Premios Oscar 2023: Ellas hablan, un extraordinario relato que lidia con la tragedia y le da lugar a la esperanza
Con extraordinarias actuaciones de todo su elenco, el film de Sarah Polley, que reconstruye la historia real de una serie de abusos sexuales en una colonia menonita, brilla por la cuidadosa y sensible puesta en escena y en el sorprendente uso del sentido del humor en medio de decisiones de vida y muerte
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Ellas hablan (Women Talking, Estados Unidos/2022). Dirección: Sarah Polley. Guion: Sarah Polley, a partir del libro de Miriam Toews. Fotografía: Luc Montpellier. Edición: Christopher Donaldson, Roslyn Kalloo. Música: Hildur GUðnadóttir. Elenco: Claire Foy, Rooney Mara, Jessie Buckley, Judith Ivey, Kate Hallett, Liv McNeil, Sheila McCarthy, Ben Wishaw, Frances McDormand. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: UIP. Duración: 104 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Al comienzo del film, una leyenda advierte que lo que se está a punto de ver es una ficción resultante del poder de imaginación de las mujeres. Una cita derivada de la novela de Miriam Toews en la que se basó la actriz, guionista y directora Sarah Polley para construir su extraordinario relato. Más adelante en la trama del film nominado en las categorías de mejor guion adaptado y mejor película en los premios Oscar se menciona que muchos de los abusos sufridos por los personajes principales fueron descartados e invalidados durante años por sus victimarios por considerarlos producto de su imaginación, según ellos un defecto de la naturaleza femenina. La recuperación del mismo acto de imaginar, de elevar el pensamiento por encima de la opresión del extremismo religioso en el que viven inmersas las mujeres en el centro de la trama, sin voz, voto ni derecho alguno, funciona como el catalizador de una narración que esquiva las respuestas sencillas y los discursos aleccionadores con gracia y contundencia. En su lugar, el film de Polley plantea un escenario en el que hay espacio para la duda, el disenso y los cambios de opinión. Casi un concepto revolucionario cuando se trata de tópicos tan sensibles como los abusos sexuales y las manifestaciones más violentas del patriarcado.
El caso real en la que se basó Toewsy que la realizadora canadiense recupera en la película ocurrió en una colonia menonita afincada en Bolivia en la que en 2009 se descubrió que un grupo de hombres llevaba años utilizando un tranquilizante usado en ganadería para dejar inconscientes a las mujeres con el fin de abusar sexualmente de ellas. Y cómo, ante su desconcierto al despertar ensangrentadas y golpeadas, las convencían de que se trataba de la obra del demonio. O de su imaginación.
Con semejante material como catalizador, Polley decidió no dar detalles específicos sobre el lugar en el que se desarrolla la trama, ni fijar una ubicación temporal más allá de una referencia indirecta, ya que tanto el escenario como la vestimenta y el peinado de las protagonistas evocan las costumbres de los menonitas. Esa elección de puesta en escena no es casual ni arbitraria sino que contribuye a instalar un sentido de otredad en la narración. Mientras otros autores optan por aplicar herramientas de los géneros como la ciencia ficción y el recurso de la distopía para abordar los derechos de las mujeres, en este caso esa otredad propuesta desde el discurso cinematográfico permite procesar lo que se está contando sin que las emociones le ganen al intelecto. Es exactamente lo que intentan sus personajes en pantalla. Una tarea monumental que la ficción logra hasta las instancias finales del film, cuando la resolución le da rienda suelta a las emociones.
En gran medida, la cuidadosa construcción de Polley también permite que los diálogos entre los personajes existan en un presente eterno sin que por eso queden anclados en las particularidades del contexto actual. No se trata de que la historia forme parte o no de una nueva ola feminista ni de los cambios de la cultura en proceso sino de una profunda reflexión sobre la fe, el dolor, la democracia y la naturaleza del perdón. Reunidas en un granero puestas a decidir si, como les exigen sus líderes, perdonarán a sus victimarios, un grupo de mujeres analfabetas se las ingenia para votar qué harán a continuación. Perdonar y seguir adelante como siempre o dejar su hogar.
A pesar de que la mayoría de las escenas transcurren en ese mismo escenario, la puesta evita siempre las rigideces de la teatralidad y si lo consigue es gracias a los vivaces personajes, que representan un abanico de reacciones y opiniones tan variadas como las actrices que las encarnan. De la iracunda Salome de Claire Foy a la reactiva Mariche de Jessie Buckley y la reflexiva Ona de Rooney Mara, todas construyen un tapiz extraordinario en el que hasta se da el espacio a pequeñas burbujas de humor, oxígeno a las opresivas imágenes que se muestran (los abusos físicos y emocionales se discuten pero apenas se vislumbran en pantalla). No se necesitan más que retazos de los recuerdos que les arrebataron a los personajes para comprender los efectos de la tragedia de la que fueron víctimas. Y tampoco se precisa de la presencia de los victimarios, a los que solo se ve parcialmente o fuera de foco, como si su amenaza ya empezara a desdibujarse en la mente de las mujeres, concentradas en la odisea de recuperar la esperanza y el preciado tesoro de su imaginación.
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