Peter O’Toole: misión cumplida
Cuando en 2003 la Academia de Hollywood, en uno de esos gestos con que suele corregir los reiterados e imperdonables olvidos de sus votantes, decidió entregarle un Oscar honorario en reconocimiento a su trayectoria, Peter O’Toole estuvo a punto de rechazarlo, sólo porque a los 70 todavía se sentía en carrera y confiaba en que podría ganarlo por las vías normales, es decir: en recompensa por algún trabajo futuro. Lo aceptó por cortesía, pero en el fondo tenía razón: tanto seguía en condiciones de competir, que tres años más tarde volvió a ser nominado. Esa última vez, la octava (todo un récord para actores que nunca obtuvieron la estatuilla), por Venus (Roger Michell, 2006), en la que, puesto en el papel de un veterano actor olvidado –que Hanif Kureishi concibió para él–, se burlaba un poco de su imagen pública y de paso mostraba un carisma y un poder de seducción que ya querrían para sí otros galanes más jóvenes, carilindos y atléticos. Tampoco lo obtuvo en esa oportunidad: se lo ganó un monarca (falso), El último rey de Escocia, es decir Forest Whitaker, metido en la piel del dictador ugandés Idi Amin. A él, que ciñó coronas tantas veces en la ficción del cine y del teatro y que después de personificarlo dos veces –en Becket (1964, Peter Glenville) y en Un león en invierno (1968, Anthony Harvey)– le puso rostro definitivo en la pantalla a Henry II de Inglaterra, el primero de la dinastía Plantagenet. (De todos modos, a pesar de esas conexiones directas con la realeza, O’Toole nunca fue nombrado caballero, a diferencia de otros colegas.)
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Ahora, a pocos días de celebrar su 80º cumpleaños (los cumple el 2 de agosto), este hombre de origen humilde y porte aristocrático, el que será por siempre Lawrence de Arabia, Lord Jim, Enrique Plantagenet y quizá también el tímido señor Chipping de Adiós Mr. Chips, se ha declarado fuera del juego. Debe ser uno mismo quien decida cuando ha llegado la hora de detenerse –escribió en una bella carta en la que agradece todo lo que le debe a su oficio– y para él ese momento es hoy. Tendrá ahora tiempo para completar sus memorias, Loitering With Intent, de las que ya ha publicado dos volúmenes: The Child, que abarca los años de la infancia, hasta la Segunda Guerra Mundial, y fue incluido por The New York Times en la nómina de libros notables de 1992, y The Apprentice, en el que evoca los años de juventud que pasó con sus compañeros de la Royal Academy of Dramatic Art. De éste escribió Charles Champlin en Los Angeles Times: "Es un soliloquio de pub que cautiva a una invisible pero imaginable audiencia". Y remataba: "Como narrador de anécdotas, O’Toole es una gran compañía". No sorprende, pues, que ante la noticia de su alejamiento del cine algunos hayan encontrado rápido consuelo pensando que el admirable actor irlandés podrá no estar más en las pantallas –que, de todos modos, no le ofrecían en los años recientes compromisos a su altura: lo último fue Cristiada, superproducción mexicana sobre la Guerra de los Cristeros–, pero seguirá deleitando con sus relatos, que prometen ser jugosos. Ahora, ha dicho, entrará de plano en el tema de su carrera, y ya se sabe que O’Toole era capaz de alternar a Shakespeare, Chejov o Bernard Shaw con el Swinging London, y aprovechar los tiempos libres con su grupo de amigotes –Richard Burton, Richard Harris, Oliver Reed–, que, como él, se hicieron famosos por su talento, pero también por sus épicas borracheras.
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