¿Qué veo? Moulin Rouge, el musical excesivo, apasionado y anacrónico que merecía el Oscar a la mejor película
Protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor por el despliegue virtuoso de todos sus artificios, pero solo consiguió ganar dos premios de la Academia: dirección de arte y vestuario
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Veinte años atrás, para esta misma fecha, la temporada alta de premios de Hollywood arrancó con un musical en la pole position. El 9 de diciembre de 2001, Moulin Rouge: amor en rojo fue elegida como la mejor película del año por la National Board of Review, un ensamble de críticos, especialistas, académicos y divulgadores que otorga estos reconocimientos desde 1917.
Pasaron dos décadas y los méritos que encumbraron a Moulin Rouge en el momento de su estreno siguen plenos y vigentes. Y recuperan en la memoria toda la energía de aquella aparición cuando otro gran musical del cine, la nueva versión de Amor sin barreras, empieza a convertirse en protagonista de la temporada de premios 2021 que acaba de ponerse en marcha.
Para muchos, Moulin Rouge merecía disfrutar al final de la noche del Oscar de veinte años atrás un premio similar al que recibió en el comienzo de ese largo y escarpado camino. Hubiese quedado a la altura de una ceremonia que resultó histórica, entre otras cosas, por consagrar por primera vez en la historia del premio a una afroamericana (Halle Berry) como mejor actriz. Esa misma noche, El hijo de la novia también se quedó sin el premio al que aspiraba. En la competencia por el Oscar a la mejor película extranjera perdió ante la bosnia El último día. Pasaría casi una década hasta el momento en que Juan José Campanella pudo ganarlo gracias a El secreto de sus ojos.
De las ocho nominaciones al Oscar que obtuvo Moulin Rouge (incluyendo la de mejor película), los dos premios que se llevó se convirtieron en los más previsibles. Hasta podría decirse que no tenía rivales en esas dos categorías triunfales, dirección de arte y vestuario. Son los primeros e inmediatos puntos de contacto con una película a la que el streaming le queda chico, aunque no exista otra posibilidad directa de descubrirla o volver a verla. Son tantos los elementos que se ponen en juego en cada escena que es muy fácil perder de vista la observación del detalle.
El ejercicio de esa distracción, paradójicamente, es lo que permite contemplar la grandeza de esta obra recargada, vibrante, magnética y casi gloriosa en su artificiosa desmesura. Moulin Rouge es una acumulación virtuosa de influencias, memorias, recuerdos y miradas, fundidas a través de múltiples capas visuales y sonoras. En la visión que tiene el director Baz Luhrmann de la entrada al siglo XX en una París invadida por la “revolución de la bohemia” aparecen todas las formas posibles del musical, tradicionales y modernas. Desde los colores vivos y plenos de las películas de Vincente Minnelli a las luces de Las Vegas y de todas las formas casi contemporáneas de la cultura pop al el lenguaje musical y coreográfico del cine de la India (Bollywood), pasando por toda una historia casi centenaria de excesos y alegorías explícitas representadas a través de un montón de canciones.
La música es la reina de Moulin Rouge, expuesta con una sucesión de anacronismos tan orgullosa y deliberaa que sus apasionados protagonistas, en París y en 1899, pueden expresar la plenitud de su amor con una fusión entre “Roxanne”, el clásico de The Police, y fragmentos de la “Tanguedia” de Mariano Mores. ¿El sonido de Buenos Aires también aparece en esta historia? Todo es posible en Moulin Rouge, también que uno de los personajes centrales sea un “argentino inconsciente” que permite con una azarosa caída al vacío la entrada en el relato de su gran figura masculina, el escritor personificado por Ewan McGregor. También es posible que aparezcan en cualquier momento canciones muy conocidas de Elton John, Madonna, Queen y Paul McCartney, entre muchos otros. La película está llena de temas que responden a la consigna “una que sepamos todos”.
McGregor (ignorado injustamente por la Academia de Hollywood) y Nicole Kidman (dueña de una merecida nominación como mejor actriz) son dos de los puntos más altos de Moulin Rouge. Los dos cantan y bailan muy bien, pero sobre todo expresan con un compromiso absoluto y una expresividad arrolladora el sentido más profundo de esta obra. “Esta es una historia acerca de una época, de un lugar y de una gente, pero sobre todo de un amor que supera todos los obstáculos”, dice Christian (McGregor), que convierte su relato en un gigantesco flashback. Todo lo que vemos nace de sus propios recuerdos.
Ahora que Kidman puede encontrar en 2021 una nueva e inesperada candidatura al Oscar por una personificación de Lucille Ball (en Being the Ricardos) que no dejará de sumar polémicas, bien vale volver a lo que entregó hace dos décadas en Moulin Rouge. Más bella y mejor actriz que nunca, mucho antes de esos cambios estéticos en el rostro que llegaron en un momento a poner en discusión su genuino talento, Kidman aquí encarna a la perfección a una heroína trágica que encuentra en el amor la plenitud de su existencia y la razón de su desgracia. En cada encuentro con McGregor los dos se sacan chispas y ese romance condenado a la fugacidad y al eterno recuerdo de ese breve esplendor queda marcado, como toda la película, por una puesta en escena recargada y excesiva. Tanto como el retrato de su antagonista, un villano de perfecta y retorcida ampulosidad magníficamente interpretado por Richard Roxburgh.
Detrás de Moulin Rouge hay además un anecdotario casi infinito. Empezando por la costilla que se rompió Kidman durante el rodaje, lesión provocada al parecer por el uso de un corset demasiado ajustado. Decidida a llevar al máximo su compromiso con la película, Kidman decidió hacer algunas de sus propias escenas de riesgo y terminó con el tobillo lastimado. Terminó filmando algunas de sus escenas en una silla de ruedas, con la pierna inmovilizada. De paso, a Kidman le tocó lucir en la película la pieza de joyería más cara jamás usada en el cine: un collar de diamantes diseñado por el afamado Stefano Canturi y valuado en tres millones de dólares.
Otro que terminó averiado es John Leguizamo, brillante en el papel de un extraño y efusivo émulo de Toulouse-Lautrec y por lo tanto obligado a moverse, pararse o desplazarse todo el tiempo apoyado en sus rodillas. Entre las prótesis especiales que le colocó el equipo de maquillaje y los efectos visuales cada aparición suya se convierte en un verdadero prodigio. Pero en la vida real esa magia se transformó en suplicio. Al término del rodaje, Leguizamo tuvo que someterse a algunas sesiones de rehabilitación para recuperar la normalidad plena de sus movimientos.
Desde una perspectiva histórica concreta, cuantificable, Moulin Rouge tuvo tanta mala pata como Kidman y Leguizamo. Recibida en su estreno como una obra única, imposible desde sus enormes ambiciones de quedar contenida bajo una sola y única categoría genérica (es mucho más que musical), vio frustrada su aspiración de coronarse hace dos décadas como la mejor película del año, pero terminó creando a su alrededor un clima tan propicio para el regreso de los musicales que, al año siguiente, la ganadora del Oscar a la mejor película fue la versión para el cine de Chicago.
Que una película firmada por el mediocre Rob Marshall (responsable de las paupérrimas Nine, una vida de pasión, En el bosque y El regreso de Mary Poppins) haya llegado más lejos que Moulin Rouge nos dice unas cuantas cosas sobre la percepción que tienen los votantes del Oscar sobre el valor de los musicales. Lo mismo pasó con el traspié de La La Land, el mejor musical para el cine realizado en la última década, relegado en el reconocimiento de la Academia como mejor película de 2016 frente a la olvidable Moonlight, luz de luna, en aquella bochornosa noche de confusión de tarjetas y anuncios a cargo de Warren Beatty y Faye Dunaway.
Veinte años después de su estreno, es posible que Moulin Rouge encuentre una silenciosa y velada reivindicación. Aunque no se la nombre. No son pocos los que hablan hoy en Hollywood de la “maldición de las películas musicales”, una tendencia de los últimos años que la llegada de la remake de Amor sin barreras podría dar vuelta. Si eso llegara a ocurrir y la nueva película de Steven Spielberg encuentra (como se merece) un lugar de privilegio en la próxima carrera hacia el Oscar, Moulin Rouge podría por fin ocupar en perspectiva el lugar que le corresponde. Es una fiesta visual, una experiencia musical única en su tipo y sobre todo una gran celebración de todo lo que le da sentido al cine. Una historia sobre amores inolvidables, sueños, ambiciones, traiciones y celos en un tiempo y un espacio en apariencia inverosímiles que logran frente a nuestros ojos la suspensión de toda incredulidad.
Moulin Rouge está disponible en Star+
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