Hace 20 años, Sofia Coppola estrenaba este film basado en su propia experiencia con su expareja, Spike Jonze, que la cimentó como una realizadora original y sensible, emancipada de su reconocido padre
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Cuando Sofia Coppola comenzó su relación con el cineasta y actor Spike Jonze, su vida, de acuerdo a sus propias palabras, “todavía no había hallado una forma”. Según la realizadora, aún no había adquirido la madurez emocional para sobrellevar un matrimonio que, en más de una ocasión, la encontraba a la deriva mientras Jonze, alejado física y mentalmente de ella, se abocaba a sus proyectos. Sofia se volvía, así, más introspectiva.
“Era una relación de jóvenes y estar a su lado no se sentía correcto para mí y tampoco era lo que él quería”, expresó la directora que, en 2003, estrenó Perdidos en Tokio, su segundo largometraje tras Las vírgenes suicidas, la ópera prima en la que pudo, en varios tramos de la historia, plasmar ese sentimiento de compartir una experiencia con tu pareja como si fuera un deber, como si en esos instantes no existiera una energía que los condujera al mismo lugar.
En Perdidos en Tokio vemos esto en la figura de Charlotte (Scarlett Johansson), una joven que se hospeda en el lujoso Park Hyatt de la capital de Japón mientras su marido, John (Giovanni Ribisi), tiene compromisos laborales al ser un fotógrafo de alta demanda, con cierto aire cool. En una secuencia en el lobby del hotel, John se encuentra con Kelly (Anna Faris), una actriz de Hollywood que ignora a Charlotte y quien se concentra en retomar un viejo vínculo con su marido. De esta forma, la joven parece invisible a la mirada de su marido, que está más concentrado en esa mujer rubia y sus diatribas sobre la industria que en su esposa, quien se siente fuera de esa clase de conexión retratada como vacua por Coppola (también responsable del guion que le valió el Oscar).
Si bien la directora no negó que Jonze inspiró el personaje de Ribisi y que Cameron Diaz fue una de las actrices que utilizó para “armar un estereotipo” de actriz hollywoodense, es cierto que esa escena excede las especulaciones, está por fuera de ese microcosmos. Se trata, sencillamente, de una forma muy triste de retratar lo que es estar errante, con Charlotte como alter ego de Coppola, como esa joven que está en formación, como lo estaba en 1999 la propia Sofia cuando contrajo matrimonio. En ese instante, en un bar del hotel, la joven entabla una charla con Bob Harris (Bill Murray), un hombre en crisis con su esposa que debe filmar un comercial de whisky muy lucrativo, pero también poco estimulante para un actor que padece lo que es estar en el escenario más temido: el ocaso. La conexión entre Bob y Charlotte es instantánea y no necesita de palabras.
"Nunca pensé que la historia iba a conectar con la gente tanto como lo hizo, salió de un lugar de libertad y de espontaneidad"
Sofia Coppola
Coppola concibió una película sobrevolada por la melancolía que se transforma cuando dos individuos se hallan en el momento justo, y en un contexto en el que son incomprendidos no solo por las barreras culturales, sino por las personas que más deberían estar conteniéndolos en esos instantes de incertidumbre. “Nunca pensé que la historia iba a conectar con la gente tanto como lo hizo”, declaró su realizadora. “Hay algo acerca de la ingenuidad que te lleva a hacer cosas de manera espontánea, libre (...). Pasé mucho tiempo en Tokio en mis 20, y quería hacer una película que hablara de mi experiencia en ese lugar”.
Fue precisamente allí donde la cineasta se encontró a sí misma, como si el desamparo la hubiese sacudido a expandirse, a salir de ese cuarto de hotel y a llevar sus enormes auriculares a las calles, a lugares donde contemplar y meditar cambian el sentido, te llevan a un espacio de profundo autoconocimiento. Desde lo más simple y austero como una caminata individual reveladora en Kyoto hasta lo más bombástico y colectivo como una noche de karaoke con “More Than This” sonando, Charlotte empieza a comprender qué no quiere para su vida y a aceptar que no hay nada malo en mirar el futuro y que éste se encuentre en blanco. Perdidos en Tokio es un film sobre las posibilidades.
Bill Murray y una llegada “a las corridas” al rodaje
El coprotagonista, nominado al Oscar por su interpretación, declararía luego del rodaje que Perdidos en Tokio es su película favorita de toda su filmografía, aquella que Coppola pensó con su nombre en mente, sin ninguna alterativa. La realizadora y el actor fueron presentados por Mitch Glazer, un amigo en común, y en una cena en Nueva York hablaron por más de cinco horas. Según ellos, la mayor parte del tiempo su charla no tuvo vínculo con el guion que Murray ya había leído. Sin embargo, a pesar de su compromiso con el film, el actor no firmó el contrato y, cuando todo el equipo ya estaba en Tokio para comenzar el rodaje, él era el único que faltaba para poner el proyecto en marcha. “Estaba nerviosa, era una situación desesperante”, le confió Coppola a Filmmaker Magazine.
A pesar de su preocupación, confió en su amigo Wes Anderson, con quien Murray trabajó en varias ocasiones. “Si te dice que va a hacer la película, la va a hacer”, fueron las palabras tranquilizadoras del cineasta. Siete días antes de la filmación, el actor arribó a la ciudad con una inspiración clara para su personificación de Bob: Harrison Ford. En esa época, se podían ver en Tokio banners publicitarios del protagonista de Indiana Jones promocionando una cerveza, y en esa imagen se basó Murray para los momentos en los que su personaje debía aludir al “momento para tomar un (whisky) Suntory”. Tiempo después, Coppola reveló que “no iba a hacer la película si él no aceptaba”. De hecho, ambos se reunirían tiempo después para varios proyectos, entre ellos, para el film de Apple TV+, En las rocas.
Scarlett Johansson y una experiencia compleja en el rodaje
En cuanto a Johansson, quien tenía 17 años al momento del rodaje, Sofia la eligió por su expresividad. Como todo lo que rodea al film, la conexión entre ambas también fue clave. “La conocí y me sorprendió esa capacidad de transmitir tanto sin la necesidad de hablar, me conecté con esa cualidad de su persona”, contó la directora. “Es una actriz que supo ser encantadora en su papel, pero también demostrar cierta sutileza y mucha gracia”. Es decir, todo aquello que hace a Charlotte una figura tan empática, tan cercana.
El año pasado, Johansson, quien en la película estaba interpretando a una mujer cinco años mayor que ella, habló de cómo el rodaje impactó sus comienzos en Hollywood. En una entrevista con el podcast de iHeart Radio, Table for Two, Scarlett reveló que fue “hipersexualizada” en la industria desde ese momento. “Fue muy duro”, expresó. “Nuestros personajes [el de Murray y el suyo] tenían una relación muy profunda y eso era difícil para mí, me costó hacer esa película por muchas razones, sentí que estaba en un sueño febril”.
La propia directora reveló que las escenas en las que los protagonistas debían permanecer en la cama generando esa intimidad que se rebelaba a las nomenclaturas no fueron sencillas de filmar. “Fueron las más complejas”, admitió Coppola. “No sé si era porque no estaban de buen humor, pero no se llevaban bien en esos momentos, las cosas no fluían, por lo que debíamos frenar el rodaje e intentar la misma secuencia al día siguiente, recuerdo que fueron momentos tensos, porque además estábamos registrando situaciones íntimas”, añadió la cineasta, quien fue apuntalada por su director de fotografía, Lance Acord, el responsable de plasmar ese clima de melancolía y desasosiego.
“Me sentía vulnerable”, amplió Johansson sobre lo que sucedió en esas escenas. “Estaba cansada”, reconoció, respecto al cambio de ciudad y los 27 intensos días de rodaje, además de su desconcierto ante “los cambios de humor” de Murray, quien además no podía dormir una vez completada la jornada laboral. Según trascendió luego, el actor discutía con los huéspedes del hotel donde Coppola eligió filmar a pesar de los contratiempos por considerarlo uno de sus lugares favoritos en el mundo.
Un final del que cada espectador es dueño
“Nunca van a saber lo que le dice Bob a Charlotte”, dijo un tajante Bill Murray sobre “la pregunta del millón”: ese susurro del hombre al oído de la joven cuando se despiden mientras se escucha “Just Like Honey” de The Jesus and Mary Chain. Aunque en el guion Coppola escribió la línea “lo sé, también te voy a extrañar”, esa declaración en ese tiempo suspendido es libre de ser interpretada por cada espectador, quien resignificará la secuencia de acuerdo a cómo leyó ese vínculo, también difícil de ser aprehendido. A fin de cuentas, Sofia no busca solucionar los conflictos de sus personajes: se interesa por el “mientras tanto”, por los paréntesis e, indefectiblemente, por las personas que aparecen para ayudar a transitar el miedo a lo que vendrá.
Diez años después del estreno, Spike Jonze presentó su “respuesta” cinematográfica a Perdidos en Tokio: Ella, con Scarlett Johansson como una de las conexiones entre su película y la de su exesposa. En ambas, el espectador es testigo del retrato de una época. En ambas, un abrazo entre lágrimas oficia de coda. En ambas, la mirada al pasado es piadosa, empática y cargada de sensibilidad. Curiosamente, ambas producciones, tan personales y a flor de piel, obtuvieron el premio de la Academia por sus guiones, esa suerte de diálogo con diez años de distancia.
“En las películas de Sofia hay momentos en los que podés dilucidar qué es lo que ella está sintiendo a través de sus personajes”, le manifestó su padre, Francis, a la revista Vanity Fair. “Su personalidad es genuina, ella siempre es fiel a sí misma, todo lo que ves en su cine sale de su interior”.
Perdidos en Tokio, de Sofia Coppola, está disponible en Star+.
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