Premios Oscar 2020: Brad Pitt, entre la bendición y la trampa de la belleza
El significado de Brad Pitt –como actor, estrella y fetiche visual,flamante ganador del Oscar al mejor actor de reparto por Había una vez en Hollywood – se remonta a aquel momento de 1991 en la película Thelma & Louise, cuando la cámara recorre como una caricia su torso desnudo hasta llegar a su rostro. William Bradley Pitt nació en 1963, pero "Brad Pitt" se materializó en nuestras vidas en esos trece segundos de oda a la belleza masculina erotizada, dando inicio a una vida siempre en el centro del escrutinio público, a una carrera con decenas de películas, y a bibliotecas enteras de revistas con elogios delirantes y chismes babosos y cuasi pornográficos.
Y ahora el delirio se repite con Había una vez en Hollywood, la película de Quentin Tarantino en la que Pitt interpreta el perfectamente pitteano personaje de Cliff Booth, veterano doble de riesgo y el tipo con más onda de la ciudad. No hay nada más cool que Cliff Booth, ya sea que esté al volante de una Coupé de Ville o que se esté embarrando los zapatos en un baldío. El novelista Walter Kirn escribió una vez que Robert Redford "es sinónimo de la industria cinematográfica en sí misma, de su ensoñación californiana". En Había una vez…, Tarantino recupera ese ideal metacinematográfico con Cliff, explotando el carisma del actor para crear un nuevo sueño californiano, otro hombre –blanco, por supuesto– dorado por el sol.
Y como Tarantino es Tarantino, obviamente Cliff-Pitt se saca la camisa en una escena que es un guiño a la exhibición fundacional del actor en Thelma & Louise, y nos regala un nuevo himno a la belleza masculina. Es un día de mucho calor, y Cliff tiene poco que hacer. Así que agarra sus herramientas y una cerveza y sube al techo de la casa para arreglar la antena, vestido más o menos como estaba vestido en el film de Ridley Scott. Y es ahí que Cliff se despoja de su camisa hawaiana y de la remerita que tiene debajo, y tenemos a Brad Pitt en torso desnudo una vez más, elevándose tanto por sobre las mansiones de Hollywood como ante nuestros propios ojos. La delgada línea que separa al actor del personaje se vuelve aún más difusa y deliciosamente indiscernible.
Ayer, en la noche de los Oscar, nuestra mirada volvió a posarse sobre Pitt. Es una alegría que sus pares de la Academia lo hayan premiado, porque en el pasado han sido reacios a hacerlo. A pesar de sus años de servicio y de los elogios de la crítica, Pitt había ganado hasta ahora un solo Oscar: la estatuilla a mejor película como uno de los productores de 12 años de esclavitud, en 2014. Como actor, anteriormente ha sido nominado en tres ocasiones: como actor de reparto en 12 monos, y dos como actor principal, por El extraño caso de Benjamin Button y por El juego de la fortuna. Cabe recordar que Rami Malek, Eddie Redmayne y Roberto Beningni, por ejemplo, han ganado el Oscar a mejor actor principal.
Pero la Academia no es la única que ha menospreciado a Pitt. La belleza puede ser tanto una bendición como una trampa, también para los hombres. Y la elección de algunos de sus primeros papeles no ayudó, como el niño bonito sexualizado de ese fiasco absurdo titulado Leyendas de pasión. Tampoco ayudaron algunos periodistas hiperventilando sobre los atributos del intérprete en sus perfiles: "Tiene el cuerpo de una publicidad de Calvin Klein", escribió uno en 1991. Cuatro años más tarde, y babeándose, seguramente, en la revista People escribieron: "dan ganas de montar a pelo sobre las ondas de su cabellera". Y el propio Pitt alimentó esa forma de explotación al posar para revistas que se entregaban de buena gana a sus fantasías, como en la portada de la Rolling Stone de 1994 sobre Entrevista con el vampiro, donde mira fijamente a cámara como una especie de Kurt Cobain de tapa de novela romántica.
Los críticos pueden ser malos, pero a medida que las películas malas dieron paso a las buenas, las noticias mejoraron. Y entonces todo empezaron a decir que Pitt era un buen actor atrapado en el cuerpo de un galán. En parte, eso surge de la sospecha de que la belleza es "meramente" tonta y superficial, lo que convierte a los "bellos" en tontos y superficiales, y hasta en objetos de un desprecio disfrazado de obsesión. La belleza es castigada, y en eso no hay nada nuevo. La historia del cine está plagada de víctimas de esa dinámica de amor-odio, y no todas mujeres.
Pero una vez que se instala, esa "celebridad estelar" deja de ser una máscara y se convierte en una idea recibida muy difícil de desarticular. El temprano éxito de Pitt solía quedar enmarcado en una especie de cuento de hadas sobre un chico de Missouri que "sin motivo aparente", como escribió un periodista, llegó a Hollywood y se convirtió en la estrella del momento. Y las comparaciones con James Dean abundaban. Pitt había estudiado actuación en Los Ángeles, incluso con el muy respetado Roy London, pero la labor de la actuación no es demasiado sexy. Además, tampoco se condice con el lugar común de que las estrellas no saben actuar. Pero actuar es mucho más que el aplicar el método Strasberg, saber transmitir angustia y subir o bajar kilos para un personaje, y si bien Pitt puede hacerlo –interpretó al héroe Aquiles y a un asesino serial–, también tiene un don para la sutileza y la finura.
Este año, Pitt debía haber sido nominado como mejor actor por su delicado y profundo trabajo en Ad Astra, del director James Gray, una meditación sobre el insoportable peso de la masculinidad, que transcurre mayormente en el espacio exterior. La película fue elogiada como un giro dramático en la carrera de Pitt, pero no logró ese impulso que se necesita para ganar premios. Seguramente su actuación en esa película fue demasiado sutil para la Academia, que tiene una histórica debilidad por la grandilocuencia: cuanto más sufrimiento, mejor. Tal vez por eso la huesuda caja torácica de Joaquin Phoenix y su Guasón se ajustan tan bien al gusto de la Academia. Pero Pitt tiene tiempo todavía: a Paul Newman lo nominaron siete veces antes de darle el premio a mejor actor, y Robert Redford fue nominado una sola vez como actor, y perdió.
Como Newman y Redford, Pitt siempre pareció nacido para fijar residencia en la pantalla grande. Tiene una comodidad física palpable, que resulta inseparable de su belleza, una simpleza que parece emanar, al menos en parte, del hecho de levantarse cada mañana y transitar la vida como una persona bella. No pretendo decir que la gente bella no tenga los mismos problemas, neurosis y disfuncionalidades que el resto de los mortales. Pero Pitt siempre se ha movido con esa seguridad absoluta que uno observa en las personas bellas (y en los bailarines), esa facilidad de movimientos que es expresión de algo que excede la mera confianza, ese sublime olvido de sí mismos a la hora de ocupar el espacio físico, algo que no todos tienen. Ellos no se pavonean: fluyen.
En sus tres décadas como actor, Pitt ha interpretado un amplio abanico de personajes: soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, vampiro, ladrón. Entre sus papeles más indelebles se cuenta el fantasmagórico luchador callejero Tyler Durden –otro de los torsos desnudo que definieron la carrera de Pitt–, de la película El club de la pelea (1999), del director David Fincher.
En los años que pasaron desde su estreno, El club de la pelea ha sido enarbolado con ironía y aparentemente sin humor por los defensores de los derechos masculinos. Me pregunto si el personaje de Tyler los calienta, y qué es exactamente lo que ven cuando miran el torso de Pitt. Las películas siempre han usufructuado del gusto del público por la violencia masculina. A lo largo de la historia, el cine ha explotado la belleza de los varones y ha vampirizado las pasiones que desata. "Todos quieren ser Cary Grant. Hasta yo quiero ser Cary Grant", dijo una vez Cary Grant.
Pero los hombres lindos nos ponen nerviosos, en parte porque se complican las normas de género. George Clooney es más que una cara bonita, como se ha ocupado de insistir más de un periodista. Sí, pero también es lindo. Y parte de esa ansiedad que genera la belleza masculina destila pánico homofóbico y misoginia.
En un cine norteamericano dominado desde hace décadas por personajes masculinos que deambulan en manada o enfrentan la maldad de las calles en soledad, vale la pena destacar la figura de Pitt, amigable con las mujeres tanto dentro como fuera de la pantalla. Y eso nos retrotrae a su rol revelación en Thelma & Louise, donde interpreta a un deliberado objeto de deseo femenino llamado J.D. La que insistió para que le dieran el papel a Pitt (también se barajaba a George Clooney, entre otros), fue la mismísima Geena Davis, que interpretaba a Thelma, pero el director Ridley Scott comprendió de inmediato lo que Pitt podía aportarle a ese rol breve pero crucial: para la escena de sexo de Thelma y J.D., el director, un perfeccionista que adora el brillo de las superficies mojadas, roció el torso de Pitt con agua Evian, para lograr ese efecto perlado en la pantalla.
Poco antes de tener sexo, J.D. –con el torso desnudo, como debe ser–, saca el secador de pelo que tiene calzado en el cinturón y empieza a blandirlo como un arma, apuntándole a Thelma. Ese doble mensaje –el secador de pelo feminizado, el arma fálica–, genera una superposición de significados aparentemente disonantes que mezcla los masculino y lo femenino, el deseo y el peligro, la risa y el dolor. Esa disonancia, crucial para la película, sería crucial también para la carrera de Pitt y para la figura que desarrollaría como actor, ya que atempera su belleza y lo hace más humano, más accesible, más gracioso. "¡Bingo!", habría dicho Ridley Scott tiempo después, "Esa escena fue el inicio de Brad Pitt". Pero Scott estaba equivocado. Toda la actuación de Pitt en esa película fue el inicio, y el amor que siente la cámara por él, fue el premio mayor.
(Traducción de Jaime Arrambide)
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