Pauline Kael: una lengua filosa
Pocas veces el nombre de un crítico de cine trasciende fronteras y gana popularidad mucho más allá del círculo de sus lectores y del circuito de especialistas. El de Pauline Kael, que murió días atrás a los 82 años en Barrington, Massachusetts, fue seguramente uno de esos pocos. Con el lenguaje suelto e ingenioso de sus reseñas y el juicio provocativo que entusiasmaba a sus fans y enfurecía a sus enemigos, se consolidó desde las páginas de The New Yorker como una de las voces más influyentes de los últimos treinta años en materia de cine en su país. Y lo fue tanto para los lectores cuanto para los cineastas. La objetividad -si es que existe alguna- nunca fue un problema para ella: sus respuestas a lo que veía eran viscerales, expuestas sin pelos en la lengua y animadas por una profunda pasión por el cine, pero sustentadas en una sólida formación (se había graduado en filosofía en Berkeley). Su visión era sabiamente totalizadora: acostumbraba a relacionar los films con otras experiencias, desde lecturas, ideas, comportamientos, modas culturales y condiciones políticas hasta concepciones del mundo. A su alrededor, nunca faltaba una polémica.
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Esta californiana que jamás veía un film más de una vez (aunque recordaba cada detalle), raramente adhería al lugar común o la opinión generalizada. Y mientras relativizaba la dorada gloria de los 30 y los 40 en Hollywood por su impersonalidad y rescataba de ella a algunos individualistas como Preston Sturges, se congratulaba de haber estado en actividad cuando, entre los sesenta y los setenta, muchos cineastas se decidieron a asumir riesgos. Aplaudió a Scorsese, a Coppola, a De Palma, a Altman, a Spielberg. Fue la única que aclamó "Bonnie & Clyde", contra la opinión de la mayoría de los críticos; dijo de "Nashville" que era "una orgía para amantes del cine" y llegó a considerar el estreno de "Ultimo tango en París" como un hecho cultural comparable con la legendaria presentación en 1913 de "La consagración de la primavera". En cambio, tituló "The sound of money" su mordaz reseña de "La novicia rebelde" (cuyo título original era "The sound of music"). Y de los rencores que despertaba con sus juicios baste recordar que George Lucas bautizó General Kael al villano de "Willow", uno de sus films.
Adoptó tarde y por azar, en 1953, la crítica de cine como profesión ("la considero un arte", decía). Fue cuando el editor de la revista City Lights la oyó en un bar hablando de cine con un amigo y la invitó a redactar la crítica de "Candilejas", de Chaplin. Más tarde escribiría para Sight & Sound, Life, McCall´s y otras publicaciones, pero fue en The New Yorker (1968-1991, con un breve intervalo para trabajar como productora), donde descollaron su estilo, su franqueza y su personalidad. No le faltaron émulos, irónicamente llamados "los Paulettes". Como suele suceder, le copiaron la forma, no la agudeza.
Varios libros recogen sus reflexiones y su producción como crítica, pero hay uno -el que dedicó en 1971 a "El ciudadano", donde examinó la contribución de Welles y cuestionó la teoría del autor- que llevó la controversia al nivel internacional. Valdrá la pena volver sobre ese texto, que acaba de tener una reedición en español.
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