¿Qué veo? El círculo rojo, un policial extraordinario para celebrar el centenario del nacimiento de Yves Montand
El gran actor y cantante se luce en la gran película de Jean-Pierre Melville, que incluye entre sus atractivos la notable escena del robo a una joyería que dura 25 minutos y no tiene un solo diálogo
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“¡Ivo, monta!” (¡Ivo, sube!), le decía su madre cuando era chico para que volviera a casa después de pasar el día jugando en la calle. Años después, cuando empezó su carrera artística cantando en pequeños clubes nocturnos de Marsella, acudió a ese recuerdo como tributo a su infancia y a aquella madre que debió criarlo en tierras extrañas, lejos del hogar que lo vio nacer.
Fue entonces cuando Ivo Livi se transformó en Yves Montand, el talentoso actor y cantante del que se cumple hoy el centenario de su nacimiento. Su cuna fue Monsumanno Terme, un enclave de la región italiana de la Toscana conocida por el poder curativo de sus aguas, por formar parte del llamado “valle del chocolate” gracias a la presencia de diestros maestros en este arte culinario, y por la influyente presencia histórica de la familia Médicis y de Giuseppe Verdi. Pero la familia Livi (campesina y pobre) no pudo disfrutar de esas ventajas. Además, el padre de Ivo era comunista, y el creciente poder del fascismo hizo insostenible su permanencia en ese suelo. Ivo nació el 13 de octubre de 1921 y un año después Benito Mussolini encabezaba la marcha sobre Roma que marcaría el comienzo de su poder autocrático. El futuro galán todavía era un bebé cuando la familia huyó de Italia y decidió instalarse en Marsella.
Montand tenía 49 años cuando se estrenó El círculo rojo (Le Cercle Rouge), uno de los mejores policiales de toda la historia del cine francés. En aquel 1970 ya era una de las figuras artísticas más importantes, destacadas y admiradas del país con el que estaba plenamente identificado. El nacimiento en Italia era, a esa altura, casi un detalle anecdótico. En todo caso se valía de él para reivindicar, como señaló desde estas páginas en 2001 Fernando López, su condición de “mediterráneo hasta la médula”.
A Montand no lo incomodó para nada mostrarse allí en las antípodas de su estampa seductora. Su personaje se llama Jensen, es un expolicía devorado por el alcohol y aparece por primera vez, cuando ya transcurrió una hora de los 140 minutos del film, en un estado lamentable. Sucio, enajenado y en pleno delirium tremens. Tendido en la cama, rodeado de suciedad y de botellas vacías, experimenta la alucinación de verse invadido por toda clase de bichos y alimañas (roedores, reptiles) que trepan por las maderas y empiezan a recorrerle el cuerpo.
Un llamado telefónico le devolverá la entereza y también, por un rato, la sobriedad. Recibe la invitación para participar del robo perfecto. Su destreza como tirador será decisiva en el operativo armado para apoderarse de un millonario botín instalado en los escaparates de una joyería de Place Vendôme. Ese clímax se convertirá en una de las escenas de robo más extraordinarias jamás filmadas. Una de las razones por las que El círculo rojo pasaría a la historia como una obra maestra.
Esa secuencia ocupa 25 minutos de imagen pura, sin una sola palabra o línea de diálogo. Sus autores son dos hombres del hampa, Corey (Alain Delon) y Vogel (Gian María Volonté). A Corey lo vemos al principio del film saliendo de una cárcel de Marsella. Vogel, mientras tanto, escapa de un tren en movimiento y de la custodia del escrupuloso policía Mattei (André Bourvil) y en su frenética escapatoria se refugia en el baúl del auto que Corey acababa de adquirir para viajar a París.
Serios, impasibles, unidos por el destino, los dos hombres hasta allí desconocidos se convierten en cómplices y ejecutores del meticuloso robo. Necesitan, eso sí, a un experto tirador. Alguien capaz de apuntar al ojo de una cerradura y acertarle desde 20 metros para dejar sin efecto el mecanismo que activa la alarma del lugar. “Necesitaban un francotirador –contó Montand en una pausa del rodaje-. Alguien capaz de mostrar excepcionales habilidades de tiro para un atraco realmente complicado”.
A Jean-Pierre Melville se le había ocurrido la idea del robo mientras atravesaba de madrugada la Place Vendôme una noche de verano de 1950. Melville es uno de los colosos del cine francés, tal vez olvidado por las nuevas generaciones por su prematura muerte en 1973, con apenas 55 años. “Di la vuelta a la rue de la Paix, tomé la rue Danielle-Casanova, presioné todos los botones de la puerta y hacia el séptimo u octavo piso una puerta está abierta. Crucé un patio, luego otro, vi una escalera, subí por ella, llegué arriba, vi un tragaluz que miraba al cielo con una escalera colgada contra la pared, puse la escalera contra la entrada del pequeño ático donde estaba el tragaluz, subí, atravesé la claraboya, llegué al tejado y me encontré sobre la joyería Boucheron”, narró en Le Cinema Selon Melville (El cine según Melville).
Nacido en 1971 como Jean Pierre Grumbach, Melville había iniciado su carrera en aquellos años, pero debió postergar un buen tiempo aquella idea porque en 1950 se había estrenado Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle), de John Huston. La secuencia clave de esa película también era la meticulosa ejecución del robo a una joyería. El momento para Melville llegó casi dos décadas después, cuando concibió esta historia como una suerte de continuidad temática y estilística de El samurái (1967), otra ascética historia sobre profesionales del crimen. El rodaje de El círculo rojo se puso en marcha en enero de 1970.
“Melville es muy preciso –contó Montand en ese tiempo-. Sus guiones siempre están recortados de una manera, al milímetro. Pero sin quedar atrapado nunca en esa mecánica él mismo. Su columna vertebral está perfectamente bien escrita. No tiene miedo de cortar o quitar un poco de diálogo si él cree que la imagen es mucho más fuerte de lo que tenemos que decir”.
Estos dichos ilustran a la perfección lo que es El círculo rojo. Una película que funciona como el paradigma de la precisión y el autocontrol. Sus personajes son profesionales que tienen perfectamente en claro el lugar que ocupan y lo que deben hacer para hacer honor a su naturaleza. Y por extensión a su destino, por eso historias como El círculo rojo tienen la dimensión de una verdadera tragedia en el sentido clásico.
El dominio absoluto que tiene Melville de los elementos de la puesta en escena (encuadres, movimientos de cámara) convierten al director en un auténtico autor cinematográfico. Y a la vez en un director capaz de hacer de una obra rigurosa en extremo un éxito de público. Cuatro millones de personas vieron El círculo rojo solamente en Francia, aunque habrá que agregar a la expectativa que despertó la película por los méritos de su narración y el talento de Melville un par de elementos ligados a sus actores.
Primero, Delon. El astro francés estaba por entonces en su mejor momento y toda Francia vivía envuelta en una suerte de “delonmanía”. Además, había encontrado con Melville su mejor faceta de actor de cine. Sabía representar a la perfección ese tipo de personaje al margen de la ley que el director imaginó para él desde El samurái: silencioso, calculador, profesional.
Después, Bourvil. Una gran estrella cómica de la escena francesa que mostró en El círculo rojo una veta dramática para muchos inesperada. Hizo la película en medio de una gran encrucijada personal, porque sabía que estaba mortalmente enfermo. Ocultó a su familia y al público el cuadro avanzado del cáncer a la médula ósea que sufría y filmó la película con las pocas fuerzas que le quedaban mientras se sometía a sesiones de quimioterapia, buscaba terapias alternativas y recibía discretas dosis de morfina para calmar los dolores. Murió el 23 de septiembre de 1970, a los 53 años, un mes antes del estreno mundial de El círculo rojo.
Y finalmente, Montand. El seductor empedernido que venía de triunfar en todos los desafíos que se proponía. Algunas comedias livianas que repartía entre Francia y Hollywood, dramas que le exigían un gran compromiso expresivo (El salario del miedo, Las brujas de Salem) y el cine más comprometido, alineado a una temprana identificación ideológica con el Partido Comunista Francés.
También cargaba con los últimos ruidos del escándalo que marcó a fuego su vida artística y personal en la década previa, uno de los primeros en la historia del espectáculo en merecer ese calificativo. Fue después de protagonizar junto a Marilyn Monroe La adorable pecadora (Let’s Make Love, 1960). Pasó de galán en la pantalla a convertirse en el amante de Marilyn. “Un día que ella estaba resfriada me acerqué a su bungalow para aydarla. Me incliné para darle un beso de buenas noches, pero súbitamente fue un beso desenfrenado, un fuego, un huracán que no pude contener”, confesó Montand en su autobiografía. La pareja se mostraba feliz paseando por Hollywood y la eterna compañera del actor, Simone Signoret, se enteró por los diarios franceses.
Con el tiempo Signoret lo perdonaría y el propio Montand, a la vez, tomaría distancia de sus antiguos compañeros de ruta comunistas después de criticar con fuerza las justificaciones que ellos hacían al estalinismo. Montand murió de un infarto el 9 de noviembre de 1991, a los 70 años, después de filmar las últimas escenas de una película. Sus restos y los de Signoret reposan en la misma tumba del cementerio parisino de Pere Lachaise. Tenía una personalidad desbordante, un talento innato para la seducción y además de triunfar en el cine había sido una gran estrella de la canción. En El círculo rojo mostró que también podía poner su expresión más austera y reconcentrada al servicio de una obra maestra del cine policial de todos los tiempos.
El círculo rojo está disponible en Qubit TV.
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