Premios Oscar 2021: Anthony Hopkins dicta cátedra de actuación: “Hay que hacer menos, no más”
Acaba de ganar por segunda vez el Oscar por su film El padre; el actor, de 83 años, brinda allí una actuación que corona su carrera: “No hizo falta actuar”.
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LOS ÁNGELES.- ¿Habría escuchado mal lo que me estaba diciendo Anthony Hopkins? Tal vez había fritura en nuestra llamada de Zoom, o quizá el acento galés de Hopkins me impedía entender lo que realmente quería decir. Pero lo volvió a decir. Dos veces. “Fue fácil”, me dijo con una sonrisa. “Tan fácil…”
Estábamos hablando de algo que no parecía para nada fácil: su proeza actoral en El padre –por el que ganó por segunda vez el Oscar al mejor actor ayer, pero que no recibió por estar en Gales– donde Hopkins interpreta a un patriarca londinense que sufre de demencia. El personaje se descubre desanclado de la realidad, sin noción del tiempo y el espacio, y en ese vaivén, la mirada de Hopkins se hamaca entre la frialdad del acero y la penumbra demente, con una elegancia que volvió a reunirlo con el premio Oscar que ya había ganado por El silencio de los inocentes. El film también ganó en la categoría mejor guion adaptado, para Florian Zeller y Christopher Hampton.
¿Cómo hizo entonces este titán del escenario y la pantalla para encarar un rol de semejante complejidad? Hopkins se encoje de hombros. “Fue un papel fácil de interpretar”, insiste, “porque el guion es muy bueno”. Y fue más fácil todavía cuando eligieron a Olivia Colman como su abnegada y maltratada hija. “Cuando uno mira a Olivia y ve cómo se le descompone la cara y empieza a llorar, uno sabe que ya no hace falta actuar.”
Cabe señalar que los actores no suelen hacer confesiones como esas. Por lo general, los actores con alguna chance de alzarse con un premio relatan con ensayada reticencia que nunca se salieron de personaje a pesar de las penurias y las rigurosas condiciones del rodaje, asegurando que podrían haber muerto, que de hecho no saben cómo no murieron –y que incluso no descartan morir– por el solo hecho de tener que recordarlo.
Hopkins no necesita inflar las complejidades del arte de la actuación: “No tiene sentido intentar sufrir para crear un personaje”, dice. Después de todo, un ganador del Oscar con décadas de trayectoria que recibe un guion bien escrito y una coprotagonista que es una gema, ¿de qué debería quejarse? Además, cuando un actor se empeña en hacer que su trabajo sea tan difícil, ¿alguien sale ganando?
A Hopkins a veces le piden que aconseje a actores más jóvenes, y él siempre está bien dispuesto a conceder audiencia por videollamada, para contarles anécdotas y enseñadas de su carrera. Pero cuando esos jóvenes le preguntan qué más pueden hacer por mejorar su actuación, invariablemente Hopkins les responde lo mismo: hagan menos, no más. “El tema es quedar expuesto al punto de dejar caer todas las máscaras”, dice Hopkins. “Pero lleva tiempo despojarse de ese modo, porque todos queremos escondernos un poco.”
Hace una mueca, parecida a una sonrisa y sigue: “Una vez escuché que cuando Spencer Tracy y Katherine Hepburn estaban en Londres, fueron al teatro a ver a Laurence Olivier, que estaba haciendo Tito Andrónico. Al parecer, para ese papel Olivier usaba un maquillaje muy recargado y una nariz postiza, y según Hopkins, a la pareja de actores norteamericanos no los convencía para nada esa prótesis. “Después de la obra, Tracy le dice a Oliver: ‘Pero Larry, ¿a quién querés engañar? ¡El público ya sabe que sos vos!’.”
Por cierto que el público de El padre también sabrá que Hopkins es Hopkins [la película aun no tiene fecha de estreno en nuestro país]. De hecho, hasta el personaje se llama Anthony, y tras décadas de maravillarnos ante la fulminante inteligencia de este actor en la pantalla, la difícil situación de su personaje resulta aún más conmovedora. Pero a no equivocarse: cuando Hopkins dice que fue fácil interpretar un papel tan electrizante, no está hablando de un borramiento de sí mismo, ni mucho menos. “No quiero ser hípermodesto sobre este punto: esa electricidad hay que saberla encender, y yo me dedico a esto desde hace tanto tiempo, que ya sé de memoria donde está el interruptor.”
“En la actuación, el tema es quedar expuesto al punto de dejar caer todas las máscaras. Pero lleva tiempo despojarse de ese modo, porque todos queremos escondernos un poco.”
Desde su casa en Pacific Palisades, un elegante barrio costero cerca de Los Ángeles donde estuvo en cuarentena estos últimos meses [el premio de la Academia lo encontró en su casa de Gales], Hopkins disfruta de la vista de la costa y de los autos que pasan por la ruta, todos tan apurados por llegar a alguna parte. Alguna vez, dice, él también fue impaciente. De chico, allá en el suburbio deprimente de Port Talbot, en Gales, donde creció, Hopkins no se destacaba en absolutamente nada. Era malo en la escuela y en los deportes, y su estricto padre de clase obrera no tenía la menor esperanza sobre su futuro. “Que Dios lo bendiga, pero lo recuerdo perfectamente diciendo ‘Sos un caso perdido’,” comenta Hopkins.
Un encuentro casual con el actor Richard Burton —que también había crecido cerca de Port Talbot y de alguna manera se había convertido en un héroe de Hollywood—, hizo que Hopkins mirara con otros ojos la actuación. Gran imitador, Hopkins vio muchas cosas de la carrera de Burton que de inmediato quiso imitar. “Quería ser famoso, quería ser rico”, dice Hopkins. “Quería ser exitoso, para compensar eso que yo veía como un pasado vacío. Y fui todo eso.”
Pero no todo llegó al mismo tiempo. Tras su paso por el Royal Welsh College of Music & Drama, en Cardiff, y la Royal Academy of Dramatic Art, en Londres, en 1967 Hopkins fue invitado por Laurence Olivier a sumarse al National Theater, donde fue el reemplazo de Olivier en una exitosa producción de Danza macabra, la obra de Strindberg. Según cuenta Olivier en sus memorias, cuando él tuvo apendicitis, “a Hopkins le ofrecieron seguir, y se fue con el papel de Edgar entre los dientes como un gato con su presa.” Pero no le alcanzó. “Nunca le conté a nadie cuál era mi ambición, pero lo que yo quería era venir a California y actuar en cine”, dice Hopkins.
Hoy, a los 83 años y con una carrera formidable, a Hopkins le sigue gustando burlarse de sí mismo: “el ego es una serpiente”, me dijo dos veces. “La vanidad es otra de esas cosas que hay que sacarse de encima si uno quiere servir para algo como actor, o incluso como persona”.
En casa con su esposa Stella, Hopkins disfruta de cosas que nada tiene que ver con la actuación, ya sea leer a Dickens en su iPad, practicar Brahms en el piano, o dejar que el gato se le suba al regazo mientras almuerza. “Estoy en paz, tuve una larga vida.”
Cada tanto, Stella capta algún momento zen con su cámara y lo sube a las redes sociales. Una reciente imagen de Hopkins en el patio trasero, sonriendo a medias y con el brillo del sol en sus ojos azules, fue etiquetada así: “Quedate en el presente. Un día a la vez.” El tuit recibió más de 134.000 likes. “Parece que soy muy popular en Twitter”, dice con un guiño. “Sé que estoy viejo”, dice. “Me cuido, soy fuerte y estoy en forma, pero no hay garantía de nada. Si no, miren a Sean Connery.”
¿El cariz trágico de El padre lo llevó a reflexionar sobre su propia vida, o a pensar en lo perturbadora que puede resultar la confusión del presente con el pasado? Un poco. Cuando Hopkins volvió a ver la película, hace unas semanas, lo único que reconoció en su actuación es a su propio padre, el viejo y duro panadero muerto en 1981. De hecho, mientras rodaban una escena especialmente emotiva, hacia el final de la película, Hopkins empezó a sollozar. Le pidió al director Florian Zeller que le diera un momento para reponerse antes de volver a intentar la toma: sabía que había sobreactuado la escena, pero no pudo contenerse. Por azar, su mirada se había posado en un simple elemento de utilería, un par de anteojos de leer, que le recordaron a los de su padre. “Y si pienso de nuevo en eso, se me vuelve a hacer un nudo en la garganta”, dice Hopkins.
Cuando murió su padre, Hopkins encontró en su dormitorio un par de anteojos junto a un mapa rutero de los Estados Unidos. No llegó a disfrutar de ese viaje. “Uno trabaja tanto, se esfuerza tanto, y al final, ¡listo! Recuerdo haberme parado junto a su cama y haber pensado: Un día de estos voy a ser yo.” Pero con un poco de suerte, ese día no está cerca. Hopkins cree fervientemente en el impulso hacia adelante, y solo se asoma a las tragedias del pasado para aprender y usarlo en el futuro.
¿Y qué le depara ese futuro?, le pregunté cuando nos despedíamos. ¿Qué más aspira a conseguir ahora? Sonríe. Una sola cosa. Una cosita, en realidad. “Aspiro a seguir 20 años más.”
(Traducción de Jaime Arrambide)
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