese motivo, repasamos cuáles son los ingredientes que hicieron de la novena pieza de Tarantino uno de los eventos cinematográficos más relevantes de 2019.
El retrato del movimiento hippie
La historia transcurre en 1969. En ese año, el crimen de Sharon Tate y el asesinato de un joven afroamericano en el recital de los Rolling Stones en Altamont, marcaron el desencantado cierre de aquel Verano del amor que había comenzado poco tiempo atrás, en San Francisco. A partir de Busco mi destino, la pieza que capturó de manera más inmediata y auténtica ese fenómeno, Hollywood representó a los hippies con una elevada dosis de romanticismo. Si bien en su momento fueron vistos como una amenaza al cacareado modelo de la familia nuclear, una vez que se convirtieron en una especie en extinción comenzaron a ser retratados casi con ternura, como aquellos soñadores que a fuerza de arrojar flores a las bocas de los fusiles intentaban traerle paz al mundo. Hasta que llegó Tarantino a destruir esa percepción.
Con su film, el director causó revuelo al recrear las comunidades hippies (o al menos a una de ellas) como microsociedades en las que anidaban el odio y el resentimiento. El realizador muestra ese mundo como uno integrado por abusadores, asesinos, cobardes y vividores (porque el sueño hippie, a fin de cuentas, no se sustentaba por sí solo). Eventualmente el paso de los años se encargó de demostrar que en esas comunidades sí había un foco de violencia, y tomando esa idea, Tarantino recapacita sobre la oscuridad de una era que siempre fue peligrosamente idealizada.
El rol de Sharon Tate
Sharon Tate fue asesinada el 8 de agosto de 1969 por miembros del clan liderado por Charles Manson. Como es sabido, su muerte causó un gran impacto en la comunidad artística. Y al igual que hizo en Bastardos sin gloria, Tarantino tomó un momento histórico y sus figuras para utilizarlos como marco de su propio relato. Pero la forma en la que retrató a varias personalidades de la época derivó en una sonada discusión.
En el ojo de la tormenta se encontró la versión de Sharon interpretada por Margot Robbie. En el momento en el que trascurre la trama, Tate estaba dando sus primeros grandes pasos en Hollywood gracias a Valle de muñecas y a La mansión de los siete placeres, junto a Dean Martin. ¿Pero qué molestó tanto de ese personaje? Las voces que se alzaron en contra aseguraban que Quentin hizo de Tate una mujer solo preocupada por salir a bailar, cantar al ritmo de Paul Revere & The Raiders, e ir de fiesta en fiesta con ídolos de la época, como Steve McQuenn o Mama Cass. De ese modo, ella era presuntamente mostrada como una niña en el cuerpo de un adulta, como alguien que no terminaba de comprender el mundo que la rodeaba.
Las críticas negativas tuvieron que ver entonces con esa hipotética idea en la que Tate es poco más que un satélite mudo que pulula por la trama sin tener relevancia. En la conferencia de Cannes en la que Tarantino presentó el film, se viralizó la pregunta de una periodista que cuestionaba por qué Tate hablaba tan poco, una idea que el director cortó de raíz expresando con malestar que "rechazaba esa hipótesis". Y donde la periodista notó una debilidad, en realidad se esconde una poderosa virtud narrativa.
En el largometraje hay un contraste evidente entre Tate, una joven promesa en un Hollywood que estaba a punto de abrirle las puertas, y Rick Dalton, esa ex estrella que debe refugiarse en la televisión para no morir en el anonimato. A partir de ese esquema, la actriz se convierte en el ideal que Dalton tanto anhela, en la vida soñada que a él se le escapó de las manos. Y esa mirada permite incluso discutir si en algún punto Sharon no es solo Sharon, sino también la fantasía que tienen sobre ella muchos de los que recuerdan con nostalgia a esa figura.
Tarantino hace de Tate una mujer cálida, alguien entrañable que no necesita hablar porque sus motivaciones están todo el tiempo a la vista. De hecho, su mejor escena es justamente aquella en la que, camuflada entre el público, mira en silencio uno de sus largometrajes y se conmueve al ver que la audiencia se ríe de sus chistes y festejas sus golpes karatecas. Se trata de un momento breve que no necesita de diálogo para trasladar la profunda emoción de esa joven actriz que soñaba con convertirse en una gran estrella.
La soberbia de Bruce Lee
Hace pocos días, la hija de Bruce Lee manifestó su bronca contra el director porque consideraba que su padre era retratado como un "idiota arrogante". En el film, Tarantino hizo del artista marcial una caricatura, un luchador que ladraba más de lo que mordía pero que al fin de cuentas era tan susceptible de recibir una paliza como cualquiera. A pesar de eso, ver a Lee morder el polvo resultó inaceptable porque en el imaginario popular él es invencible. Y decidido a rechazar ese canon, Quentin inventó entonces a un luchador capaz de derrotarlo, algo que generó una insólita indignación.
En Tarantino, la realidad y la ficción forman parte de un único plano. No se trata del arte imitando a la vida o viceversa, sino que ambas dimensiones se pliegan sobre una misma superficie en la que nada está dicho, y todo puede rehacerse. Siguiendo esa lógica, al director no le preocupa construir retratos realistas (si es que existe tal cosa). A él lo que le interesa es mostrar a un Bruce Lee que se condiga con esa imagen de fantasía, en la que pega gritos agudos ante cada movimiento de cadera, y habla de sus puños como "armas letales". Por ese motivo, resulta irónico que quienes aplauden esa imagen de afiche, luego exijan un supuesto realismo en la construcción del artista marcial. Y esa contradicción es la que Quentin detectó y quiso explotar.
La tele versus el cine
En 2005, Tarantino dirigió los últimos episodios de la quinta temporada de CSI, demostrando su amor por la pantalla chica, más allá de su predilección por el cine. Con el paso del tiempo y la consolidación de las series, él habló con pasión sobre ese mundo. Se reconoció como un gran fan de The Newsroom y How I Met Your Mother, mientras aseguró que True Detective le parecía bastante aburrida. A lo sumo, su guerra siempre fue contra Netflix, y cómo desde su perspectiva, el disponer de un catálogo enorme invita a saltar de una película a otra cada cinco minutos ("Cuando alquilabas un VHS, realmente hacías el esfuerzo por verlo de una u otra manera. Y ahí está lo que realmente se perdió, porque de alguna forma loca ese tipo de compromiso ya no existe", dijo en una entrevista). Por todo esto es que resulta imposible no ver en Había una vez... en Hollywood un discurso en contra de la televisión.
En su largometraje, el realizador muestra cómo los actores que pasaron de moda, se refugian en la pantalla chica como villanos invitados en numerosas series. El análisis que hace Marvin Shwarz (Al Pacino) sobre cómo ser "golpeado por los héroes de toda la emisora termina destruyendo la autoestima del actor", es un análisis afiladísimo sobre el lugar que ocupó la televisión en Hollywood. La pantalla chica a veces servía de trampolín para lanzar grandes nombres, pero generalmente era el reducto de antiguas estrellas olvidadas.
Y así como Tarantino reivindica a las películas italianas como un paraíso de revitalizante energía cinematográfica, también señala a la televisión como un lugar estéril. Desde la lógica de Había una vez... en Hollywood, la tele resulta descartable, no hay afiches de series que puedan colgarse en las paredes como trofeos en una vitrina. Y en un momento en el que las ficciones de Netflix y otras señales tienen monopolizada la atención del público, Tarantino alza su voz y proclama al cine como el único lugar en el que las imágenes realmente pueden ser perdurables.
La ultraviolencia según Tarantino
Más allá de su reconstrucción de época, la madre de todas las polémicas es la que rodea a Cliff Booth, un personaje que carga con un asesinato que lo convierte en un paria dentro de la industria. Su gran amigo, el único que lo respalda y que niega el que ese homicidio fuera premeditado, es Rick Dalton.
En muchos sentidos, Cliff encarna esa violencia desmedida tan habitual en Tarantino, donde abundan los personajes que coquetean con el peligro. Booth, como el Vincent Vega de Pulp Fiction o el Aldo Raine de Bastardos sin gloria, sabe que la muerte forma parte de su rutina, y que es un ingrediente más en su línea de trabajo (no es casual que la primera gran golpiza de la película tenga que ver con un ataque al auto de su jefe). Pero la explosiva secuencia final, que no vamos a spoilear, presenta un grado de violencia que generó un profundo rechazo en determinados sectores.
Quentin es el gran autor del mainstream actual, la única firma en una industria en la que cada vez se habla menos de directores, y más de productores . Él hace el cine que quiere y puede darse el lujo de ignorar cualquier tipo de corrección política, mostrando la violencia con un pie puesto en el absurdo y otro en la comedia.
La obra de Tarantino tiene una lógica que precede a Había una vez... en Hollywood, y él jamás fue provocador por el solo capricho de serlo, sino que siempre respondió a objetivos narrativos concretos. De ese modo, el clímax de la historia se presenta como la infernal antesala del paraíso al que aspira Rick Dalton, quien luego de atravesar esa experiencia ve cómo se abren casi literalmente las puertas del cielo. Y ese es el final feliz de una épica en la que el realizador mostró no el Hollywood que fue, sino ese con el que tanto le gusta soñar.
El realizador continúa una tradición que se emparenta con Sunset Boulevard, de Billy Wilder, y Mulholland Drive, de David Lynch, lienzos de un Hollywood en el que infierno y paraíso conviven incestuosamente. Y que Tarantino haya podido construir su fábula personal, habitada por demonios en forma de hippies y ángeles en forma de cándidas actrices, es la mirada de un autor que reivindica el cine como un placer único e imprescindible.
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