Las plataformas de streaming producen cada vez más fuera de los Estados Unidos y su rol es creciente dentro de la industria: el resultado es una ceremonia con cada vez menos rating, en la que lo que menos importa son las grandes obras y sus creadores, y que los films premiados difícilmente coinciden con los tanques de los que habla el público; para redondear la paradoja, el espectador promedio ve más películas que nunca
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A esta altura del siglo XXI, podríamos pensar que los premios Oscar que cada año, a pesar de guerras, pandemias o –quién sabe en el futuro– invasiones extraterrestres, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood entrega a lo que considera lo mejor de su producción anual son algo así como una molestia, un par de horas de consumo irónico que termina entronizando alguna película –calidad aparte– que pocos vieron y nadie va a recordar (¿Luz de luna? ¿Nomadland? ¿En primera plana? ¿Coda? ¿Es obligación que el título de la ganadora tenga una sola palabra?). Los Oscar, que se entregan el domingo 12 –con Argentina, 1985 como candidata local– han quedado tan detrás en la enciclopedia del glamour en el siglo XXI que hasta el castañazo de Will Smith a Chris Rock que sacudió un poco la abulia sobre el asunto el año pasado ya quedó demasiado lejos. Hagamos pues la pregunta: ¿para qué sirven los Oscar hoy?
Empecemos por las malas noticias: dejando de lado las publicaciones dedicadas al espectáculo, el interés por estos premios decae. Se ve en lo único que importa: el rating. El último pico grande de audiencia televisiva de los Oscar fue el de 2014 (ganó 12 años de esclavitud), cuando congregó a 43,7 millones de espectadores de los Estados Unidos. Pero veamos cómo evolucionó año a año desde entonces, con cifras de su país, que son las únicas disponibles: 36,6 millones de espectadores en 2015; 34,3 millones en 2016; 32,9 millones en 2017; 26,5 millones en 2018; 29,6 millones en 2019; 23,6 millones en 2020; 10,4 millones en 2021 (la pandemia hizo lo suyo) y 15,36 millones en 2022. El tobogán es evidente y pronunciado en solo ocho años. Tiene que ver con la falta de interés por parte del público respecto de las películas, pero también respecto de las estrellas y del espectáculo. Volvamos: ¿quién recuerda las últimas películas ganadoras del Oscar? Más incluso cuando el cine que más público atrae, el de los tanques fantásticos, no suele figurar en las nominaciones salvo en cuestiones técnicas. En general Hollywood suele decirse en voz alta: “Sí, esto es lo que hacemos mejor, pero nos da vergüenza”. Vergüenza que los espectadores no tienen.
El Oscar muestra un balance de la industria de Hollywood, pero también el diagnóstico de cómo se ve o cómo desea verse a sí misma. Las nominaciones de este año en la categoría más importante van en esa dirección: los productos mainstream más exitosos (Top Gun: Maverick, de Joseph Kosinski, y Avatar: El camino del agua, de James Cameron); dos películas sostenidas por actuaciones brillantes (Los espíritus de la isla, de Martin McDonagh; y Tár, de Todd Field); lo más potable que tenía Netflix después del bodrio de Rubia y la intrascendencia de Glass Onion (Sin novedad en el frente, de Edward Berger); el film de festivales con alguna estrella y hablado en inglés (El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund); la multinominada “rara”, pero agradable con elenco étnico (Todo en todas partes todo el tiempo, de Daniel Kwan y Daniel Scheinert); la biografía de rigor (Elvis, de Baz Luhrman); la película del maestro (Los Fabelman, de Steven Spielberg) y la de tema importante que nadie recuerda mucho (Ellas hablan, de Sarah Polley, estreno del jueves 9). Podríamos comparar con cualquier otro año del último lustro y encontraríamos una distribución similar salvo por dos excepciones. La primera: esta vez sí hay blockbusters de más de mil millones de dólares de recaudación. Se explica porque esos dos tanques salvaron el negocio después de que, pandemia mediante, los cines estuvieran al borde de la extinción. De hecho, el segundo mayor operador de cines del mundo, Cineworld, comenzó un proceso de quiebra en 2021.
La segunda excepción es más notable: dos películas “internacionales” no producidas por Hollywood, una de ellas ganadora de Cannes (y curiosamente no incluida entre las cinco nominadas a film internacional). La explicación de este fenómeno es más sinuosa pero continúa una tendencia que se incrementó en los últimos años. Y podemos arriesgar que Sin novedad en el frente (que es un tanque hiperespectacular, aunque “con tema serio”) y El triángulo de la tristeza van en el mismo sentido que Avatar y Top Gun: cine global. En conjunto, las cuatro películas parecen reunir todo el público posible en todas partes y todo el tiempo.
La tendencia internacionalista tuvo su pico con el triunfo múltiple de Parasite en 2020. No solo se llevó premios de dirección y guion y el de película internacional, sino el principal. No era la primera vez que un film no producido por Hollywood conseguía ese doble galardón: desde los años 70, eso sucedió con Z, Los emigrantes, La vida es bella, El tigre y el dragón, Amour, Roma, Parasite y Drive My Car (a lo que hay que sumar, este año, a Sin novedad en el frente). De esa lista, solo Los emigrantes no ganó el premio internacional. Pero Parasite abrió una puerta que difícilmente va a cerrarse en el futuro: ese “diagnóstico de Hollywood” que el Oscar presentaba ya no es eso, sino un diagnóstico sobre el cine global.
Este año, esa película “global” es la alemana Sin novedad en el frente, con diez nominaciones, coproducida por Netflix y la apuesta que le queda a la firma de streaming. Es probable –pero no seguro– que se lleve el Oscar internacional, después de haber ganado el Bafta británico. Decimos que no es seguro porque la otra contendiente de peso, con buen recorrido en las entregas de premios recientes (se llevó el Globo de Oro y el Goya) es Argentina, 1985. No vamos a entrar en discusión respecto de calidad y contenido: sí señalar que fue una producción de Amazon, la primera firma de streaming en ganar un Oscar principal (en 2022 con CODA, remake de una película francesa).
Otro dato importante es que cada año hay más países que envían su representante a los Oscar. Este año fueron 88, un récord. ¿Cuál es el sentido? Es bastante simple: una película no estadounidense que logra ingresar entre prenominadas y nominadas comienza un recorrido importante en los Estados Unidos antes del premio. Recorrido que equivale a un desfile en un mercado, y si bien casi siempre las nominadas están ya compradas para estreno estadounidense (o lo tuvieron: sucedió en 2010 cuando El secreto de sus ojos le ganó a Un profeta y La cinta blanca: poco después el film de Campanella se estrenaba en las salas de ese país, mientras que las otras ya habían pasado con buenos números por ese mercado), permite que se ubiquen proyectos de los mismos productores y realizadores. El premio suma, por supuesto.
Ante la creciente globalización en el lanzamiento de contenidos y la participación de las firmas de streaming en el mercado de películas (cuesta decir “cinematográfico” si uno piensa solo en las salas), el Oscar es cada vez más internacional. Siempre fue un evento “local”, pero las condiciones del mercado y el hecho de que muchos films de gran presupuesto logren su verdadera ganancia en los mercados externos permite pensar que hay un movimiento hacia afuera. Que la diversidad de temas en las nominaciones tiene que ver no tanto con una agenda local sino con la globalización de dicha agenda. Veamos el caso de la principal nominada por cantidad de menciones: Todo en todas partes todo el tiempo. La protagoniza Michelle Yeoh y la familia central es chino-norteamericana. De hecho, hay algo de revés del “sueño americano” que subyace a su historia, mucho menos complicada que su puesta en escena con multiversos –excusa para cualquier cosa– incluidos.
Pensemos un poco en la historia reciente. Hay películas ganadoras que, aun las producidas por Hollywood, apuntaron directamente al mercado internacional e incluso al mercado latino. Es el caso de El artista (producción norteamericana aunque el film tenía mucho de francés); Birdman, El renacido (ambas del mexicano Alejandro González Iñárritu) y La forma del agua (de otro mexicano, Guillermo del Toro). De hecho, esta “internacionalización” trasciende todas las categorías: se festejó en Colombia el triunfo en el rubro de largo animado de Encanto del mismo modo que se festejó en México el de Coco, producción de Pixar (ergo, también Disney). La tendencia plurinacional parecía ir hacia lo latino, pero en los últimos tiempos se agregó con mucha fuerza lo asiático: los premios a la coreanas Parasite o a la producción sobre inmigrantes de ese país Minari, o las once nominaciones de Todo en todas partes al mismo tiempo.
Si tenemos en cuenta que las plataformas de streaming producen cada vez más fuera de los Estados Unidos y que su rol es creciente dentro de la industria exclusivamente cinematográfica, la tendencia al “Oscar global” suena lógica. No hay números precisos de audiencia de la ceremonia fuera de los Estados Unidos, pero sí es posible ver que las interacciones en las redes sociales son cada vez mayores y más importantes. De hecho, esos números permiten pensar que si los ratings televisivos parecen bajos es porque gran parte de la audiencia ha migrado al OTT –contenidos on demand–y que, además, carece de fronteras. La revista Forbes publicó el año pasado algunas cifras notables: ABC, la cadena de aire perteneciente a Disney que tiene los derechos de la televisación, pagó alrededor de 124 millones de dólares por poner la ceremonia en su pantalla. Pero se calcula que solo recaudaron 103 millones en concepto de publicidad. Es cierto, algún centavo vendría de otros países, pero en realidad lo que verdaderamente cuenta es el dinero estadounidense. Es cierto: la cantidad de telespectadores “tradicionales” desciende año a año sin recambio. Pero no es este el único factor: hasta este año y desde por lo menos 2015, los Oscar se convirtieron en una fiesta anacrónica donde se celebraban películas que el público cada vez conoce o ve menos.
Ejemplo: las dos últimas películas de Steven Spielberg fueron nominadas al premio y el autor de Tiburón y Jurassic Park –rey de la taquilla y personalidad dominante del medio durante al menos tres décadas– fue nominado para la estatuilla de Mejor Dirección. Pero ambos films, Amor sin barreras y Los Fabelman, fueron fracasos totales en los cines estadounidenses. La segunda costó 40 millones de dólares, recaudó apenas 17 millones en los Estados Unidos y 17 millones en el resto del mundo (hasta ahora), es decir, seis millones por debajo de su costo. Aquí aparece otro dato interesante: la cifra internacional es la que recorta la pérdida. Y es probable que algún Oscar (¿Spielberg como director quizás?) pueda darle el impulso necesario para recuperar lo invertido. En cualquier caso, no se trata de un film con superhéroes, efectos especiales o dinosaurios. Cosa curiosa: Jurassic World: dominio, última entrega de la serie que comenzara el propio Spielberg –y en la que aparece como productor– superó los mil millones de dólares de recaudación global (con un costo superior a los 200 millones, más otro tanto de presupuesto en marketing) y nadie la recuerda en los Oscar.
En tiempos donde los espectadores tienen cada vez más poder, donde el antiguo lector de diarios se convirtió en usuario, donde las películas tratan de no ofender a nadie y los productores toman el pulso de todas y cada una de las variables sociales antes de invertir en un film, el Oscar parece no servir para nada, ser apenas una rémora nostálgica de una época donde las películas eran relevantes. Sin embargo, y no es una contradicción, las películas continúan siendo relevantes pero de otro modo; de hecho se consumen más, mucho más, que hace veinte o treinta años gracias a las plataformas. Y hasta este 2023, ese cine de consumo masivo no aparecía integrado a la fiesta. Es extraño, porque ganadoras como Lo que el viento se llevó, Ben-Hur, La novicia rebelde, El padrino, El silencio de los inocentes, Forrest Gump, Corazón valiente o Titanic no solo se llevaron el premio mayor sino que fueron gigantescos éxitos de taquilla. Fue en una época en la que el cine era básicamente Hollywood, donde todo lo refería, por acción u omisión. El regreso de los “tanques” y la aparición múltiple de un cine internacional en las principales categorías permiten que, a la pregunta “¿Para qué sirven los Oscar?”, podamos responder “para mostrar la matriz de cine y audiovisual posible y reconocible no solo en los Estados Unidos sino, sobre todo, fuera de él.” La globalización ha llegado, definitivamente, a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, aunque a los estadounidenses sentados frente a la TV les tenga sin cuidado.
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