¿Qué veo? Annette, la ópera rock de Leos Carax sobre un amor imposible hecha de todos los excesos imaginables
Egos, ambiciones malsanas, locura, la música del dúo Sparks y un bebé artificial con el don de la clarividencia son apenas algunos elementos que pueden descubrirse en el nuevo film del director de Los amantes del Pont Neuf, protagonizado por Adam Driver y Marion Cotillard, que estrena la plataforma Mubi
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Annette (Francia-Bélgica-Estados Unidos-Alemania-Suiza-Japón-México/2021). Dirección: Leos Carax. Guion: Ron Mael, Russell Mael. Fotografía: Caroline Champetier. Edición: Nelly Quettier. Elenco: Adam Driver, Marion Cotillard, Simon Helberg, Devyn McDowell. Duración: 141 minutos. Disponible en: Mubi. Nuestra opinión: muy buena.
“Ríe, ríe, ríe”, repite el comediante Henry McHenry (Adam Driver) sobre el escenario mientras desafía a su audiencia a que soporte su intermitente resentimiento a fuerza de risas incómodas. McHenry es el centro de reflexión de la ópera rock de Leos Carax, que conduce a sus anteriores marginales-monstruos de Mala sangre o Los amantes del Pont Neuf –interpretados por Denis Lavant- al territorio del arte, corroído por egos y ambiciones malsanas, por una crueldad invasiva que solo el lamento musical puede exorcizar. Annette no solo le permite a Carax medirse con la monumentalidad de la ópera, sus escenarios grandiosos contenidos en fachadas artificiales, los sentimientos enredados en la canción, sino empujar las normativas de todo espectáculo, combinar lo mundano con lo trascendental, compensar alguna provocación superficial con el riesgo de sus excesos.
La película comienza revelando su propia hechura, los músicos dejando sus instrumentos para cantar “So May We Start” ante la presencia de la cámara, recorrer las calles de una ciudad camino al espectáculo del que serán protagonistas, vestidos con las ropas de sus personajes dentro y fuera de escena. Henry concibe sus performances como el golpe certero de un boxeador, la belleza tras sus comentarios iracundos, la pregunta a su audiencia por el valor de esa risa que vienen a buscar. Debajo de su soberbia está la frustración y desconfianza sobre su propio éxito, la sospecha de su estafa, la furia que despliega en infantiles juegos de violencia. En una de esas apariciones sobre el escenario como “El mono de Dios” revela que está enamorado de la soprano Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), estrella de la ópera que muere cada noche para salvar a su público en el acto último de su arte. “¿Qué puede unir a un cínico comediante y una actriz trágica?” se pregunta el propio Henry con cierta desconfianza sobre ese romance intempestivo que invade las noticias sentimentales de ese mundo mágico como simpáticas viñetas salidas de un programa de chimentos.
Carax amalgama influencias de diversos orígenes: la paleta colorida de Powell & Pressburger en Las zapatillas rojas cuando la Ann de Cotillard deambula por un bosque encantado con su melena de pelo anaranjado; la osadía de Ken Russell y sus amantes condenados de La otra cara del amor en cada uno de los duetos al borde del abismo; el pulso autodestructivo del ego en la New York, New York de Scorsese como antídoto a cualquier esplendor posible para ese amor proyectado. La música de Sparks que conduce a la película es menos una partitura que la materia misma de una progresiva desilusión, por ello Carax consigue que la voz cascada de Driver entone cada amenaza o lamento con el castigo de ese descubrimiento. Combinar lo grotesco y lo sublime es algo que la película hace bajo ese mismo gesto de unir una pareja imposible: la canción en el inodoro, la invitación al fantasma tomando pastillas, el final del dúo en el clímax del sexo oral.
Nada prepara al espectador para la aparición de Annette, la pequeña hija de la pareja que portará el don de una extraña clarividencia. Bajo un cuerpo pequeño y artificial se conjugan todas las contradicciones del arte: la inspiración y el aprendizaje, el reconocimiento y la fama, la devoción al amor y el castigo por su pérdida. La larga meditación que le llevó a Carax dar a luz su obra más internacional y ambiciosa también permite vislumbrar las ansiedades tras la realización, la condición de alter ego que el propio Henry puede detentar respecto a su creador, las tensiones tras la integración de algunas composiciones del dúo californiano formado por Ron y Russell Mael. En tanto Carax dinamita el concepto de número musical, algo que se tornó recurrente en el abordaje contemporáneo del género –por ejemplo en el trabajo de Lin-Manuel Miranda de Broadway a Hollywood-, algunas escenas se tornan dilatadas y algo anticlimáticas, con sus diálogos cantados esparcidos en punteos atonales que atentan contra el compromiso dramático.
Pero, en esencia, Annette es una de las obras personales de Carax que mejor se apropia de una tradición que admira sin que su ejercicio de deconstrucción le quite el alma. Al contrario, es la descarnada emoción que subyace a la tragedia de su personaje la que permite seguir una película no apta para todo paladar, invasiva en su creciente alienación, monstruosa en cada una de sus pisadas. Tanto la dimensión fantástica del arte, un mundo de fábula que viene del mar, con sus culpas convertidas en sirenas sangrantes, como el duro rostro del negocio, la fama convertida en explotación, se combinan en una oda majestuosa que sostiene su hechizo hasta las últimas consecuencias.
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