Una guerra sin villano: por qué 1917 debería ganar el Oscar a la mejor película
1917 resultó ser la gran sorpresa de esta temporada de premios. Cuando en la entrega de los premios Globo de Oro se llevó los premios a Mejor Drama y Mejor Director, las apuestas parecieron desviarse hacia esta candidata oculta, desdibujada en el fondo de la foto de las nominadas al Oscar. La nueva película de Sam Mendes llegó precedida de varias críticas internacionales celebratorias y otras con serios reparos, de deliberaciones sobre la decisión de filmarlo todo en un pretendido plano secuencia, de comentarios irónicos sobre el virtuosismo técnico y la estética del videojuego, de inquietudes sobre la importancia de volver a la Primera Guerra y las suspicacias sobre las apariciones de actores estelares como guiños y secretas sorpresas.
Lo cierto es que 1917tiene suficientes méritos para alzarse con el Oscar, pese a competir con películas de grandes directores como El irlandés de Martin Scorsese o Había una vez en Hollywood de Quentin Tarantino; con la carrera meteórica de Parasite, de Bong Joon-ho o con la mimada Historia de un matrimonio de Noah Baumbach. Su aparición como una de las favoritas se debe a ese extraño encuentro entre un hecho histórico de persistencia en la memoria colectiva como lo fue la Primera Guerra Mundial, aquel lúgubre preludio al verdadero siglo XX, a los escenarios devastados, el aire apocalíptico, las febriles trincheras y una forma que si bien no resulta original consigue una emoción genuina, nacida de la cercanía del propio Mendes con el conflicto bélico a través de las memorias de su abuelo, del uso de la puesta en escena al servicio de un relato intenso y desgarrador, pleno de citas cinéfilas y de admirables actuaciones.
1917, como suele suceder en el cine bélico, no retrata "la" guerra sino una pequeña misión que sintetiza su espíritu y abre la mirada a ese cuadro inabarcable. Los soldados Blake (Dean Charles Chapman) y Schofield (George McKay), de una compañía del ejército británico asentada en territorio francés, deben penetrar en una zona de terreno deshabitado, luego de la aparente retirada de las fuerzas alemanas, para entregar un mensaje. Como en todas las historias de aquella guerra preñada de mutilaciones y sinsentido, despojada de vítores y patriotismo, no hay una voz de ataque sino el intento de evitar una masacre. El general Erinmore (Colin Firth) les encomienda a Blake y Scofield avisar a un pelotón atrincherado en los bosques cercanos a la ciudad de Ecoust que deben suspender el ataque contra las filas alemanas, para no caer en la trampa urdida luego de ese estratégico retroceso. Por ello la carrera contra el tiempo y el peligro de los dos soldados resulta una prueba de fuego cuyo objetivo es evitar la muerte y no conseguir la gloria.
Mendes y su coguionista Krissy Wilson-Cairns no se proponen inaugurar una nueva lectura sobre la llamada Gran Guerra sino homenajear el recuerdo de los combatientes, cuyos lejanos testimonios fueron el material en bruto de esta ficción. En ese camino encuentran una perspectiva interesante, que pese al despliegue de la acción y la danza de la cámara consigue una intimidad particular, a veces con algunas lagunas dramáticas, pero loable en el retrato de la pérdida y la destrucción que atravesó a aquella contienda, con sus paisajes lunares llenos de cadáveres y ratas, de cráteres nacidos de los bombardeos, de locura y desolación. A diferencia de la emblemática Sin novedad en el frente (1930), de Lewis Milestone, que mostraba el frente alemán desde la fraternidad quebrada, en una poética antibélica llena de cuadros dolorosos y visualmente deslumbrantes, Mendes elige esquivar aquella epopeya concentrándose en una pareja de solitarios caminantes que recorren un terreno desolado, testigo de peligros ocultos y del germen de una inesperada amistad que resulta reparadora.
Es en virtud de esa perspectiva que el trabajo de Mendes y su director de fotografía, Roger Deakins, que se propone jugar con la ilusión del plano secuencia para sumergir al espectador en la experiencia de ese viaje a lo desconocido, brinda a las mejores escenas cierta distinción. Desde la partida al encuentro con el general y la instrucción de la misión, la cámara acompaña a los protagonistas sin descanso y consigue, en el recorrido por las trincheras, un estado de particular inquietud, sumergida en esa marea de hombres que esperan el ataque, que dilatan el tiempo, que anhelan el regreso a casa o la adrenalina de la batalla. Como un evidente homenaje a los angostos pasadizos que recorre Kirk Douglas en La patrulla infernal (1957) de Stanley Kubrick, Mendes escenifica ese interminable laberinto como el lento camino hacia un infierno tan solo imaginado. El contraste entre la angustiante nocturnidad y el falso amanecer de las luces de los aviones y el fuego de los disparos brinda al escenario un extraño halo poético, que Mendes persiste en equilibrar sin que el peso de la técnica apague el vigor de su relato.
Las notables actuaciones, sobre todo la de George McKay, terminan de impulsar a la película a sacar ventaja en la carrera hacia la premiación. McKay consigue que la cámara se adhiera a su derrotero sin nunca hacernos sentir que esa operación está impuesta desde afuera. Es el magnetismo de su presencia más que la profundidad de su composición el que consigue convertirlo en la máscara que resulta emblema de esa guerra. En La patrulla perdida (1934), una olvidada película de John Ford sobre la campaña de los británicos en Oriente durante esos años finales de la Primera Guerra, el rostro pétreo de Victor McLaglen sintetizaba el horror que subyace a toda experiencia bélica. De la misma manera, McKay consigue expresar con los mínimos recursos su creciente desorientación en la travesía, la angustia de la pérdida, el miedo a la futilidad. Y junto a él actores como Andrew Scott, Benedict Cumberbatch o Richard Madden condensan en sus breves apariciones esos sentimientos encontrados, deseos del final de una lucha prolongada, ambiciones de gloria y de fragor en la epopeya, silencios por el dolor de lo inevitable.
La consciente cinefilia de Mendes no olvida el aura de una película como Gallipoli (1981) de Peter Weir, también marcada por el derrotero de una improvisada amistad convertida en un viaje en compañía. A diferencia de otras de sus películas, adheridas a cierta pretensión y egocentrismo, aquí Mendes parece mostrarse más moderado, dispuesto a dar lugar a un mundo que conoce a través de relatos oídos como confesiones, a un sentimiento que parece no abandonarlo, que le permite nutrirse del cine de antaño, de las memorias familiares, de un esplendor técnico que no lo fagocita. La juventud de los protagonistas de Gallipoli aquí reaparece como un signo aún más autoconsciente en la forma en la que esos rostros juveniles, esas miradas inexpertas, se posan sobre el espectáculo de la muerte. En varias escenas la cámara atraviesa en su movimiento ese marco desolador que define un horizonte gris y humeante, con siluetas de caballos caídos y ratas que devoran la carroña, hasta llegar a esos jóvenes que caminan con miedo, empuñando sus fusiles, como niños llamados a un terrible juego.
Por último, 1917 tiene la virtud de actualizar el costado más sombrío de aquella guerra en sintonía con el presente. Esa guerra sin villano, de destrucciones masivas y consecuencias nefastas, encuentra en esta revisión el peculiar peso de lo que no se olvida, la certeza de que aquellos que la vivieron guardaron en el fondo de su recuerdo esas experiencias contradictorias, de solidaridad y temor, de absurdo sacrificio. Varios momentos –un encuentro con una joven mujer en las sombras de un pueblo abandonado, un canción de esperanza en las voces de los soldados que esperan la batalla- funcionan como esa amarga y modesta reflexión sobre un tiempo que no parece enterrado, que regresa bajo nuevas e impredecibles formas. Eso que siempre atrae en las premiaciones, esa sensación de que el cine lee la coyuntura a su manera, como lo hicieron este año Guasón y Parasite, pueden pensarse en 1917 de una manera indirecta pero no menos efectiva. Una película que desanda la imaginería triunfal de la guerra en la tensión de su forma, que propone un relato vibrante y sombrío al mismo tiempo, deudor de esas glorias que se esperan y solo llegan con tristeza.
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