¿Qué veo? Most Dangerous Game es una atrapante y vertiginosa carrera por la supervivencia
El film de Phil Abraham, protagonizado por Liam Hemsworth y Christoph Waltz, propone un típico juego de cacería humana en medio de los decadentes paisajes de Detroit
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Most Dangerous Game (Estados Unidos/2020). Dirección: Phil Abraham. Guion: Scott Elder, Josh Harmon y Nick Santora, basado en un relato de Richard Connell. Fotografía: Matthew J. Lloyd, Ken Glassing. Edición: William Turro, J.J. Geiger. Elenco: Liam Hemsworth, Christoph Waltz, Sarah Gadon, Zack Cherry, Chris Webster, Aaron Poole, Billy Burke. Duración: 130 minutos. Disponible en: Amazon Prime Video. Nuestra opinión: buena.
Hace casi dos años, en plena eclosión de la pandemia, se confirmaba el fracaso de una plataforma de contenidos audiovisuales que se había anunciado como específicamente diseñada para celulares. Aunque muchos lo hayan olvidado, su nombre fue Quibi y antes de desaparecer del mercado dejó una batería de contenidos pensados para un consumo en pequeñas cuotas, mordiscos de apenas unos minutos que convertían el banquete televisivo en una comida al paso. De ese lote no demasiado extenso fue salvada Most Dangerous Game, pensada originalmente como película, luego reconvertida en una serie para el formato de episodios de 7 a 8 minutos. Creada por Scott Elder, Josh Harmon y Nick Santora (ahora en alza gracias al éxito de Reacher) e inspirada en un cuento de Richard Connell –que tuvo varias adaptaciones en el cine, una de ellas dirigida por un joven Robert Wise para la RKO en los 40-, fue estrenada recientemente en muchos países, sobre todo de Latinoamérica, vía Amazon Prime Video como una película de poco más de dos horas.
La premisa de la historia era funcional para el formato de bloques cortos, ideados para retener sin demoras la atención del espectador. Dodge Tynes (Liam Hemsworth) es un constructor con problemas financieros que descubre, de la noche a la mañana, que tiene una enfermedad terminal. Asediado por las deudas y con su esposa embarazada (Sarah Gadon), decide aceptar el trato de un oscuro magnate para convertirse en la presa de una cacería urbana. Miles Sellars, el maestro de ceremonias en cuestión, no es otro que Christoph Waltz, ataviado con el cinismo que viene explotando desde Bastardos sin gloria, un astuto entrepreneur dedicado a organizar entretenimientos feroces e ilegales para millonarios aburridos. El trato consiste en que Dodge esquive a sus cazadores por las calles de Detroit y a cada hora de fuga reciba una suculenta suma de dólares en su cuenta bancaria. El gato y el ratón con el trasfondo de la derruida ciudad de los automóviles hoy convertida en un fantasmal laberinto de crueldades humanas.
El comienzo del relato es algo urgente, usando el desgastado recurso in media res para despertar el interés de manera inmediata en lo que será el primer bocado de acción. Así que primero asistimos a la deshonesta propuesta de Miles y luego a la justificación de por qué Dodge está dispuesto a aceptar: la cuenta bancaria en rojo, el diagnóstico médico, el pasado de fracaso en la figura del padre, la impotencia de no vislumbrar un futuro para su familia. También sabemos que es un atleta y eso lo convierte en una presa atractiva para los cazadores ávidos de adrenalina. Las actuaciones son correctas, ajustadas a esa exigencia de exposición, salvo la de Waltz que siempre parece lucirse incluso ante toda medianía.
Lo que viene después resume la concepción de la narrativa: la persistente escapatoria de una presa en un centro urbano atestado de gente, en el que los cazadores pueden ser cualesquiera, camuflados en ese gentío que deambula en las calles. Sin demasiadas innovaciones, la película se hace efectiva en el ritmo de la persecución, en la combinación entre la incertidumbre de Dodge y el permanente monitoreo de Miles, hombre detrás de la cortina que sigue a sus jugadores como piezas en un tablero de ajedrez. El tono es el mismo que Santora perfeccionó en Reacher, ágil y nunca demasiado serio sin llegar a descender a la misantropía. Sus personajes son marionetas atrapadas en una trampa, ni del todo buenos, ni del todo malos, siguiendo las perversas reglas del juego para conseguir lo que quieren, sea dinero o diversión.
Una idea similar asomó casi de manera contemporánea en La cacería (2020), de Craig Zobel, con guion de Nick Cuse y Damon Lindelof, más corrida a la sátira política con mezcla de gore que al policial de persecución que intenta Santora. Acá el comentario político es apenas una pátina distanciada –que tiene como buen ejemplo a los nombres de expresidentes como Nixon o Reagan para los cazadores- sobre una narrativa que funciona en el ritmo de la escapatoria, el ingenio de los enfrentamientos –se luce el británico Chris Webster como un sádico gentleman- y las idas y vueltas de un juego más efectivo que sofisticado. Una de las reglas de la cacería establece que no se puede abandonar Detroit, metáfora de un sueño hundido en los fantasmas de su gloria pasada y su incierto presente. La historia aprovecha a la perfección esa geografía citadina, sus parques desolados, las fábricas abandonadas y los corredores de marginalidad que ofrecen un rostro mucho más complejo que el del juego de apuestas mortales.
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