Philippe de Broca, el poeta de lo risible
Parecía un bicho raro en plena ebullición de la nouvelle vague francesa. A Philippe de Broca lo aburrían tanto las exégesis que los críticos le dedicaban a su obra como lo fastidiaba la intelectual compostura de muchos de los jóvenes cineastas. Jamás –decía Truffaut, que lo definía como el poeta de lo risible– se le oiría pronunciar la palabra arte y no perdía oportunidad para reivindicar su derecho de ser superficial. El admirable cineasta, que fue su amigo desde que lo tuvo como asistente en "Los 400 golpes", recordaba una anécdota de la que fue testigo y que ilustraba esa ligereza con la que Broca afrontaba todo, desde la profesión hasta la vida personal. Un crítico se acercó un día a Philippe y se despachó con una extensa y erudita explicación acerca de por qué lo había decepcionado su última película. Cuando ese crítico, que era un viejo amigo de los dos aunque carecía en absoluto de sentido del humor, terminó su perorata, Philippe lo miró y le dijo, señalándose los pies: "Sí, sí, pero de todos modos llevo unos zapatos muy bonitos, ¿no?"
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A Truffaut, como a quienes aquí disfrutamos de muchas de sus películas desde comienzos de la década del 60, lo seducía el espíritu burlón de Philippe de Broca, su propósito de encontrar el lado jocoso, ridículo o farsesco de cada situación y también la delicada y tierna melancolía que sabía deslizar en sus mejores comedias. ¿Quién que haya visto "El amante de cinco días" habrá podido olvidar la escena en que el amante (Jean-Pierre Cassel) y el marido (François Perier) se ajustan recíprocamente la corbata de moño en una postura que tiene todo el aspecto de un mutuo acogotamiento? ¿Quién no recordará la mirada sabia y comprensiva de Périer cuando todos los días de semana ve llegar a su mujer, Jean Seberg, tan linda y tan feliz, después de haber estado en brazos del otro, aunque ella pretenda haber ido de compras o a la peluquería? ¿Y cómo no guardar en la memoria aquella graciosa fábula carnavalesca de "Rey por inconveniencia", con su pequeña ciudad abandonada en la guerra de 1914-18 y que, cuando es descubierta por las tropas de Alan Bates, está ocupada por locos que han escapado del manicomio para asumir los roles de los personajes del pueblo: desde el tabernero y el cura hasta el cartero?
Si en sus comienzos el cine de Broca parecía inspirado en Frank Capra ("Los juegos del amor", 1959; "El bromista", 1960; la citada "El amante...", 1960, con las que hizo popular el nombre de Cassel), después fue abriéndose cada vez más hacia la aventura, y en ese cambio mucho tuvo que ver Belmondo, a quien conoció cuando era asistente de Claude Chabrol en el rodaje de "Doble vida". El encuentro fue muy provechoso para los dos: el galán de moda pudo combinar sus dos pasiones, el cine y el deporte, y con ese nuevo perfil convertirse en ídolo popular gracias a "Cartouche" (1961, con Claudia Cardinale); a "El hombre de Río" (1963, con François Dorleac); a "Las tribulaciones de un chino en China" (1965, con Ursula Andress), o a "El magnífico" (1973, con Jacqueline Bisset). El director sumó un éxito tras otro, lo que no le impidió abandonar el vértigo de la aventura de vez en cuando y demostrar que todavía conservaba un raro talento para componer comedias en las que el humor, el sentimiento y una tenue ironía devolvían al cine un reconocible espíritu francés, burbujeante, juguetón, ligeramente poético. Unos pocos títulos familiares para el cinéfilo de más de 40 años bastarán para comprobarlo: la vodevilesca "El diablo por la cola" (1968, con Yves Montand metido a secuestrador en fuga); "Los caprichos de Marie" (1969, donde Philippe Noiret pasa por millonario norteamericano en busca de novia), o "Querida Luisa" (1971, menos risueña, más delicadamente tierna y con una Jeanne Moreau inolvidable como la profesora divorciada que se enamora de un italianito desocupado).
Diez días atrás, cuando murió en París, la misma ciudad en que había visto la luz como parte de una familia de "la pequeña aristocracia bohemia" (era hijo de un fotógrafo y nieto de un pintor), muchos apuntaron que con él concluye una época del cine francés: la comedia ha tomado otros rumbos en Francia; hay más vulgaridad y menos travesura. Entre los amigos que fueron a despedirlo –Jean Rochefort, Cassel, Pierre Arditi, Philippe Noiret, Robert Hossein– alguien quiso recordar palabras que Truffaut le dedicó en 1983: "Como Tom y Jerry, Philippe sabe que la vida es una broma, que los despachos están ocupados por falsos adultos que se hacen pasar por ministros, abogados, críticos de arte..." Por eso él los filmaba como monigotes de dibujos animados, corriendo a 18 imágenes por segundo. "Para escapar del peso del mundo moderno."
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