¿Qué veo? Un americano en París, el gran musical clásico de Hollywood que guarda la fórmula de la felicidad
Con el talento de Gene Kelly y el deslumbrante debut de Leslie Caron, la película estrenada hace 70 años conserva hasta hoy los atributos que la convirtieron en una de las preferidas del público
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“La comedia musical es el único género que nació para la felicidad. O al menos para hacernos felices”. Cuando Guillermo Cabrera Infante escribió estas líneas como encabezado de uno de los capítulos de su celebrado libro Cine o sardina, publicado por primera vez en 1997, se hacía imposible separar los dos términos cada vez que se buscaba definir a ese tipo de películas en cuya trama es posible pasar de la palabra a la canción en una décima de segundo.
Mucho antes, en 1952, cuando la caracterización genérica de “comedia musical” todavía era materia indiscutible, Homero Alsina Thevenet decía en el texto de una crítica que en estos casos los personajes de repente se ponen a cantar, en vez de hablar, para desarrollar una acción, comentarla o continuarla. Hablaba de Un americano en París (An American in Paris), de Vincente Minnelli, uno de los ejemplos más grandiosos y modélicos del mejor musical clásico de Hollywood. Se estrenó un año antes, en 1951, y fue un éxito inmediato.
Con el tiempo, la identificación de este tipo de películas perdió en el camino la palabra “comedia” y conservó solo el término “musical” por dos razones elementales. Por un lado, no se pueden soslayar los elementos dramáticos, que nunca faltan. Y por el otro, el factor esencial que define la trama es la presencia de momentos musicales sin los cuales este tipo de película sería otra cosa, bien distinta.
Fue tan amplio e inmediato el respaldo del público que Un americano en París se convirtió en uno de los musicales más populares de todos los tiempos e hizo muchísimo para que Metro-Goldwyn-Mayer fuese reconocido como el estudio dedicado por excelencia a este tipo de producciones. Estrenada en la Argentina con el título de Sinfonía de París, llevó a lo más alto el fervor y la admiración del público hacia el genio de Gene Kelly, para muchos el mejor bailarín que conoció el cine en toda su historia.
La amable rivalidad entre Kelly y la otra figura insuperable de la danza en los musicales de Hollywood, Fred Astaire, perdura hasta hoy con argumentos indiscutibles en favor de uno u otro, como se verá unas líneas más abajo. En vez de compararlos como si se tratara de una competencia en la que solo uno de ellos se impone, debería decirse que son dos creadores que en el mismo arte lucen talentos perfectamente complementarios y que en la suma de sus respectivos talentos y destrezas jamás podrían sacarse ventajas. Están a una misma y colosal altura.
Un americano en París es una gran historia romántica aplaudida por varias generaciones. No es casual que la película haya encabezado decenas de ciclos retrospectivos de grandes musicales del cine a lo largo de las siete décadas que nos separan de su estreno. En esta película, Kelly nos muestra mejor que nunca su tradicional imagen de hombre “tierno, sensible, ligeramente cursi, que se impresiona por una situación y pasa de inmediato a lanzarla sin perder contacto con los personajes y objetos que lo rodean”, según la observación de Alsina Thevenet.
Su personaje se llama Jerry Mulligan, un muchacho estadounidense que decidió quedarse en París después de la Segunda Guerra Mundial. Pintor de vida bohemia, habita en una pequeña buhardilla y vive con lo justo mientras sueña con un éxito que parece muy distante. Sus amigos son un virtuoso y atribulado pianista (Oscar Levant) que vive en el sueño de concretar un concierto que jamás logra terminar y un seductor chansonnier (Georges Gathary) que está a punto de encontrar al mismo tiempo el éxito en los escenarios y en el amor.
Como ocurre en todas las películas de Minnelli, algunos de los personajes clave de la trama desbordan de elegancia y sofisticación. Aquí, Gathary compite en ese terreno con Nina Foch, que interpreta a una mujer de aire distinguido dispuesta a sostener la carrera artística de Kelly y a la vez seducirlo. Hasta que aparece la otra gran figura de la película, la jovencísima y deslumbrante Lisa Bouvier (Leslie Caron), una vendedora de perfumes con talento infinito para la danza que enamora a primera vista al personaje de Kelly y lo lleva a la máxima expresión del romanticismo, tanto en palabras como a través de los movimientos de la danza.
Caron hizo en esta película a los 17 años su extraordinario debut en el cine, poco después de haber sido descubierta por Kelly en una función del Ballet Des Champs-Elysées a la que había asistido en París, en 1949. El actor estaba de vacaciones y quedó maravillado por el talento y la expresividad de la precoz bailarina. También notó que las penurias de la posguerra habían dejado huella en el cuerpo de Caron. Como no tenía una alimentación adecuada estaba forzada a espaciar sus presentaciones. Kelly tuvo suerte cuando fue a ver a la compañía parisina.
Con el tiempo se le reprocharía a la película el hecho de haber mostrado una pintura de París demasiado idealizada desde la mirada algo ingenua del estadounidense medio, que solo logró conocer desde lejos la tragedia absoluta de quienes vivieron tan de cerca la crueldad de esa guerra terminada muy poco tiempo atrás. Apenas había una referencia al paso que involucraba a Henri Bourel, el personaje de Gathary, que contaba cómo se hizo cargo de Lisa durante el conflicto y cuidó de ella hasta que la tranquilidad del tiempo de posguerra los acercó y los hizo enamorarse.
Los ejecutivos de MGM pensaron al comienzo en la posibilidad de filmar la película en la Ciudad Luz, pero pronto llegaron a la conclusión de que el costo de hacerlo era demasiado alto. Por eso, como recuerda María Zacco en Las ciudades y el cine, uno de los libros de la colección Cine Pop editada por Paidós, el estudio decidió reproducir esa geografía en 44 estudios especialmente construidos en Los Angeles “que emulaban una París ideal y destacaba las bondades del barrio bohemio (Montmartre), las cúpulas de la basílica del Sacre Coeur, sus callecitas empinadas, los restaurantes con terrazas, los bares y los ateliers”. La rúbrica de esa decisión aparece al final. Debajo del tradicional “The End” se lee “Made in Hollywood, USA” (Hecho en Hollywood). Cualquier lugar del mundo podía recrearse en la capital del cine. Los grandes estudios tenían ese poder en su época dorada.
Por esas callejuelas del París hecho en Hollywood por los artesanos de la Metro (con el gran Cedric Gibbons a la cabeza) andaba el personaje de Kelly. Zacco lo describe con “boina y sonrisa de postal”. Cabrera Infante lo identifica con ese clásico estilo que empleaba para diferenciarse de la prestancia casi perfecta de Astaire: Kelly expresa la alegría vital y el “aire canalla y un tanto vulgar del hombre de la calle”. En este caso a través de una historia escrita por Alan Jay Lerner, sobre la base de inmortales canciones compuestas por George e Ira Gershwin.
Desde ese marco y su ya clásica estampa, Kelly vuelca con la más absoluta naturalidad sus infinitas dotes como bailarín. Y en los cuadros danzantes de la película, que acompaña con el canto de su pequeña y afinada voz, muestra por qué es el más completo de todos. Nadie como él en los musicales de Hollywood llegó a ser a la vez actor, realizador, cantante, bailarín y coreógrafo.
Allí lo vemos compartiendo un baile en clave de juego con un grupo de niños (“I Got Rhythm”), compartir con Levant un dúo festivo y frenético a la vez (“Tra La La”), derrochar optimismo a través de una canción perfecta (“It’s Wonderful”) y divertirse de nuevo con los clásicos (“By Strauss”). A Levant le toca lucirse en un brillante momento unipersonal (el “Concierto en F”) y Gathary encuentra el suyo con una sofisticada parodia (“I’ll Built a Starway to Paradise”) sobre la que nunca hubo acuerdo. Algunos dicen que se ríe de sí mismo y otros que la burla está dirigida a Maurice Chevalier y Jean-Pierre Aumont.
Pero todavía resultan más celebrados los momentos musicales y danzantes que tienen como protagonistas a Kelly y a Caron. La joven debutante se luce al comienzo con un cuadro de presentación de su personaje lleno de color y sensualidad. Luego comparte un primer encuentro con Kelly junto a los muelles y las clásicas escalinatas próximas al Sena (“Love Is Here to Stay”) que dejó una enorme influencia, décadas después, en la recuperación del musical clásico que llevó adelante en 2016 Damien Chazelle en la premiada La La Land.
Algo parecido ocurre con el cuadro que se extiende a lo largo de 17 minutos, en el tramo final de la película, con una sucesión de viñetas inspiradas en la obra de algunos de los grandes maestros del impresionismo francés. Es un momento insuperable, que marca el clímax de la película y en el que la danza adquiere vuelo propio, mientras parece dispuesta a separarse de toda la narración previa. Minnelli lo filmó un mes después de haber terminado el resto del film, como si fuese una obra separada. Hasta que al final, ese cuadro con identidad propia adquiere sentido integrándose al conjunto.
Leslie Caron, que el 1° de julio pasado cumplió 90 años y es la única gran sobreviviente de toda la plana protagónica de la película, recordó en una conversación reciente con Entertainment Weekly que su corazón y su cabeza quedaron especialmente sensibilizados por el segmento dedicado a Pierre-Auguste Renoir. “Pero lo que más disfruté fue sencillamente bailar la música de Gershwin. Hasta ese momento no sabía lo que era bailar jazz. Era algo completamente nuevo para mí, a pesar de que en Francia en ese momento el jazz estaba de moda. Pero mi formación era estrictamente clásica”, contó la actriz.
Todo ese gran cuadro no es otra cosa que “una danza imaginada, con un origen casi subconsciente y una escenografía irreal”, según lo describe Alsina Thevenet en su crítica. Una gran ensoñación hecha de imagen y sonido, música y movimiento, abrazada por públicos de todo el mundo a lo largo de distintas generaciones y transformada en símbolo de todo lo que puede conseguir un musical. Estuvo a punto de frustrarse porque el estudio pensaba que era muy cara. Con el tiempo, los 450.000 dólares usados en ella (una fortuna para aquel tiempo) resultaron la mejor inversión imaginable.
El cuadro empieza con la alegría de una celebración, se va transformando en la pintura de un amor que parece irremediablemente perdido y al final las pasiones que mueven a los protagonistas adquieren un sentido pleno. A 70 años de su estreno, el paso del tiempo terminó dándole la razón a Cabrera Infante. Un americano en París, el gran musical de Hollywood con su esplendorosa paleta hecha de Technicolor, renace una y otra vez para hacernos más felices.
Un americano en París está disponible en Qubit TV y HBO Max
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