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No podría ser más atípica la circunstancia que rodea a la gran fiesta del cine, que tendrá lugar esta noche, desde las 21, en Los Ángeles, con transmisión en vivo de TNT y TNT Series. Con los cines cerrados en la Argentina por las restricciones planteadas por el coronavirus, solo tres de los ocho títulos candidatos a llevarse el premio mayor de la noche, el Oscar a la mejor película, pueden verse actualmente en nuestro país en plataformas de streaming: (Mank, de David Fincher; El juicio de los 7 de Chicago, de Aaron Sorkin, ambos de Netflix, y El sonido del metal, de Darius Marder, original de Amazon Prime Video). Los estrenos de Minari y El padre fueron postergados sin fecha confirmada.
Esa falta de experiencia de primera mano opaca algo del eterno entusiasmo que genera predecir quién subirá a agradecer la estatuilla de la Academia en el cierre de una noche que, a diferencia del resto de la temporada de premios, se anuncia como exclusivamente presencial y llena de sorpresas programadas por el equipo de productores de la transmisión, encabezado por el cineasta Steven Soderbergh. Pero no lo apaga del todo, porque si hay un día en que la frase “la magia del cine” se hace realidad, es en efecto en la noche del Oscar, ante millones de espectadores y cinéfilos que, en muchos casos, tampoco han podido ver esas películas en las salas, el ámbito para el que fueron creadas.
La mejor película del año para los cerca de 9000 miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, es sabido, no es necesariamente la mejor película estrenada ese año en los Estados Unidos: el triunfo es un poco arte, un poco industria y un poco política, y a veces totalmente injustificable, incluso sopesando esos tres ejes. A continuación, los críticos de LA NACION esgrimen las razones por las que cada una de las candidatas podría ser la elegida.
¿Por qué debería ganar Nomadland?
Hay que cargar la cruz de ser “la favorita” y salir indemne. No es para cualquiera. Al menos en lo que a películas se refiere, quedar señalada como la preferida es un arma de doble filo: a ella van todas las miradas, la devoción, la suspicacia y hasta el rechazo, siempre de acuerdo al nivel de cinefilia en sangre del enjuiciador. Sin embargo, Nomadland tiene espalda de sobra para llevar la etiqueta y levantar en alto la estatuilla, mirando de reojo a su audiencia más crítica.
Unas líneas a modo de descripción, el film se presenta como la historia de una búsqueda constante como motor de la existencia. Fern (Frances McDormand) es víctima de un sistema que empuja fuera de él a todo aquel que deja de ser “rentable”. Nomadland inicia con una aclaración sobre fondo negro: “El 31 de enero de 2011, debido a una reducción en la demanda de placas de yeso, cerró la planta US Gypsum en Empire, Nevada, después de 88 años. Para julio de ese año, el código postal de Empire, 89405, fue suspendido”. Empire es un lugar real, y la historia que cuenta la película también.
De esta manera se construye uno de los pilares más sólidos en los que se apoya el film para alzarse con la estatuilla dorada mayor el próximo 25 de abril. Nomadland cuenta una realidad que existe, palpable para cualquier norteamericano sin anteojeras, e hija de una crisis económica que se profundizó durante la era Trump.
Consciente de esto, la directora Chloé Zhao eligió una estética casi de documental para representar la travesía de esta mujer sin hogar y viuda que recorre los Estados Unidos a bordo de su camioneta convertida en la síntesis de su historia, de sus recuerdos y de su vida. La lucha no es por recuperar lo perdido, sino por evitar convertirse en un fantasma más.
Así, Nomadland traza una ruta a la medida del votante bienpensante que abunda en Hollywood, ese que aplaude la visibilización de historias marginales en widescreen. Ya pasó en el Festival de Venecia donde ganó el León de Oro, en el de Toronto, en los Golden Globes, o en los BAFTA, entre otros. Con semejantes antecedentes, ¿Por qué no sucedería una vez más?
Y acá es importante marcar una diferencia entre el “puede” y el “merece”. Porque Nomadland puede llevarse el Oscar por las razones anteriores, pero también merece ganarlo por la enorme cantidad de méritos cinematográficos que tiene.
El guion, adaptado por la directora a partir del libro de Jessica Bruder, es contundente en su crítica al fracaso de un modelo social y económico; pero eso sí, siempre con una delicada sutileza sin caer en trazos gruesos panfletarios, con las palabras subordinadas a la imagen en silencio como recurso, a las miradas y a los gestos en plano corto.
Así, es en la cabeza del espectador donde se termina de escribir esta historia de resiliencia, mediante sensaciones cargadas de angustia y empatía, en una conexión con lo que muestra la pantalla que resulta en la más honesta esencia cinematográfica.
Si en Nomadland es la historia la que marca el camino, la notable fotografía de Joshua James Richards es la responsable de vestir de crudeza el relato. La vida nómada de Fern la lleva a lugares tan disímiles como la nevada Dakota del Sur o el desierto de Arizona, y cada uno de esos paisajes imponentes se muestra al natural, sin artificios, en concordancia a la búsqueda sin destino de la protagonista.
Como ya se dijo, Nomadland es una película honesta en sus intenciones, lo que no le quita una construcción dramática para lograr su objetivo. Pero más allá de lo formal, es en ese híbrido entre realidad y ficción donde mejor empatiza con público y jurados. Muchas de las personas que se cruzan con Fern son personajes reales, como Bob Wells –referente de la comunidad itinerante de Estados Unidos– que aporta en un puñado de diálogos la base de su filosofía; también ocasionales compañeras de ruta como Linda May o Swankie, que no se interpretan a sí mismas, sino que son ellas. Y como denominador común de todos, Frances McDormand, en otro papel que le valió la reverencia de sus pares.
Es la única que toca una fibra diferente, tanto en lo ético como en lo estético.
Nominada también a los Oscar de este año como mejor actriz (aunque aquí las opiniones se dividen ya que, si bien se lo merece con creces, se lo llevó hace relativamente poco por Tres anuncios por un crimen), McDormand engrandece cualquier proyecto en el que participa, además de ser muy respetada por sus colegas, por talento y por militancia.
En este caso, la actriz se pone al hombro la película, dotando a su Fern de un tono agridulce, muy en línea con el sentimiento que la obra busca transmitir. Hay en el personaje un desafío emocional y racional para ponerle un punto seguido al pasado, y abrazar definitivamente esa condición de nómada que, como la misma película remarca, no fue consecuencia de nada sino que estuvo en ella durante toda su vida. El pelo corto a lo Juana de Arco de la intérprete, los surcos del pasado y el presente en la cara, y una mirada por momentos vacía, le permiten a la actriz dotar a su personaje de la introspección que la trama requiere. Y esta es una de las bazas que mejor perspectiva le da rumbo al premio mayor.
De todas las nominadas, Nomadland es la única que toca una fibra diferente, tanto en lo ético como en lo estético. Un camino que Hollywood siempre agradece y que, si viene avalada por la crítica internacional, mejor todavía.
¿Por qué debería ganar Hermosa venganza?
Una mujer está sentada en el sillón de un bar, aparentemente borracha, mientras tres hombres la observan a la distancia y hablan peyorativamente sobre las demandas laborales de una compañera de trabajo que busca un trato equitativo en la empresa. De fondo, otros grupos predominantemente masculinos bailan juntos, pegados, con sus perfectas camisas y trajes, formando una masa homogénea. Cansado de hablar, el trío original vuelve a mirar a esa mujer y, cuando todos advierten que no puede ni moverse, debaten acerca de quién irá a tratar de “conquistarla” primero. Uno de ellos lo hace: le ofrece llevarla a su casa. Sin embargo, en el taxi, al notar cómo va perdiendo el conocimiento, la conduce a su propio departamento para intentar pasar la noche con ella, quien no puede consentir.
El taxista observa la escena, pero no interviene. Una vez en el lugar, la joven le pregunta al perpetrador qué está haciendo en reiteradas ocasiones, como si le costara pronunciar cada palabra. Finalmente, llega el primer tiro de gracia del film: el ¿qué estás haciendo? ahora lo verbaliza sobria, mirando a ese hombre a los ojos, quien se asusta y se echa hacia atrás.
Los primeros minutos de Hermosa venganza, la ópera prima de la realizadora, guionista y actriz británica Emerald Fennell –también conocida por su rol de Camilla en The Crown y por tomar la batuta de Phoebe Waller-Bridge en el guion y la producción de la segunda temporada de Killing Eve– es una estocada que se corona con un gag visual de tantos otros que se van dosificando: esa mujer llamada Cassie (una extraordinaria Carey Mulligan) camina descalza comiendo un pancho y el ketchup cae sobre su ropa hasta llegar a sus piernas ¿Es Cassie una asesina? La respuesta está, precisamente, en ese gag.
Fennell misma contó que su intención no era la de cimentar la estructura narrativa de su película en el género de venganza –la traducción al castellano no le hace justicia al mucho más rico Promising Young Woman, o “joven prometedora”–, aunque utilice una configuración similar, al dividir el plan de Cassie en capítulos.
Desde la primera escena, deja en evidencia cómo opera el ataque sistemático a una mujer.
Su película, que aspira a llevarse el Oscar en las categorías cruciales de mejor película, actriz, guion original (donde tiene más chances de ganar), dirección y edición, es más una comedia negra con comentario social que un film de venganza. En ese aspecto, Fennell se nutre de influencias como Todo por un sueño de Gus Van Sant y, sobre todo, de ¡Huye! de Jordan Peele, para poner la lupa en el machismo en todo su espectro. Como Peele hacía con el racismo, con personajes que sobreactuaban su comprensión de lo que viven las minorías pero ocultando sus verdaderas opiniones al respecto, aquí los hombres son los encargados de lanzar las frases hechas de turno. La cruzada de Cassie por perpetuar el recuerdo de su mejor amiga Nina, víctima de abuso, la conduce a salir todas las noches no para aleccionar a los hombres sino para transferirles el miedo que la gran mayoría de las mujeres padecen, y también para sentirse más cerca de quien fuera su confidente desde pequeña. En ese sentido, Fennell también construye una obra sobre el duelo, al punto tal de que Cassie y Nina son indisolubles, un aspecto clave que el film retoma en su osado final, otra estocada de Fennell que no solo es fiel al relato general y a la personalidad de Cassie, sino a ese tono de comedia negra que en cierto tramo se abandona para esbozar una microcomedia romántica que roza, por un propósito más que evidente, lo onírico.
El brillante cast también se fue armando en función de lo lúdico –no es casual la inclusión de actores asociados a personajes de “chicos buenos”, como Adam Brody, Christopher Mintz-Plasse y Max Greenfield–, al igual que una banda sonora con mujeres al mando, y una estética que oscila entre el tiempo detenido y encuadres con alegorías religiosas. En ese escenario, la actuación de Mulligan va a contramano de lo que se espera de una “justiciera”, y ciertamente no está alineada a la figura de femme fatale. La tarea de la actriz no es fácil y es mayormente gestual. Desde cómo su cuerpo se vuelve rígido cuando un hombre que le gusta (el cineasta Bo Burnham, en una interpretación igual de compleja) la invita a su casa, hasta cómo se paraliza cuando escucha el nombre del abusador de Nina, Mulligan no deja ningún gesto librado al azar. Polémica, disidente, audaz y muy debatida dentro del feminismo por el accionar de Cassie, Hermosa venganza logra su cometido cuando el proceder de su protagonista es más discutido que aquello que la condujo a estar muerta en vida, a hacer lo que hace.
La película misma, desde esa primera escena, deja en evidencia cómo opera el ataque sistemático a una mujer, y cómo, para muchos, son más relevantes los promising young men. La complicidad en primer plano genera incomodidad y así, con desparpajo, con su gama de colores estridentes, las pelucas, los colores de uñas de distintos tonos, las canciones pop pegadizas y un diseño de producción donde nada es arbitrario, llega como un torbellino una película que busca imponerse y hablar en en voz alta.
Nina. Cassie. Las cosas por su nombre.
¿Por qué debería ganar Mank?
Seguramente existan pocas películas celebratorias del Hollywood clásico que, como Mank, incluyan dentro de un sitial dorado a la no menos fulgurante estatuilla que entrega la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. El Oscar define y redefine el anhelo perfecto del lugar de referencia en la industria que –metaforizada en El ciudadano de Orson Welles, que ganó el premio al mejor guion original- Netflix desea, y declama merecer, a través de su Herman Mankiewicz de ilusión en la piel de Gary Oldman. Mank es –además de un poderoso relato sobre la génesis estructural de la ópera prima de Welles– un homenaje a la hegemonía de los grandes estudios que el director de El ciudadano supo torcer en su momento filmando una película en la que su rol no es un mero engranaje en el sistema de producción industrial de Hollywood. En la mirada de David Fincher, es también la reivindicación de la primera película independiente, libre del control de los todopoderosos productores.
Así las cosas, el Oscar que no pudo conseguir Alfonso Cuarón por Roma, ni Martin Scorsese con El irlandés, sería casi de entrega obligada a un film que reúne los elementos que la Academia siempre observa en cuanto a calidad artística y posicionamiento mediático y que añade un marco autocelebratorio para nada desdeñable. Para Netflix sería su consagración demostrando que siempre existió un “off-grandes estudios”, desde el cual desea mostrarse en un universo audiovisual que, merced al coronavirus, se volcó al streaming con una velocidad inusitada.
Si es por detalles cinéfilos, el diseño de producción de Mank los tiene todos.
Ahora bien, a la inevitable conjetura política le corresponde una de indudable relieve artístico ¿Merece Mank ganar el Oscar cuando otras películas de claro homenaje a la Meca del Cine, como la más reciente Había una vez en Hollywood, no lo lograron? Seguramente sí, en la diferencia sustancial de su exacerbado manierismo que no evoca al Hollywood de otro tiempo sino que busca recrearlo directamente con todos los elementos posibles que pudiera brindar la concepción artística del film: comenzando por un blanco y negro que retrotrae al cine de los años 40, y por los detalles que a la sazón van engalanando las formas de un tiempo ido como el rodante de títulos, que presenta una película de 2020 como en 1940, hasta las tímidas marcas del “cambio de acto” que en plena era digital simulan la visualización de una película en fílmico. Si es por detalles cinéfilos, el diseño de producción de Mank los tiene todos.
Además porque la película de Fincher, realizada sobre un viejo guion de su padre Jack (quien murió en 2003), también vuelve a colocar sobre el tapete la filmación de El ciudadano, cuyo sitial de honor en la historia del cine siempre se atribuyó en forma desproporcionada al inequívoco talento de su actor-director. El proyecto, sin embargo, esconde muchas más aristas en su realización, detalles que películas como RKO281 y el documental The Battle over Citizen Kane se permitieron explorar.
Al igual que la estructura del film que evoca, Mank supone también la exacerbación del detalle a través del uso del flashback -donde escapa de los soliloquios de un genial aunque decadente Mankiewicz- para entregarse a la espectacularidad del viejo Hollywood. En algún sentido, Mank se recuesta en Raising Kane que, primero a través de The New Yorker, Pauline Kael comenzó a publicar en 1971 y donde afirmaba que Herman J. Mankiewicz era el único y fundamental autor del guion para el cual Orson Welles solo prestó su nombre. En la Argentina, el texto circuló como El libro de El ciudadano, incluyendo además el guion, en una edición anotada y con un estudio de Homero Alsina Thevenet que resulta un deleite absoluto para aproximarse a este Mank de Fincher. Empero, enfrentando una suerte de amor-odio que divide a los espectadores de este streaming, Mank quizás tenga la misma suerte de la película que celebra y, al igual que El ciudadano, encuentre su público durante los años y no en su estreno.
En la entrega de premios de la Academia celebrada el 26 de febrero de 1942, El ciudadano tuvo 9 nominaciones y sólo ganó el Oscar como mejor guion original. Solitario triunfo que Mank no podrá repetir, ya que sus diez candidaturas no incluyen, curiosamente, la correspondiente al guion. Se trata de una película que emula en su estructura y observa en su historia el fascinante modo de pensar un relato a través de uno de los enfants terribles que reconoció la Academia y que se muestra, en este trabajo de Fincher, con toda la sofisticación que sólo un clásico del cine puede permitirse. Seguramente, como escribió Borges sobre el film de Welles que metaforiza al magnate de los medios William Randolph Hearst, Mank también adolezca “de gigantismo, de pedantería, de tedio”, para permitirse jugar con la histórica “mejor película de todos los tiempos”, mientras ambas se sumergen en el alma secreta de un hombre que en un caso es su creador y en el otro, en sentido escritural, también su sombra.
Mank está disponible en Netflix.
¿Por qué debería ganar El juicio de los 7 de Chicago?
Tras años de críticas hacia la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood por la falta de diversidad en sus nominaciones, la ceremonia en la que se premiará a las películas que lograron salir a la luz aún en medio de la pandemia se presenta como un hito histórico, con nominados favoritos que representan a esa tan deseada diversidad. En ese contexto, a pesar del toque de actualidad por haber sido estrenada en una plataforma de streaming, El juicio de los 7 de Chicago representa a los viejos valores de Hollywood. Está fuera de moda.
Se supone que esto le jugará a favor con un sector de los votantes y en contra con otro. Si la idea de los premios es enviar un mensaje de apertura hacia la diversidad, la película con mayoría de hombres blancos como protagonistas y con otro detrás de cámara no parece tener las credenciales necesarias. Lo mismo funcionaría al revés para los electores conservadores que podrían votarla, aunque tal vez no estén tan de acuerdo con un film que trata sobre las protestas contra la guerra de Vietnam, que cuestiona el accionar de parte de la policía, la justicia y el gobierno de los Estados Unidos, y tiene a miembros de los Panteras Negras como personajes que generan empatía.
La película de Aaron Sorkin, como la mayor parte de su obra, es explícitamente política y se hace cargo de una postura que tiene a la democracia como valor esencial. Al guionista y director se lo acusa de tener una visión idealista de los Estados Unidos, pero esas críticas ignoran que nunca evita señalar y explorar los rincones oscuros del sistema. Tan sólo expresa su fe en que la luz de la democracia es lo suficientemente potente como para reencontrarla cuando se la creía perdida.
Estas características del trabajo de Sorkin, además de su talento como escritor, llamaron la atención de Steven Spielberg, quien lo eligió para que escriba un guion basado en la verdadera historia del juicio a un grupo de hombres, que fueron acusados de incitar a la violencia en medio de las protestas contra la Guerra de Vietnam, durante la convención del partido Demócrata, realizada en 1968, en Chicago. Catorce años le llevaron al autor hacer un estudio minucioso sobre el tema y volcarlo en un guion. Finalmente, también quedó en sus manos la dirección del film que tiene como protagonistas a Sacha Baron Cohen, Jeremy Strong, Eddie Redmayne, Mark Rylance y Joseph Gordon-Levitt, entre otros.
Hay algo del espíritu del Hollywood clásico en ese idealismo de Sorkin, expresado en diálogos ingeniosos, rápidos y potentes, y en sus héroes movidos por una fuerza superior que no es divina sino humana (no es extraño que Sorkin haya dirigido en Broadway su propia adaptación teatral de Matar a un ruiseñor). El final de El juicio de los 7 de Chicago, emotivo sin ser cursi, esperanzador sin negar el dolor transitado por los personajes debido a las fallas del sistema, es puro Hollywood en su forma más virtuosa.
El ADN hollywoodense de la película se intuye en el contenido pero se nota, sobre todo, en la forma. Sorkin es un gran escritor y un director correcto. Su puesta en escena no tiene grandes ambiciones artísticas, pero cumple con la función de potenciar los aciertos del guion. La construcción de un relato apasionante, centrado en el juicio pero entretejido con flashbacks y un fascinante uso de material de archivo; la revelación de los personajes en cada palabra y gesto; los diálogos que son síntesis y arte a la vez; todo es parte de una ingeniería narrativa prodigiosa que Sorkin desplegó en el papel y luego tradujo a la pantalla con eficacia y clasicismo.
Hay algo del espíritu del Hollywood clásico en ese idealismo de Sorkin, expresado en diálogos ingeniosos, rápidos y potentes, y en sus héroes movidos por una fuerza superior que no es divina sino humana.
Los grandes aliados del director son los actores que habitan esos personajes que parecen clichés en un principio y muestran de a poco que son más que símbolos de una era o una forma de pensar. El elenco unió fuerzas con Sorkin para que El juicio de los 7 de Chicago no sea una clase de historia, una película aburrida pero con un “contenido interesante”, sino un thriller legal apasionante, que tiene al espectador al borde del asiento con un caso en el que está en juego tanto la libertad de un grupo de personas que luchaban por algo justo como la confianza en la justicia y la democracia norteamericanas.
Esa fe en el poder del entretenimiento es otro valor hollywoodense al que apuesta la película de Netflix y con el que gana demostrando, una vez más para quien se niega a entenderlo, que no es necesario divorciarlo de los temas “serios”. Más que el sello de calidad que muchos suponen o el árbitro máximo que decide cómo debería ser el cine, el Oscar es una celebración de la propia industria, con sus elecciones incomprensibles y sus eventuales aciertos en poner en valor lo mejor que tiene para ofrecer. Mientras la mayoría de las otras nominadas de este año pertenecen al universo indie y Mank es demasiado oscura para ser un homenaje al cine industrial clásico, El juicio de los 7 de Chicago es la que mejor le recuerda al público la magia de ver una buena película de Hollywood.
El juicio de los 7 de Chicago está disponible en Netflix.
¿Por qué debería ganar El sonido del metal?
A mediados de 2020, tras varios años de recibir críticas por no ser suficientemente inclusivos -resumidas en el recurrente #OscarsSoWhite-, la Academia de Hollywood definió un nuevo estándar de representatividad que las películas deberían cumplir si aspiran a ganar uno de sus premios. Brevemente, se trata de un conjunto de cupos que garantizarían la presencia, tanto delante como detrás de cámara, de integrantes de minorías.
Para El sonido del metal, dirigida por el debutante Darius Marder, corresponde una doble cucarda en cuestiones de inclusión porque no solo incorpora a actores con discapacidades sino también, y este fue uno de los datos más comentados de estas nominaciones, porque el protagonista, Riz Ahmed, es el primer musulmán que resulta candidato a un Oscar a mejor actor. Ahmed, quien nació en Londres y se graduó en política y economía en la Universidad de Oxford antes de dedicarse al rap y a la actuación, es hijo de inmigrantes paquistaníes de clase acomodada. El considerable privilegio del que proviene puede ser fácilmente borrado por el hecho de que profesa una religión minoritaria en los Estados Unidos y tal cosa, evidentemente, convierte su nominación en encomiable y socialmente relevante porque contribuiría a la aceptación de los musulmanes y al combate de la “islamofobia”. No está tan claro, en cambio, qué tiene que ver esto con lo que está en la pantalla.
En lo que respecta a El sonido del metal, estos méritos no son menores. La película nos presenta a Ruben (Ahmed), el baterista de un dúo de punk-metal completado por su pareja, la cantante y guitarrista Lou (Olivia Cooke), que gira por el interior de los los Estados Unidos en una casa rodante que funciona como vivienda, sala de ensayo y estudio de grabación. Ambos son sobrevivientes que se salvaron mutuamente: Ruben es un exadicto a la heroína y Lou tiene las muñecas cubiertas de cicatrices. Llevan una vida gratificante hasta que, tras un show con el sonido atronador al que están acostumbrados, Ruben pierde repentinamente la mayor parte de su capacidad auditiva. Luego de consultar a un médico, confirmar que su audición no va a regresar y descubrir que existe una lejana posibilidad de recuperación con un costoso implante coclear, el baterista recala en una comunidad de asistencia a exadictos sordos, que no admite la presencia de Lou y fuerza una separación. Allí conoce a Joe (Paul Raci), uno de los mentores del lugar, quien intenta que Ruben acepte las nuevas condiciones con las que debe vivir. Tras alguna resistencia, el músico empieza a integrarse a la comunidad, pero a la vez aspira a hacerse un implante y recuperar su existencia anterior. Joe señala que la comunidad no considera la sordera una discapacidad y que su obsesión por aferrarse al pasado tiene la características de una adicción. Ruben, sin embargo, no está preparado para dejar ir el mundo que había construido y hará todo lo que esté a su alcance para recuperarlo.
Una película sobre la discapacidad con un protagonista de color y musulmán lleva varias cabezas de ventaja.
La película parte de la discapacidad para explorar cómo convivimos con la pérdida. Aunque Ruben recorre el trayecto habitual que va de la negación a la ira y a la aceptación, Ahmed ofrece una interpretación al mismo tiempo naturalista e impredecible que separa al personaje lo ya visto. Mucho más que actuar, Ahmed habita su personaje. La película combina a intérpretes entrenados con actores no profesionales sordos. La dirección de actores es tan lograda que es imposible descubrir cuál es cuál.
Registrado con un prepuesto modesto, el film tuvo apenas dos meses de rodaje, pero el sonidista Nicholas Becker trabajó durante seis meses en la posproducción. Habitualmente, la posición de la cámara define el punto de vista dominante de un film. En este caso, ese rol lo cumple el sonido: la banda sonora alterna, a veces en un mismo plano, entre la percepción “objetiva” del audio y lo que percibe su protagonista. En una lírica escena final, no solo el personaje sufre una transformación crucial cuando llega al fin de su duelo sino que los espectadores, sin que medie sonido alguno, comprendemos su nueva interacción con el mundo: la imagen de un campanario logra transmitirnos imaginariamente cómo suena. De las seis nominaciones de este film, es muy probable que al menos se lleve el Oscar a mejor sonido, no solo por el trabajo superlativo de Becker sino porque lo asiste la estadística: hasta la fecha, jamás una película con la palabra “sound” en el título perdió en esta categoría.
En cuanto al premio principal, en el año en que los Oscar decidieron obliterar las críticas por falta de representatividad, una película sobre la discapacidad, con un protagonista de color y musulmán lleva varias cabezas de ventaja. Es más probable que lo reciba por estas razones que por sus claros logros artísticos.
El sonido del metal está disponible en Amazon Prime Video.
¿Por qué debería ganar Minari?
Minari casi nunca se menciona en estos días cada vez que resurgen los juegos de apuestas o especulaciones alrededor de quién puede llevarse el Oscar a la mejor película. Pero detrás esos cálculos aparece, sin dudas, como la opción más plausible de la competencia número 93 de la historia del premio. Sobre todo si la observamos frente al espejo de la anterior triunfadora, protagonista de un hecho histórico.
La surcoreana Parasite fue la primera película producida y realizada fuera de Estados Unidos que ganó el premio principal. Su director, el aclamado Bong Joon-ho, necesitó esa noche de una intérprete para agradecer los premios ganados porque no hablaba inglés. Un año después, dirigida por otro nombre del mismo origen (Lee Isaac Chung), Minari llega a la ceremonia con seis nominaciones, casi todas importantes: película, director, guion original, actor protagónico y actriz secundaria. La restante corresponde a su bella banda sonora.
Gracias a Parasite, el Oscar nunca fue tan global. La Academia de Hollywood demostró que podía finalmente consagrar con el máximo reconocimiento de la industria del cine más poderosa del mundo a una película que fuera de Corea del Sur debía verse con subtitulado, un factor al que las audiencias estadounidenses siempre se resistieron.
Con Minari pasa algo parecido, porque gran parte de sus 115 minutos están hablados en coreano. Pero aquí la acción transcurre por completo en el corazón rural de Arkansas, porque la película es el resultado de una mirada nada lineal del sueño americano. A diferencia de su colega Bong, Lee Isaac Chung habla inglés perfectamente. Lo aprendió desde chico, entre otras cosas porque nació en Denver. Este dato es esencial, porque Minari es un relato autobiográfico. Chung cuenta allí parte de las memorias de su infancia. Y no solo eso, porque la película es sobre todo un retrato de familia mirado desde los ojos de un niño nacido en la tierra a la que llegaron sus padres soñando con una vida mejor.
Aquí aparece la primera observación que empieza a marcar diferencias entre Minari y el resto de las historias sobre el sueño americano, mérito que la coloca sin dudas en un lugar de privilegio dentro de la carrera por el Oscar, aunque no aparezca hasta hoy entre las favoritas. La familia que se adueña del relato, cuando la conocemos, ya lleva un buen tiempo fuera de su terruño natal surcoreano. En los Estados Unidos nacieron sus dos hijos (uno de los cuales, insistimos, es el propio realizador que observa su infancia muchos años después). Y allí comenzó un camino de progreso económico que Jacob (Steven Yeun), el jefe de la familia, no quiere frenar.
El conformismo y la seguridad del primer objetivo alcanzado quedan desplazados por un anhelo más fuerte, el de sentirse dueño de una parcela de tierra propia. Y no solo eso. Lo que Jacob quiere hacer allí es cultivar productos agrícolas que tengan una conexión precisa con el lugar natal. Y que el sueño americano pueda cumplirse en plenitud sin renunciar al vínculo con la tierra de los padres.
Un año después de las corrosivas y duras observaciones de Parasite sobre los conflictos entre clases y los resultados (a veces muy cruentos) de esas diferencias a través de un humor negrísimo y una pátina que llega a ser por momentos terrorífica, Minari se vuelca con aparente sencillez y pura sensibilidad a la búsqueda de la armonía, de la integración y de la expectativa de un futuro promisorio, sin manipulaciones emocionales.
Aquí aparece el componente más genuinamente original de Minari. La visible tensión entre dos mundos y el riesgo de que esa tensión destruya todo lo construido con tanto esfuerzo y compromiso.
Pero esta familia se encuentra con obstáculos que se manifiestan justamente a través de esos espacios que sus protagonistas imaginan como soluciones a sus angustias y sus pesadillas. En ese sentido, cada uno de sus miembros trata de sobrellevar la adversidad con distintos rangos de autoconciencia y a través de ejercicios de catarsis y de resiliencia, asimilando la identidad del nuevo lugar elegido para vivir y al mismo tiempo sin perder del todo la esencia originaria.
Aquí aparece el componente más genuinamente original de Minari. La visible tensión entre dos mundos (dos terruños, dos identidades, dos maneras de reconocerse frente a los otros) y el riesgo de que esa tensión destruya todo lo construido con tanto esfuerzo y compromiso.
En ese sentido, Minari rebosa de ejemplos. La convicción de Jacob y el modo en que se sostiene en su nuevo amigo, un labriego estadounidense cargado de profundo misticismo cristiano (Will Patton), la lucha interior de su esposa Monica (Yeri Han) por no derrumbarse, el esfuerzo que hacen los chicos Anne (Noel Cho) y David (Alan S. Kim, un prodigio de expresividad) para evitar las discusiones paternas mientras empiezan a reconocerse de a poco como parte del nuevo mundo. Y sobre todo la presencia de la abuela materna (Yuh-Jung Youn, favorita hoy a llevarse el premio a la mejor actriz de reparto), factor decisivo al mismo tiempo de ruptura y de cohesión. Ella “huele a Corea”, según el más chico, pero sostiene la identidad del grupo inclusive en el momento en que está cerca de destruirlo todo.
¿Por qué debería ganar El padre?
En primer término, es una brillante ópera prima. Pocas veces el primer largometraje de un director tiene la profundidad psicológica, la potencia dramática y la capacidad de provocar las reacciones más opuestas (desde la empatía y la emoción hasta la incomodidad y la irritación) como El padre, debut detrás de cámara del francés Florian Zeller.
El padre tiene un coguionista y director que es una eminencia teatral. Zeller nació en París hace 41 años y, si bien hasta ahora era casi un desconocido en el mundo del cine, está considerado como uno de los dramaturgos más prestigiosos de Francia con una decena de obras que protagonizaron estrellas del nivel de Catherine Frot, Pierre Arditi, Fabrice Luchini, Daniel Auteuil e Isabelle Huppert. El padre fue montada en todas las capitales teatrales del mundo: en Nueva York fue protagonizada nada menos que por Frank Langella y en la Argentina se estrenó una versión dirigida por Daniel Veronese, encabezada por Pepe Soriano y Carola Reyna.
El padre no es simple “teatro filmado”. El propio Zeller y el talentoso Christopher Hampton (ganador del premio Oscar por su versión de Relaciones peligrosas que dirigió Stephen Frears) se encargaron de la transposición (ahora ambientada en Londres) y, si bien sigue siendo una propuesta sustentada sobre todo en el poder y el atractivo de las actuaciones, tiene un movimiento, alcanza una fluidez que se desmarca bastante de su origen teatral. Además, en la comparación resulta muy superior a una versión francesa de la misma obra titulada Floride, rodada en 2015 por Philippe Le Guay con Jean Rochefort y Sandrine Kiberlain.
Pocas veces el primer largometraje de un director tiene la profundidad psicológica, la potencia dramática y la capacidad de provocar las reacciones más opuestas como El padre.
Tiene una actuación memorable de Anthony Hopkins. Aunque todos los pronósticos indican que el ganador del premio Oscar a mejor actor será Chadwick Boseman por La madre del blues (una elección que tiene más de emocional, de tributo, que de estricto mérito artístico), la estatuilla debiera ser para un Hopkins que -aunque ya la ganó hace casi tres décadas por su Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes- lo merece con creces por su interpretación de Anthony, un ingeniero octogenario que sufre algún tipo de demencia senil y una inevitable y progresiva degradación de su memoria. Víctima y por momentos victimario; anciano vulnerable que puede convertirse en un déspota; una persona que en determinados instantes parece fuerte, encantador y autosuficiente para poco después transformarse en un alma en pena, sin rumbo, certezas ni contención, su personaje nos ofrece un espejo de profunda tristeza y humanidad.
En una película de cámara con solo media docena de personajes y un protagónico absorbente como el de Hopkins, El padre tiene otras actuaciones memorables como la de Olivia Colman (la intérprete de The Crown y La favorita también está nominada al Oscar) como su estoica y atribulada hija Anne y las de notables intérpretes (Rufus Sewell, Imogen Poots, Olivia Williams y Mark Gatiss), que aprovechan al máximo las dos o tres escenas que tienen cada uno.
Si bien muchas películas se habían realizado previamente sobre los efectos de los trastornos cognitivos (Lejos de ella, de Sarah Polley; Siempre Alice, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland) y hasta sobre la mezcla de amor y crueldad en la vejez (Amour, de Michael Haneke), El padre lo hace con una solvencia y una estructura que sorprenden. Es cierto que en una primera instancia todo luce lleno de contradicciones, con vueltas de tuerca insospechadas y revelaciones inesperadas. Es que, al asumir el punto de vista de alguien con un creciente trastorno neurocognitivo, lo que en una escena parece algo evidente e incuestionable se transforma en otra cosa completamente distinta en la siguiente dentro de un film que cabalga entre el drama familiar y elementos más ligados al thriller psicológico (y por momentos casi propios del terror) en un viaje marcado por la desorientación que compartiremos con el propio Anthony.
¿Por qué debería ganar Judas and the Black Messiah?
Judas and the Black Messiah conjuga varios de los atractivos que suelen seducir a los miembros de la Academia en las preliminares de la votación. Una historia real; la combinación de tópicos universales como el martirio y la traición con una coyuntura concreta como el enfrentamiento entre los Panteras Negras y el FBI de J. Edgar Hoover a fines de los años 60; grandes actuaciones como la de Daniel Kaluuya, que había asomado como una promesa en ¡Huye! (2017) y ahora se confirma como un actor de talento más allá de las coordenadas del cine de terror; y por último, y de alguna manera esencial, una narrativa sensible a los tiempos del Black Lives Matter que recoge la historia de la comunidad negra de Chicago en un tiempo signado por luchas y pérdidas. El hecho de que la película haya llegado a la recta final en pandemia es decisivo por su abordaje de un tema que fue centro de la agenda pública de 2020 y que terminó impregnando a gran parte de la producción cultural de Estados Unidos.
La película tiene una estructura atípica. Comienza con retazos de una entrevista dada por Bill O’Neal (Lakeith Stanfield), antiguo jefe de seguridad de los Panteras Negras de Illinois, a una cadena televisiva en el crepúsculo de la década del 80. Luego, como un viaje hacia el pasado, lo conocemos en un acto delictivo que involucra el robo de un automóvil, el uso de una placa falsa y la detención por parte de la policía de Chicago. La amenaza de prisión lo convierte en el blanco perfecto para la extorsión del FBI que busca infiltrarlo en el corazón de los Panteras Negras, organización en ascenso en aquellos meses posteriores a la muerte de Martin Luther King. Lo distintivo en la mirada del director Shaka King se gesta en la entrada a su historia, esquivando el irrevocable sesgo del mártir para hacernos familiar el espinoso camino del traidor. Billy O’Neal debe convertirse en el hombre de confianza de Fred Hampton (Kaluuya), uno de los líderes más jóvenes y prominentes de los Panteras Negras en Chicago y una de las presencias más temidas en las calles por parte de las autoridades del FBI.
Es ese vínculo preñado de tensiones y opacidades el que se despliega en Judas and the Black Messiah. Kaluuya expone su carisma sobre el escenario en cada reunión política, brindando a Hampton un magnetismo no exento de dudas y contradicciones cuando escapa a la mirada pública. La película no solo lo descubre como un orador fascinante sino también como portador de ideales en sintonía con la época y ciegos a los nubarrones que ciñen su entorno. King quiere correrse de la singularidad de ese personaje y abrirse a su aparición como emergente de ese final de década tan peculiar, que inaugura las coordenadas del mundo que se venía. En ese sentido, es interesante cómo la película explora la misma época y los mismos tópicos que Aaron Sorkin en la también nominada El juicio de los 7 de Chicago, pero desde otra óptica: ya no desde quienes son víctimas de una conspiración gestada por el poder sino desde las distintas piezas que forman ese diagrama bíblico de traidor y traicionado.
La película encuentra un tono propio, que escapa tanto a la frecuente indignación nacida de la denuncia como a la glorificación de los mártires.
Las buenas críticas de Judas and the Black Messiah en su estreno en Estados Unidos –todavía pendiente en nuestro país- resultan un buen augurio, lo mismo que la impronta de descubrimiento que ofrece la película para su director, que apenas tiene una película anterior (Newlyweeds en 2013) y un promisorio pasaje por la dirección de algunas series (People on Earth, Shrill). En un año en el que las óperas primas lograron creciente protagonismo –no solo las nominadas El sonido del metal y Hermosa venganza, sino algunas de fines de 2019 que también sonaron como favoritas de premiaciones como La asistente y Swallow-, el arribo de nuevos nombres a la escena cinematográfica impulsa la sensación de renovación que el mainstream agita desde la pandemia y el crecimiento exponencial del streaming. Shaka King ofrece una nueva perspectiva a la narrativa sobre las luchas raciales y la exploración de ciertas constantes a menudo perdidas entre las figuras históricas o los grandes hechos. La forma de enlazar las vidas de Hampton y O’Neal en una cadena de sucesos trágicos, que no concluyen en los 60 sino que se extienden veinte años después, ofrece un abordaje que escapa a esquematismos y verdades aseguradas.
Con cinco nominaciones en su haber, entre las que destacan la de Kaluuya como actor de reparto –que con el triunfo en los Globos de Oro y en los SAG ya se posiciona como uno de los favoritos en la categoría- y la de guion original, Judas and the Black Messiah consagra ese aire de tragedia shakesperiana que la eleva por encima de los hechos políticos –a los que no desatiende– y la convierte en una fábula siempre vigente en la gran historia del mundo. Una causa, dos miradas encontradas, dos peones de esas fuerzas contradictorias, movidos por ideales y culpas, por intereses y responsabilidades que los nutren y los exceden. En esas encrucijadas se alteran los caminos previsibles, se anclan los destinos universales, se hacen materiales aquellos acontecimientos tan lejanos en el tiempo.
Despojada de cierto maniqueísmo que definió a las narrativas sobre el racismo en los primeros años de la era Obama, quizás ansiosas por dejar en claro un correcto posicionamiento, este nuevo tiempo del que Judas and the Black Messiah parece ser un ejemplo interesante, decide ampliar su prisma y subvertir aquella cartografía de héroes y villanos. La película encuentra un tono propio, que escapa tanto a la frecuente indignación nacida de la denuncia como a la glorificación de los mártires, y que consiste en albergar en el corazón de esas muertes reales una profunda amargura por las pérdidas simbólicas.
Textos de: Marcelo Stiletano, Paula Vázquez Prieto, Diego Batlle, María Fernanda Mugica, Pablo De Vita, Guillermo Courau, Hernán Ferreirós y Milagros Amondaray
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