Las recientes huelgas de actores y guionistas son sólo el último ejemplo de hechos que obligaron a la gran industria del entretenimiento a una reinvención; desde el Código Hays y la Segunda Guerra Mundial, hasta la llegada de la TV, el streaming y la inteligencia artificial, cómo el cine se adaptó para sobrevivir
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No hay demasiada gente en el cine. No importa: el morbo por ver la película que comenzó Marilyn Monroe antes de morir, completa y sin cortes, es suficiente. Incluso dicen que es su mejor actuación. También elogian el impecable trabajo realizado por los motores de inteligencia artificial que dieron vida de nuevo a la diva. Es un jueves de 2026 y este es el primer gran producto de los cambios que experimentó Hollywood tras la huelga de guionistas y actores de 2023, cuando se reguló la intervención de la inteligencia artificial (IA) en la creación de películas.
Aunque el escenario anterior es -por el momento- imaginario, el arte en general siempre se relaciona con su contexto histórico. Pero el cine, parido por la revolución industrial y el capitalismo, como arte de masas sufre más que otras áreas lo que sucede fuera de él. Ser una expresión artística y un negocio al mismo tiempo lo obligan a mutar, a veces de modo violento, para mantener la sincronía con el público.
Quizás el primer momento en que Hollywood sufrió cambios estéticos por una coyuntura ajena a él haya sido la instauración del Código Hays, la norma de censura que los propios productores de películas, presionados por instituciones religiosas (especialmente la Iglesia católica), la prensa y los políticos más conservadores, se dieron a sí mismos y que empezó a regir en 1934. La Constitución de los EE.UU. impide prohibir películas o sus contenido, y aunque los diarios magnificaban la idea de Hollywood como hogar del vicio y la lujuria, las masas colmaban las salas. Hasta que llegó el crack de 1929, contemporáneo además de la Ley Seca. El primero destruyó la economía; la segunda, había dado enorme poder a las bandas criminales que desafiaban, contrabando mediante, la prohibición de consumir alcohol. De hecho, un tal Joseph Kennedy, que luego habría de tener un hijo presidente, hizo bastante dinero con tal contrabando. No sólo eso: también invirtió en películas para su amante, Gloria Swanson. Los estadounidenses no estaban para escándalos y eso permitió la avanzada sobre la libertad de expresión. Los productores, en principio para salvaguardar cierto estado moral en épocas de violencia y disolución familiar, hicieron caso y William Hays, un republicano, redactó las normas, que implicaban borrar cualquier alusión directa al sexo, a la homosexualidad, a la violencia explícita, al comunismo. Pero los realizadores generaron nuevas metáforas, nuevos símbolos cinematográficos para decir lo que no se podía. ¿Pareja en la cama? Cada uno con un pie en el piso. ¿Scarface termina muerto en su ley? Howard Hawks tuvo que cambiar el final para que el asesino quedara como un cobarde (hoy, era digital mediante, puede verse el final original).
La Segunda Guerra Mundial, madre de la nouvelle vague
En los años 30, Hollywood no era aún el mayor exportador de cine: competía con industrias fuertes como la francesa o -sí, aunque parezca raro- la argentina. Eso ocurrió hasta la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. En 1939, Hollywood no podía estrenar en el mercado cinematográfico europeo por las restricción de importar productos made in USA. Cuando la guerra terminó, Plan Marshall mediante, los norteamericanos ocuparon e instalaron con toda fuerza su cine.
La nouvelle vague se nutrió sobre todo de esa cinematografía que llegó en malón tras un lustro de prohibición. François Truffaut y Jean-Luc Godard, aún críticos de cine, consideraron a Hollywood “arte” y llamaron a sus realizadores “autores”, en rechazo de lo que consideraban “colaboracionismo con Vichy” de una industria que había seguido funcionando bajo la ocupación nazi. Y esa política -luego teoría- de autores llegaría luego a los EE.UU., donde la primera generación de cineastas formados en escuelas de cine -Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Friedkin, Spielberg y De Palma, entre muchos otros- cambiarían la cinematografía de su propio país, influidos también por el cine europeo. También se consolidaría el Hollywood exportador.
Un juicio y una caja nada boba
En los EE.UU. el cine ya no era un negocio seguro. En el principio, los grandes estudios no sólo producían y distribuían películas: también las exhibían en sus propias salas. Hasta que en 1948, tras un juicio antimonopolio llevado a cabo por los dueños independientes de cines de los EE.UU., apareció la “Sentencia Paramount”. Las majors competían deslealmente con los independientes: les alquilaban copias a precios muy superiores, los estrenos les llegaban tardísimo o las copias eran pésimas, víctimas de miles de pasadas en las salas “del estudio”. Señores productores, dijo entonces la Justicia, tienen que vender sus salas. El resultado: había que convencer a los exhibidores de que compraran lo que Hollywood producía. No había garantías de que cualquier producto fuera proyectado. Ese cambio acabó con los seriales, la clase B y, en 1963, el cartoon clásico.
Pero a este hecho económico y legal se sumó otro aún más importante: la llegada de la TV. Cada vez más barata, alimentada por cientos de horas de cine “viejo” gratis y sin salir de casa, rompió el otro monopolio: que las salas fueran el único hogar del audiovisual. Sin seguridad de ventas, con la mirada puesta cada vez más en qué quería el público masivo, los estudios pensaron en cómo minimizar riesgos. El cine perdió una parte de su variedad y de sus géneros.
La Guerra Fría, el anticomunismo y la caza de brujas generaron además una audiencia que quería reafirmar lo sagrado de la utopía norteamericana. De allí la llegada de los tanques bíblicos: fue la era de El manto sagrado, Ben Hur, Los 10 Mandamientos, Quo Vadis? y varios Evangelios (La más grande historia jamás contada, Rey de Reyes). Nació así el gran blockbuster épico. Y lo que en la jerga se llama tentpole: la película cara y gigante cuyas ganancias permiten sostener -como el parante en la carpa de un circo, eso es un “tentpole”- todo el negocio, que además requiere de la novedad permanente. Así funciona desde entonces.
Invitación para (no) salir de casa
El cine tuvo que adaptarse para sobrevivir. Primero, incorporó a gente de la TV (directores como Sidney Lumet, Alan Pakula o Sidney Pollack) que producían rápido y con “temas actuales” (léase: “barato e importante”). Luego, imágenes más gráficas (el cine europeo no censurado, el gore y, ya en los 70, la legalización del porno, lo hicieron posible). Y luego, espectáculos que apelaban a todo el público posible, creando fantasías cada vez más realistas. La aplicación de la computadora para componer y luego crear imágenes -proceso que va de su primera aplicación en los títulos de Vértigo (1958), hasta el control de cámaras en La guerra de las galaxias (1977) y el hito de Jurassic Park (1993- permitió el refugio lucrativo en la fantasía, además inocua (por lo menos en la superficie) en términos políticos o ideológicos. El gran uso de la fantasía irónica en los años 80 (Volver al futuro, Gremlins, etcétera) es producto de este estado de cosas.
Aunque la aparición del cable, el VHS barato (a principios y mediados de los 80), el DVD (mediados de los 90) y, finalmente, internet, multiplicaron la posibilidad de que el audiovisual se quedara en casa. Es cierto: sin sonido envolvente o 3D. Pero, como sabe cualquiera que tiene un smart de más de 40″, la reproducción de la “sensación cine” en casa es cuestión de tiempo. En todo caso, la producción del streaming era precaria hasta que, en 2012, se globalizó Netflix. ¿Por qué las películas son cada vez más grandotas? Su tamaño (¡y precio!) es directamente proporcional al triunfo de las plataformas. ¿Para qué hacer películas caras sin explosiones? Dejémoslas para el living. Y porqué esos grandes espectáculos tienden a la corrección política, la fantasía irreal y a no ofender a nadie, es directamente proporcional a su precio: hay que conformar cada vez a más gente para vender las entradas suficientes y sostener el negocio. Las salas se quedaron con las sensaciones físicas; las plataformas, con la narración.
El virus y la huelga
SarCov-2 se llama en la jerga científica; para la mayoría de la humanidad significa Covid-19 y desató una pandemia que frenó la pax romana entre plataformas y salas en 2022. La gente no podía salir de su casa; varias cadenas de cine entraron en procesos de quiebra. Los estudios de Hollywood, hoy, son sólo parte de conglomerados más grandes cuyo core-bussiness es otro. Por ejemplo, para Disney son los parques y el real estate asociado al turismo. Pero el Covid implicó cero turismo. Por suerte estaba Disney+: hacia allí fueron los recursos. Lo mismo hicieron Warner (HBO Max), Paramount (Paramount +) y el resto. Explotaron las plataformas por un tiempo saturándose de abonados. Pero lo hicieron a pérdida y, en abril de 2022, en un contexto más recesivo, las acciones de Netflix perdieron más de la mitad de su valor. Pasó con todas las plataformas. Las salas, sin embargo, respondieron a la antigua.
¿Quién habría de salvar el cine si no un héroe de acción venido del pasado con una estrategia clásica? Tom Cruise resistió el estreno en plataformas de Top Gun Maverick, lo mandó a salas en 2022 y recaudó más de 1500 millones de dólares. Poco a poco, el público volvió, y la respuesta de Hollywood fue la de siempre: más grande, más ruidoso, más estrellas. Y con más propiedades intelectuales que sostuvieran el negocio del merchandising, muchísimo más lucrativo. Resultado: superada la crisis pandémica, las dos películas más vistas de 2023 fueron Barbie y Súper Mario Bros.
Coda artificial
Pero en 2023, la huelga de actores y guionistas puso en el tapete algo que, de modo subterráneo, aparecía como herramienta y motivo de terror: la inteligencia artificial (IA). Cuando caducaron los convenios colectivos del sector, y tras cuatro meses de huelga, hubo mejoras para el sector de guionistas. Pero con una novedad: regulaban el uso de la IA. Ya era posible crear cualquier imagen. Ahora también cualquier diálogo y cualquier actor. La clave de los trabajadores es no perder el derecho (y la propiedad intelectual) al propio trabajo y, sobre todo, a la propia imagen.
Si eso ocurriera, volveríamos a donde comenzó este relato: terminando de ver en pocos años “la última película de la Monroe”, porque quienes tienen los derechos del mayor icono erótico de Hollywood dijeron que sí.
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